EL Vyr señaló la caja de vidrio llena de polvo que había en su escritorio.
—¿Ve esto? Es un hormiguero. ¿Sabía que un asentamiento se parece bastante a un hormiguero?
—Ya sabía que alguien los había comparado —respondió Konteau, con precaución.
—Los dos tienen una estructura rigurosa —dijo el Vyr—. Algunos miembros recogen los alimentos, otros los procesan; tienen sistemas de propagación, mensajeros, trabajadores de servicios. Existen docenas de castas, cada una de las cuales se dedica únicamente a su especialidad. La colonia de hormigas, como unidad, es una entidad o un órgano autosuficiente. Sea cual sea su tamaño, lleva una vida subterránea propia. Los cinco mil habitantes, sean hormigas o seres humanos, se basan en el mismo principio rector fundamental: existir. Y, a pesar de ello, si dejasen de existir, ¿qué pasaría? No pasaría nada, Konteau. El mundo sigue adelante. Es como si nunca hubiesen existido siquiera. Como dijo Mefistófeles a Fausto, «todo queda en nada».
Se puso de pie, levantó con cuidado la caja de vidrio y se dirigió a una pared lateral.
—Y ¿cuál es la raíz cúbica de cinco mil? Diecisiete, aproximadamente. Diecisiete hormigas, o diecisiete seres humanos, por cada arista. La verdad es que no son demasiados.
Se abrió un panel en la pared, y dejó caer la caja por el conducto de la basura. Se volvió hacia su visitante, pero todavía no quería mirarle a la cara.
—Son hormigas, amigo mío, sólo unas cinco mil, más o menos. Incineradas instantáneamente. No han sentido nada. Usted no ha sentido nada. Yo no he sentido nada. Nadie ha sentido nada. Es probable que las pequeñas criaturas tuviesen primas lejanas, en otros hormigueros, pero ellas tampoco han sentido nada. A nadie le importa, Konteau.
No —pensó el hombre-kron—. No es así. El dolor y la muerte sí importan. A mí, a ti, a una hormiga. El individuo siente dolor, y percibe el dolor de los otros. ¡Son malos pensamientos! Esto demuestra lo elevada que es mi DP. Llega a convertirse en Desviación no Permisible. Quizá sea verdad que no soy capaz de pensar correctamente. Un inadaptado. Un anacronismo.
El Vyr interrumpió sus elucubraciones.
—¡Ah!, aquí está, Konteau. La sección 4.
El visitante se volvió rápidamente y leyó las líneas luminosas de la gran pantalla. Luego volvió a leerlas, palabra a palabra, moviendo los labios. Su pulso se aceleró. Reprimió la tentación de secarse las manos en los pantalones. Dijo con voz monótona:
—Estaba aquí. Una recomendación de estabilizadores triples. Y ahora no está. Lo han borrado, de alguna manera. Los constructores debieron de instalar estabilizadores sencillos. Se averió uno de los sencillos, o más. Pero puede que el Cinco Ocho Cinco esté allí, en alguna parte. Puede que estén a salvo. Nunca ha aparecido ningún hueso de Homo en las perforaciones de las capas del Triásico.
—Desde luego, pero eso no quiere decir que estén a salvo.
—¿Ha realizado alguna proyección?
—Desde luego. E indica que el Cinco Ocho Cinco se deslizó, casi sin duda alguna, hasta la placa del Atlántico Norte, durante el Triásico. Cinco mil esqueletos fueron arrastrados por cuatrocientos o quinientos kilómetros de magma. Como el hormiguero en el incinerador. Murieron todos antes de que los estímulos nerviosos de dolor tuviesen tiempo de llegar a sus cerebros. No es mala manera de morir, Konteau.
—Con el debido respeto, milord, eso es una teoría. ¿Ha enviado un equipo de rescate para buscarlos?
—Vaya, por supuesto que no. Una búsqueda real es tan… primitiva. Las proyecciones por ordenador son mucho más exactas y generales. La doctora Michaels se lo podrá explicar mejor que yo. ¿Doctora?
—Llevamos a cabo varias búsquedas por ordenador —dijo la mujer—. El último informe llegó pocos minutos antes de que llegara usted.
Konteau la miró. Se dio cuenta de que era la primera vez que había hablado. Tenía una voz modulada, semimasculina, con un ligero ceceo. Y se le movía la nuez al hablar; cosa rara, porque las mujeres no tienen nuez. La doctora Michaels era un hombre.
Confiaba en no haberse sonrojado.
La «doctora» siguió hablando suavemente.
—Nuestro esquema de búsqueda fue concienzudo a la vez que económico. Examinamos en primer lugar el Triásico; después, los periodos anteriores, el Pérmico y el Carbonífero. Por último, nos dirigimos más adelante, hasta el Terciario. Paradójicamente, nuestra tarea se vio simplificada por la historia geológica complicada y dramática de la zona de Delta. Esta región de Chesapeake se ha inundado decenas de veces. Ha sido golpeada por lo menos dos veces por placas tectónicas marinas. Ha sufrido grandes calores. Se ha helado; y así sucesivamente. No vale la pena buscar el Cinco Ocho Cinco bajo mil metros de agua del Atlántico, ¿no le parece, señor Konteau?
Konteau se encogió de hombros sin responder.
La doctora continuó.
—La Bahía de Chesapeake contiene agua, por supuesto, y el nivel del agua es un factor crítico. La bahía es actualmente la desembocadura hundida de los ríos Susquehanna y Potomac. Se está hundiendo, y lleva así durante siglos, a razón de unos dos centímetros y medio cada diez años.
Pulsó un botón de la cápsula de control remoto que llevaba en la mano, y la pantalla de la pared se volvió a iluminar. Esta vez mostraba un mapa de la costa este de América del Norte.
—Podemos empezar por aquí, en el periodo Reciente. Como ve —señalaba con su indicador—, hace veinte mil años no existía la Bahía de Chesapeake. Todo es tierra seca, salvo el gran río Susquehanna y sus afluentes, los ríos Potomac, Rappahannock, Patuxent, York y James. El nivel del mar es bajo, cien metros por debajo de lo normal, porque los casquetes polares todavía almacenan gran cantidad de agua. El clima local es fresco, pero no demasiado frío. Es habitable. Y allí nos encontramos con Delta Uno, nuestro primer asentamiento de Delta —se detuvo un momento, y sonrió a Konteau. El krono le devolvió la sonrisa—. Retrocediendo en el tiempo —continuó—, el siguiente terreno seguro y sólido nos lo encontramos en el cien mil Antes del Presente, otro periodo interglaciar. Allí colocamos el Delta Dos. El Delta Tres está en el cien mil A. P., durante la interglaciación del periodo Bemiano. Eso no es más que el principio. El ordenador ha llevado a cabo búsquedas completas, hasta llegar al Delta Mil, en el Silúrico. No hemos encontrado nada, ni rastro. A base de descartar todas las demás posibilidades, hemos determinado con bastante claridad lo que le sucedió al Cinco Ocho Cinco.
—¿Un hundimiento? —preguntó Konteau.
—Por supuesto. Es la única solución razonable. El Cinco Ocho Cinco está limpiamente disuelto en magma a varios centenares de kilómetros por debajo de la placa de América del Norte. Sin restos, sin dolor, sin molestia para nadie.
El krono murmuró algo entre dientes.
—¿No está de acuerdo? —dijo la doctora Michaels, divertida al parecer.
Konteau no respondió. Estaba pensando: lo sabéis todo; pero no sabéis nada, porque no fuisteis a buscarlos.
—Es fácil de confirmar —dijo el travestido—. Veamos cómo estaba todo en aquel periodo. Empecemos con el Triásico, hace doscientos veinticinco millones de años. El Cinco Ocho Cinco estaba sobre terreno sólido. Se apoyaba en una colina baja de Apalachia, todavía en el centro del supercontinente Pangea. Pero Pangea pronto empezaría a crujir. Las placas tectónicas se mueven, y empiezan a dividirse en continentes menores: las dos Américas, Eurasia, África y la Antártida. El Cinco Ocho Cinco está en la cuerda floja del tiempo. Por una parte, en el pasado bastante reciente, está la colisión de Larusia y Gondwana para formar Pangea y los Apalaches. Por otra parte, pocos millones de años después, en el Jurásico, la placa eurasiática se desprende de la norteamericana, y una porción considerable de la Apalachia oriental, entre ella el Cinco Ocho Cinco, se hundirá en el magma del borde de la plataforma continental. Y allí es donde está ahora el Cinco Ocho Cinco. O, mejor dicho, estaba.
La paleógrafa miró a Konteau y sonrió fríamente.
—La verdad es que debería haber recomendado estabilizadores triples, mi querido amigo.
El Vyr tosió con delicadeza.
Bueno —pensó el hombre-kron—, mientras esperan a pasarme por la piedra bien puedo relajarme y mirar el paisaje. Respiró hondo y, olvidando totalmente la cortesía y el protocolo, se dirigió a la gran zona acristalada circular que había detrás del escritorio del Vyr. Advirtió de reojo que los guardias de las esquinas de la sala se ponían tensos y se adelantaban, con las armas preparadas. No les hizo caso.
Al pasar por delante del escritorio del Vyr, advirtió que éste tenía una placa de oro incrustada en uno de los lados. Decía algo de que tenía cuatrocientos años, comprobados por carbono 14. Era menos de la diezmillonésima parte de la edad de la Tierra, pero ya era un símbolo de lujo. El hombre-kron se preguntaba qué era lo que quería demostrar el prócer. ¿Pretendía, quizá, legitimar sus orígenes familiares ancestrales y nebulosos mediante pruebas de isótopos? A cada uno lo suyo. No era su problema. Siguió andando, pero se detuvo brevemente ante la jardinera con la mimosa: todas las hojas bipinnadas de la planta aromática se habían cerrado. Un retazo de recuerdo le pasó por los centros olfativos, acompañando al sutil perfume de las flores, pero no fue capaz de retenerlo. ¿Algo reciente?… Maldita sea, si tuviese a Mimí, se lo diría en milisegundos. ¿Algo que tenga que ver con Demmie? No, con Demmie no. ¿Con Ditmars? ¿Qué le había enseñado el biopsicólogo?
Siguió andando. Sabía que el Vyr estaba poniendo mala cara, a su espalda, y sospechaba que el decoro habría exigido que hubiera pedido permiso, o, por lo menos, que anunciase lo que tenía in mente. A la porra todo eso. Ni siquiera tenía nada in mente. Lo único que quería era asomarse a la ventana. Que protesten. Que no le vuelvan a invitar. ¡Ojalá!
Miró hacia fuera, a través de la gran superficie de vidrio.
Era media mañana. El cielo estaba despejado, salvo un par de nubes pequeñas. El Complejo Gubernamental de Delta era el eje de una gran rueda, cuyo perímetro estaba compuesto de mil segmentos, uno para cada uno de los asentamientos; cada uno de éstos estaba conectado con el eje por una arteria radial de quince kilómetros, para el transporte aéreo y de superficie.
Dentro del Complejo veía el Interpuerto, donde había aterrizado hacía menos de una hora; junto a éste, la cárcel, y al lado el Templo-Kron. Más allá debería estar el Parque Ratell; no se veía desde allí. Su único ojo se posó brevemente en el Templo. Era consciente de ciertos rumores y hablillas. Si te ves envuelto en un lío, pide asilo en el Templo. Es digno de recordarse, tal como están las cosas.
Su ojo siguió moviéndose. Aquí y allá, más allá de las puertas, se veía una estrecha franja de mezcalina, cactus y espinos: intentos fútiles de soportar las radiaciones de los desiertos mortales que se extendían entre los oasis intermitentes de las colonias de superficie. Dentro de algunos milenios, quizás exista algo resistente y verde que llegue a cubrir esos baldíos. Pero entonces ya será inútil. De hecho, aparte de las radiaciones, ya era demasiado tarde para devolver la tierra al arado. Por falta de vegetación protectora, las nueve décimas partes de la capa fértil de la tierra había sido arrastrada por el viento o hacia el mar, convirtiendo las desembocaduras de los ríos, que antes habían sido hermosos, en grandes lodazales.
Los depósitos aluviales del Mississippi, Río Grande, Alabama, Trinity y otros menores habían convertido ya al golfo de México en una marisma. La corriente del Golfo se había convertido en un arroyo que ya no llegaba al otro lado del Atlántico. El norte de Europa entraba en una nueva glaciación.
Se volvió al noroeste, donde una nube negra y alargada cubría el horizonte. Era polvo. Los vientos barrían las capas de arena de las Grandes Llanuras, cada vez más delgadas, y la llevaban al océano Atlántico, y a la península Ibérica y al África occidental. La capa superficial muerta ya había desaparecido así, en los primeros siglos del periodo «?». El fenómeno suponía una curiosa paradoja: el viento iba limpiando las radiaciones de la superficie, poco a poco; pero se cobraba un precio que no se podía pagar. Se iban quedando al descubierto millones de kilómetros cuadrados de roca desolada, bajo aquel horrible horizonte.
Aparte de los cactus, no crecía nada más: no había arbustos, ni árboles, ni aves, ni ratones, ni animales. Allí no había nada más que nubes de polvo y terribles redes de erosión.
Por supuesto, más allá del horizonte occidental se encontraban las otras ocho colonias de América del Norte, con sus propios Vyrs, y sus propios complejos como madrigueras: trogloditas modernos, que vivían en cuevas del tiempo. Y al este, más allá del mar, Europa había vuelto a la vida, y ellos también tenían problemas de superpoblación. Y, ¿qué hacer con el exceso de población?, ¿enviarlo al planeta rojo? Sí. No había otro sitio donde ir. (Se preguntaba si Demmie había llegado a entregar su informe a la directora). En cada asentamiento, cinco mil personas vivían sus vidas completas, seguras, invariables. Y estos asentamientos estaban ubicados casi exactamente en el mismo espacio tridimensional. ¿Cómo pueden mil asentamientos ocupar el mismo espacio? Colocándolos en épocas diferentes. Delta Uno está en el presente. No hay problema alguno. Delta Dos está casi exactamente en el mismo sitio, pero no estorba a Delta Uno, porque el Dos está en el Maryland de hace cien mil años, cuando no vivía nadie en América del Norte, y cuando gran parte del agua del mar estaba helada en los glaciares. Los constructores utilizaron las ecuaciones del tiempo de Ratell. Construyeron en Maryland, cuando la bahía de Chesapeake estaba elevada y en seco, y el Potomac y el Rappahannock eran simples afluentes del gran Susquehanna, que seguía hasta el mar. (Eso lo dijiste bien, Michaels). Los habitantes del Número Dos no podían cruzar las barreras de Ratell para adentrarse en el Maryland prehistórico que había fuera de sus exiguos dominios, ni tampoco podía la flora y la fauna del exterior invadir el Delta Dos. Todo iba bien.
Y así, bajando las escaleras del tiempo, hasta llegar al periodo Triásico y al Delta 585, que había explorado y planificado el equipo de Konteau hacía sólo cinco años. El Cinco Ocho Cinco estaba en el borde de una fisura de lo que entonces era Pangea, el supercontinente gigante de hacía doscientos veinticinco millones de años. En las decenas de miles de años siguientes, esa fisura se iría abriendo lentamente. América del Norte se iría separando de Eurasia, y América del Sur de África. Esta ruptura iría acompañada de fenómenos extraños. Los más extraños serían las grietas y fisuras del tejido del tiempo. Las irregularidades y las intrusiones, como el Delta Cinco Ocho Cinco, podrían verse arrojadas del Triásico: hacia adelante, al Jurásico, o hacia atrás, al Pérmico. O Kronos sabe dónde. Esas cosas ya habían sucedido. Pero se podían prevenir. Los constructores duplicaban o triplicaban los estabilizadores. Así se multiplicaba el coste del asentamiento.
En las montañas Catoctin, a cien kilómetros al noroeste, estaba la Colonia Beta, con sus cinco millones de almas, y al oeste, a cuarenta centicronos en metro, estaba Alfa. De hecho, en estas bolsas aisladas, libres de radiaciones, habían surgido estas unidades de cinco millones de personas por todo el país. Hoy vivían cuarenta millones de personas dentro de América del Norte, y el doble dentro (sí, dentro) del cansado planeta. No es de extrañar —pensó Konteau— que al Vyr no le afecte demasiado la pérdida de sólo cinco mil hombres, mujeres y niños.
Toda esta construcción del tiempo había empezado hacía cien años, durante el Siglo del Sí. (Había existido el Tiempo del No, cuando parecía que la raza humana había llegado a su fin. Luego, los años del Puede Ser, que ahora se abreviaban con un sencillo «?», seguidos a su vez del ¡Sí!, o, simplemente, «!»). Y luego llegaron las explosiones demográficas. ¿Dónde poner a la gente? La mayor parte del planeta seguía afectada por las radiaciones. ¿Bajo tierra? No, había dicho el gran Ratell. Bajo el tiempo. Enterradlos en el Pasado. Y había enseñado a hacerlo.
Pero la gente tiene que aprender a comportarse, había dicho Ratell. Seleccionadlos. Estableced límites. Todos deben ser más o menos iguales, con una desviación permisible determinada. La Desviación Permisible. La DP. Es necesaria una sociedad muy estructurada. La agresión, la innovación, la independencia: hay que detectarlas desde el principio. No dejarla pasar por la puerta. La paz exige la estabilidad.
Ratell —pensó Konteau, mirando por la arteria de tráfico del Cinco Ocho Cinco, extrañamente desierta—, tu propia DP se salía tanto de la norma que ahora te destruirían en la infancia. Pero mira lo que nos has dado. El viaje a través del tiempo. Y ¿qué es?, ¿una religión?, ¿una ciencia?, ¿un arte?, ¿un proceso?, ¿un negocio?, ¿un circo?, ¿todo ello?, ¿nada de ello? Depende de cómo se mire, y de lo que se espere sacar en limpio de ello.
Mientras miraba por la gran ventana, parecía que las torres lejanas se inclinaban lentamente hacia la derecha. Se quedó sorprendido un momento. Luego comprendió que era la torre misma en la que él estaba la que giraba. Y, mientras miraba, se pudieron ver a lo lejos las características puertas de tráfico del Cinco Ocho Cinco. Advirtió que estas puertas eran únicas, bastante atípicas. Las aberturas alternaban con lienzos de muralla sólida, y a esta distancia el conjunto le recordaba a algo que había visto en Xanadú. Sí: el pequeño pebetero de cerámica, las fauces abiertas de Kronos. Muy adecuado, pensó. Era verdad: Kronos había devorado a sus hijos.
Sabía que el Vyr había hecho girar su sillón y le estaba mirando.
—Tendrá que haber una investigación —dijo Konteau, mirando todavía por la ventana. Era mitad afirmación y mitad pregunta.
—Una simple formalidad —dijo el Vyr.
—Necesitarán un chivo expiatorio.
El prohombre se rió, casi distraídamente.
—Su cinismo es refrescante, pero es un poco prematuro.
—Y ese soy yo.
—Bueno, bueno, Konteau. Sabe que le protegeremos.
Protección, y un cuerno —pensó Konteau—. Demmie se lo había advertido.
Las Norns se lo habían advertido. Soy hombre muerto.
—No tuvo por qué suceder —dijo—. Lo puse en el informe. Estabilizadores triples.
—No entremos en eso otra vez.
—¿Cuándo es la sesión?
—Mañana, a las diez, en la Sala de Juicios de la Central del Cuerpo.
—Haga que la retrasen. Tendré que ponerme a buscar el Cinco Ocho Cinco.
—Vaya, Konteau, no se ponga difícil. En primer lugar, el Cinco Ocho Cinco ya no existe. Se lo hemos explicado. En segundo lugar, no tiene nada que temer de la investigación. Mi propio abogado personal le representará.
¡Peor todavía! Konteau intentó pensar. ¿Había borrado el Vyr las recomendaciones de seguridad? ¿Se había embolsado el dinero así ahorrado? Pero eso no tenía sentido. Tampoco era tanto el dinero ahorrado. Pero no importaba cómo había sucedido, o por qué: ahí tenían a Konteau, para acusarle de negligencia. Y las consecuencias serían muy graves. La pena de rigor era la de muerte, o (lo que era peor) de cadena perpetua. En la cárcel. Pensó en el triste edificio gris que había junto al Interpuerto.
El Vyr estudió a su visitante con sus ojos de gruesos párpados.
—¿Dónde piensa alojarse esta noche, Konteau?
El krono se encogió de hombros.
—Seguramente en el hostal del Cuerpo, si tienen sitio.
El Vyr hizo una seña con la cabeza al Primer Secretario, que se dirigió a Konteau:
—Eso es un nido de pulgas, amigo mío. Le recomendamos el Armas de Delta. Ya tiene una habitación reservada. Todo está pagado, incluida la, digamos, compañía que desee. De hecho, su señoría insiste. Le espera un vehículo en la entrada de la cancillería. Haremos que le envíen la bolsa desde el Interpuerto.
El hombrecillo se puso la mano en la cadera, y levantó la barbilla ante Konteau con gesto altivo.
Conque así están las cosas, meditó el visitante. Iban a tenerlo vigilado hasta decidir qué hacer con él. Si no le tenían miedo, por lo menos los ponía muy nerviosos. Y quedaba muy claro que no querían que fuese a buscar el Cinco Ocho Cinco. Preferirían que no hubiese descubierto el desastre siquiera. Quizá lamentasen haberle hecho venir de Xanadú. Y desde luego, en ningún caso le iban a permitir ponerse a buscar el asentamiento desaparecido. Lo que quería decir que ellos mismos no estaban seguros cien por cien de que el asentamiento hubiese sido destruido.
¿Qué hacer? De momento, seguir su juego. Dijo mansamente:
—¿Ha dicho que todo está pagado?
—Todo —respondió el Primer Secretario con desdén.
—¿La comida? ¿Las bebidas? ¿Las diversiones? ¿Las propinas?
El cortesano frunció los labios.
—Ya se lo he dicho.
—Bueno, muy bien. Por supuesto. Muchas gracias.
El Vyr sonrió.
—Todo está arreglado, por lo tanto. Gracias por haber venido. No olvide venir mañana por la mañana.
—Sí.
Bueno, por lo menos no le hacían esperar su juicio en un calabozo. Era curioso. Y un poco fuera de lo normal. Pero quizá tuviesen un motivo. Notaba que estas personas (el Vyr, el paleógrafo, el Primer Secretario, y quizá algunos otros que no estuviesen presentes en aquel momento) sabían algo fundamental, que él ignoraba. Y le habían llevado allí, entre controles estrictos, para asegurarse de que no lo sabía.
Hizo una reverencia, se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.
—Konteau.
Se dio la vuelta, con gesto inescrutable.
—¿Milord?
—Una cosa más. Conocemos su lealtad, su dedicación al deber —el Vyr sonreía, incluso—. Somos conscientes de que esta dedicación le puede llevar a ir personalmente a buscar el Cinco Ocho Cinco —la voz cultivada se endureció imperceptiblemente—. Pero se lo advertimos: no vaya a buscarlo. Ni lo sueñe. Puede ser muy peligroso pasear demasiado por los pasillos del tiempo; no sólo para usted, sino para los andamiajes temporales de los otros asentamientos. No podemos permitir que vaya por ahí dando palos de ciego.
La suave sonrisa desapareció; la voz se hizo firme, metálica.
Por lo tanto, le decimos, le ordenamos, Konteau, que no se ponga a buscar el Cinco Ocho Cinco. ¿Comprendido?
Eso te gustaría a ti —pensó Konteau. Pero hizo otra reverencia respetuosa, diciendo—: Milord…
Parecía que el prohombre se tranquilizaba; lo despidió con una sacudida lánguida de la mano.
Konteau respiró hondo mientras el Secretario le tomaba del codo y le indicaba la salida. Era muy curioso. Por supuesto, siempre podrían atraparle en la sala de seguridad. Quizá fuese aquél el plan. Habrá que verlo.
El Primer Secretario hizo un esfuerzo sobrehumano para reprimir un estornudo mientras guiaba al hombre-kron hasta la sala de seguridad, donde el capitán devolvió a Konteau su ojo artificial. Cuando se volvió a colocar el ojo, se volvió al Primer Secretario y le dijo con tono de simpatía:
—Seguramente ahora tendrá que desinfectar y volver a consagrar toda la sala. Bueno, pues resulta que mi primo Louie tiene una tienda, allá en el Ocho Nueve Ocho, en la calle Los Padres, y le hará los dos trabajos por el precio de uno, incluidas las alfombras y las cortinas, garantía normal de seis meses, con un diez por ciento de comisión para usted…
Contempló al cortesano, que fruncía el ceño.
—¿Un quince? ¿Un veinte?, mire, ellos también tienen que ganar algo…
El secretario cerró los puños, y tembló lleno de rabia incontrolada.
—¡Oh, es usted un salvaje! También echó a perder la mimosa ¿sabe? ¿La mimosa? ¿Las hojas cerradas…? ¡Por las barbas de Kronos, ésa era la clave! Se abalanzó hacia el hombrecillo, con tanto ímpetu que el secretario se escondió detrás del sargento.
—¿Es la planta madre, no? De ella salieron las semillas para todos los asentamientos de Delta, ¿verdad?
Los otros tres le miraban como si estuviera loco.
Konteau insistió.
—¿Entre ellos, el Cinco Ocho Cinco? ¡Responda!
Imposible negarlo. El pequeño asistente asintió, muerto de miedo.
La verdad golpeaba el rostro de Konteau como un rayo de sol repentino. Las mimosas del Cinco Ocho Cinco, en peligro, habían llamado a la planta madre de la sala del Vyr, y las hojas de la madre habían respondido doblándose. Pero no se habían caído. Simplemente, se habían doblado.
Así, si había que creer a Ditmars y a sus bioexperimentos, el Cinco Ocho Cinco estaba afectado, pero seguía vivo, en algún lugar, en algún momento. Y había hecho bien al enviar aquél mensaje urgente a Devlin: «Asamblea». Lo que quería decir: prepárame un explorador y un topógrafo auxiliar. Menos mal que no le había advertido a Devlin de que los dos miembros de la tripulación podían morir antes de una hora.
Ya se sentía mucho mejor.
Una última punzada al secretario: había llegado a la conclusión de que lo odiaba.
—Louie estaría dispuesto a hacerlo gratis, seguramente, si usted le promete recomendárselo a sus amigos.
El hombrecillo dio una patada en el suelo, totalmente furioso.
—¡Fuera!
Konteau sonrió y se marchó.
Recorrió el pasillo con la mirada. ¿No le habían puesto escolta para el viaje de vuelta? Deben sentirse muy seguros de sí mismos.
En el ascensor de bajada siguió dando vueltas a sus problemas. Quizá me haga matar el Vyr, todavía. Puede hacerlo en el momento que quiera. El aristócrata se da cuenta de que yo declararé que en mi informe original recomendé estabilizadores triples. El juez inquisidor tendrá que decidir quién miente. Como los inquisidores dependen del Vyr, no hay problema. Pero ¿me dejará el Vyr vivir lo suficiente para prestar mi declaración? ¿Por qué no hizo que me mataran en cuanto entré en su sala? ¿Tenía miedo de ensuciar su hermosa alfombra holográfica? Quizá esté esperando a que me baje de este ascensor. Eso, excelencia, sería muy poco hospitalario.
Pero ¿es el Vyr el culpable, verdaderamente? El prohombre no tenía absolutamente ningún motivo. Y ese enjambre humano era gente suya. Pero, si no había sido él, ¿quién había sido? ¿Los inquisidores, quizá? ¿O el Estado Mayor de los Casacas Grises? Pero eso conduciría a él, al Vyr.
Y además estaban aquellas fauces abiertas terribles, la Puerta de Kronos. Aquellos arcos sonrientes planteaban de por sí algunas preguntas interesantes. Si se estudiaban con cuidado, parecía que el que había borrado la recomendación de estabilizadores triples había planeado desde un primer momento que el gran dios Kronos se tragase a esas cinco mil personas. ¿Se había dado esa forma a las puertas de forma deliberada, para anunciar esta enorme ironía mitológica? ¿Lo había hecho algún príncipe muy importante, muy poderoso, del templo de Kronos? ¿Había —o habían— diseñado este horror hacía años, sabiendo que vendría el temblor de tiempo, y que desaparecería el Cinco Ocho Cinco? ¿Es posible? ¡Por Kronos! Vaya si lo es. Quizá lo sospeche también el Vyr. Quizá esté libre ahora por eso. Quizá quiera ver lo que hago, dónde voy. Quizá quiera ver quién intenta matarme.
Y quizá… quizá… quizá es que las líneas del tiempo me han vuelto loco por fin.
Pero supongamos, supongamos por un momento que no estoy loco.
Vuelve a empezar, Konteau, se dijo a sí mismo. Empieza por el principio, despacio, con lógica. Una vez más. Ahí están todas las piezas del rompecabezas. Lo único que tienes que hacer es juntarlas bien. Inténtalo otra vez.
Un dato: el Vyr tenía una loca ambición de ser el futuro Jefe Supremo. Otro dato: había fuertes rumores de que el Vyr había hecho algo notable, algo que seguramente haría que ganase la elección. Y ¿qué era eso tan notable que había hecho el Vyr? (Empiezo a atisbarlo). El Vyr había despreciado la pérdida del Cinco Ocho Cinco. Un simple hormiguero, había dicho el Vyr. Olvídalo, Konteau. Vete, Konteau. El Cinco Ocho Cinco ha desaparecido, se cierra el caso. Tercer dato: a él, a Konteau, le habían hecho venir aquí simplemente para decirle que no se pusiera a buscar el Cinco Ocho Cinco. Cuarto dato: las fauces de Kronos, esa terrible entrada al Cinco Ocho Cinco. Alguien lo había sabido durante años. ¿Quién? ¿Tú, Paul el Piadoso, Vyr de Delta? ¿Se puede concebir? ¿Es posible? ¿Estás tú, Vyr de los cuatro jinetes, amante de hombres-mujeres, absolutamente loco?
Se pasó una mano por la cabeza. No sabía qué creer. Cada vez que parecía que su mente se acercaba a alguna conclusión clave, se volvía a desviar. No se avenía a aceptar lo inaceptable. Se había mareado por respirar demasiado hondo, y tuvo que parar un momento para recuperarse. Y ¿qué pasaba con Tages, y con Arúspice, y con esos tristes restos rosados y púrpura en la caja de cristal de Tages? ¿Qué sabía Tages, o qué creía saber? Tuvo que detenerse para sobreponerse. Advirtió entonces que le dolía el lado derecho de la cara, y que estaba temblando y sudando al mismo tiempo.
Apretó los dientes, y procuró pensar en otra cosa.
Helen. Tenía una pequeña oficina en este mismísimo edificio. Se dejaría caer para saludarla. Pero era imposible. Volvió a apretar los dientes. ¡Por Kronos! ¿En qué estaba pensando? A ella no le interesaba verle para nada.
Volvamos al problema. Tenía que dar esquinazo a sus vigilantes.
Se bajó en el piso siguiente, entró en otro ascensor, subió unos cuantos pisos, volvió a cambiar, y se mezcló con un grupo de delegados visitantes. Estuvo a punto de bajarse en el primer piso con ellos, pero advirtió a dos Casacas Grises que estaban de pie junto a unas grandes plantas de interior, vigilando las puertas de su primer ascensor. Advertía bajo las casacas el bulto de los chalecos antibalas. Y tenían las caras duras, frías, inexpresivas. Retrocedió hasta el fondo del ascensor, y se quedó en el mismo hasta que bajó al sótano. Descubrió una salida de emergencia en la parte trasera del edificio, anduvo tranquilamente hasta la calle e hizo señas a un vehículo de alquiler que pasaba.
—¿Adónde, jefe?
—Hacia el oeste. Le iré indicando.
—Usted manda, jefe.