7 - Paul el Piadoso

LOS Casacas Grises lo escoltaron en silencio hasta el ascensor, y luego hasta la sala de seguridad, en la que le desnudaron y le miraron por rayos X y por un escáner.

Al encargado del registro, un capitán de los Casacas, le intrigaron las cicatrices cerebrales del hombre-kron.

—¿Su injerto de personalidad fue rechazado? —preguntó con curiosidad.

Pasó la placa a su compañero.

Konteau gruñó.

El ayudante, un sargento, soltó una risita.

—Y mire esto. Intentaron un segundo injerto en el hemisferio derecho. También fue rechazado, y tuvieron que retirarlo.

El capitán se frotó la barbilla.

—Interesantísimo. Un verdadero niño problemático. ¿Tiene antecedentes?

El sargento estudió el listado que iba saliendo del terminal de ordenador.

—No. Está limpio. Y mire: condecorado dos veces por el Cuerpo.

Los dos cuchichearon en privado un momento.

Konteau se sintió algo culpable por tener una personalidad pervertida sin haberse labrado unos antecedentes penales. ¿Estaba visitando al Vyr sin tener derecho a ello? Se dirigió a los otros dos:

—Di una patada en la espinilla a mi profesor de tercer curso, y me expulsaron de la escuela una semana.

El capitán lo miró torvamente.

—¿No basta con eso, eh? —dijo Konteau—. Bueno una vez me escapé una noche entera con la hija del director de la escuela. Fuimos a…

—¡Ajá! ¿Y qué es esto? —dijo el sargento. Señaló sobre la placa del escáner el perfil del ojo artificial de Konteau.

—Es una bomba suicida —explicó Konteau—. Cuando corra el peligro de morirme de hastío ante las preguntas estúpidas, sólo tendré que pestañear de una manera especial. La bomba explota y destruye todo en un radio de veinte metros.

—Un verdadero humorista —dijo el sargento sin sonreír—. ¿Le gustaría probar un simpático puñetazo en la barriga, por gracioso?

—¿Y le gustaría que su señoría le enviase a los inquisidores, por hacer daño a su honorable huésped?

El capitán lanzó una mirada de advertencia a su ayudante.

—Era por ganas de charlar, nada más —murmuró el sargento.

—Quíteselo, por favor —dijo el capitán, en voz baja.

Konteau se sacó el ojo, y lo entregó.

El capitán lo puso bajo el tubo del escáner, y puso en marcha la red de sonar. Los tres contemplaron el holograma del hemisferio izquierdo del objeto, que rotaba lentamente.

—Una cámara de gas hermética, en el cuadrante inferior —anunció el sargento.

—¿Análisis del gas? —preguntó el capitán.

—Diez de helio, una de neón.

—¿Un láser de gas? —preguntó el capitán a Konteau.

El hombre del tiempo asintió.

—Interesante —dijo el capitán, pensativamente. Escudriñó a Konteau con la mirada—. He oído hablar de ellos. Es el último grito en ojos artificiales. ¿Cómo introducen el gas?

—Por descarga nuclear.

—Confirmado —intervino el sargento—. Se aprecian los destellos… allí —señaló.

El capitán observó el holograma.

—Y aislado de las radiaciones por una película trimolecular interna de plomo.

El sargento dio la espalda a Konteau y habló con su superior en voz baja. El krono oía palabras sueltas.

—«… Mi hermano trabaja… laboratorio de miembros artificiales… cincuenta mil jeffs de plata…».

Volvieron a dirigirse a su huésped. ¿No apreciaba un nuevo respeto? ¿O era. simplemente una mezcla de asombro y de inquietud? El capitán no ganaría cincuenta mil jeffs en un año. Konteau disimuló una sonrisa. Sabía que Mimí había costado por lo menos cíen veces lo que había calculado el sargento. Pero es que Mimí podía actuar a unos niveles que el sargento no era capaz de imaginarse siquiera.

—Espere —dijo el suboficial. Estaba observando de cerca el ojo artificial—. ¿Qué es esto?

Deletreó despacio, en voz alta:

—M, I, M, I, R. ¿Mimir? ¿El nombre del antiguo dios que guardaba las aguas del conocimiento?

Konteau suspiró. Desde luego, no quería entrar en una discusión de tipo religioso.

—No es más que las iniciales de Multiplicador de Imágenes Multifásico Interfacial Resonante, No tiene nada que ver con el culto de Odín.

Advirtió inmediatamente que no debía haber utilizado la palabra «culto». Se dio cuenta, demasiado tarde, de que este tarado era un adepto del híbrido teológico más extraño de todos: la rama nórdica de la religión de Kronos.

La cara del sargento se puso de varios colores: rosa, roja, y por último blanca, sin sangre. Intentó hablar, con las cuerdas vocales agarrotadas.

—¡Te burlas de las verdades antiguas! Odín entregó su ojo derecho a Mimir, para que gozase del privilegio de beber las aguas del conocimiento. ¡Blasfemo! ¡Te burlas de los mismos dioses!

Konteau reprimió el impulso de afirmar que Mimí no le había aportado ninguna sabiduría. Lo más que podía aspirar era a cierta astucia para ocultar las diversas estupideces que cometía.

—Yo… —empezó a decir.

El sargento le interrumpió, con voz temblorosa.

—Y, ahora, supongo que tomarás la lanza sagrada de Odín y te inmolarás a ti mismo ante Yggdrasil, el fresno sagrado, que une a los dioses, a los hombres, al cielo y al infierno…

La mente de Konteau daba vueltas. ¿Cómo salir de esto? Intentó desesperadamente recordar la terrible leyenda nórdica. Está bien. La recordó. Ahora, a darle la vuelta.

—¿Y usted? —preguntó—. Sargento, ¿sería capaz usted de inmolarse ante Yggdrasil, y de morir, y de subir al Valhalla? ¿Sería capaz de seguir el ejemplo brillante del gtan Odín?

El fanático casi no advirtió que Konteau le tomaba el óculus de la mano y se lo entregaba al capitán.

El sargento contempló al krono.

—¿Osas preguntarlo? ¡No eres siquiera un aprendiz de druida! ¡Debes pagar por lo que has hecho!

Cerró el puño y golpeó al sorprendido hombre-kron en el estómago. El capitán intervino inmediatamente, y separó a su ayudante.

La cara de Konteau se contrajo un momento, mientras se doblaba con los brazos sobre el abdomen. Se levantó lentamente, vigilando a su atacante.

El sargento estaba lejos, y respiraba pesadamente.

El capitán tomó un micrófono mientras vigilaba a ambos, y habló con voz monótona y apresurada. «Ojo artificial.

Diseñado por los Laboratorios de Biología del Cuerpo. Número de registro, cuatrocientos veintiocho». Miró al hombre-kron.

—Lo guardaremos aquí durante su audiencia —dijo, con voz correcta pero firme—. Recójalo a la salida.

Konteau se encogió de hombros, y se puso el parche sobre la cuenca vacía.

El capitán habló por el teléfono interior con alguna persona invisible. «Hemos terminado. Está bien». Una voz respondió: «Enviadlo». El sargento guió a Konteau por un pequeño corredor, y llamó a una puerta que había al final del mismo.

Mientras esperaban, el sargento susurró al oído de Konteau:

—Sabemos cómo tratar a los listillos como tú. Nos volveremos a encontrar.

Konteau leyó el nombre del suboficial en su camisa gris.

—Lo estoy deseando, sargento Thor Odinsson —dijo con voz profunda.

Un hombre con una capa blanca adornada con galones rojos abrió la puerta e hizo entrar al hombre-kron.

Los dos estaban solos en la sala.

El hombre de la capa preguntó en voz baja:

—¿Sabe dónde está?

El visitante, confuso, recorrió la sala con la mirada. No era grande; tenía aproximadamente el tamaño de su estudio en Xanadú. Las paredes estaban cubiertas de material informático: receptáculos para software, tarjetas metálicas, discos. Había varias pantallas tradicionales y holográficas, un par de sillas, un escritorio. Bastante convencional, pensó Konteau. Pero en el centro de la sala estaba el elemento no convencional. Era una caja de vidrio, de un metro de lado, y dentro de ella flotaba una cosa larga, de color rosa, de consistencia filamentosa; evidentemente, estaba suspendida en el aire, inmóvil, por medio de bobinas antigravedad en el pedestal. De otros aparatos ópticos contiguos salían redes de láser que incidían sobre el objeto suspendido: dos haces por los lados, uno por arriba. Estaban enviando datos tridimensionales al ordenador, concluyó Konteau.

Tragó saliva, y se preguntó si el hombre de la capa estaría disfrutando al verle tan incómodo. Tenía cierto malestar en el estómago, y se preguntaba si se había recuperado plenamente del golpe del sargento. No, había algo más. Su mejilla derecha reconstruida le picaba y le palpitaba. Quiso pasarse la mano por la cara, pero prefirió no darle ese gusto a su anfitrión.

¿Sabía dónde estaba? Lo sabía. Respondió con el mismo tono monótono con el que había sido planteada la pregunta.

—Sí. Sé donde estoy. Ésas son las entrañas de algún animal. Su ordenador las está leyendo. Usted es el augur. Ésta es la Sala de Arúspices.

El otro sonrió débilmente.

—Cierto. Y mi nombre es Tages. Soy descendiente directo del gran Tages, el primero, el bisnieto de Kronos.

—Vaya —dijo Konteau educadamente.

—Puede que usted conozca la historia —dijo el otro. Pero continuó sin esperar respuesta—. Mi antepasado Tages enseñó el arte de la adivinación a los etruscos, que a su vez se lo enseñaron a los romanos. Por eso están en latín los tratados más autorizados.

—Por supuesto.

—Tengo copias de los originales, sobre pergamino. Están allí, sobre la repisa, con el resto del software. Entre ellos, los doce Libri Haruspicmi Fulgurales, Rituales[3]. Absolutamente fundamentales.

—Es de creer.

Konteau no sabía cómo responder a todo esto. Su anfitrión prosiguió:

—La ciencia adivinatoria de los arúspices decayó durante cierto tiempo. Los primeros cristianos, ya sabe.

—¡Ah! No me había dado cuenta…

—Ah, sí. Nos vemos obligados a utilizar ejemplares poco eficientes. Aves, gatos, roedores. Demasiado pequeños, y con grandes errores estadísticos. Si viera los valores que toma la desviación típica, se reiría.

Konteau se preguntó si debía reírse levemente, por amabilidad. Pero la verdad era que no le veía la gracia a nada de esto.

Tages le contempló un momento. Luego dijo:

—Vamos al grano. Estoy examinando estas entrañas para determinar la suerte del 585. Sabemos que usted está muy relacionado. Necesito sus datos.

—Pero yo no sé nada. Es verdad que recomendé triples… Estoy seguro.

—No me entiende, señor Konteau. Cuando digo «datos», quiero decir que quiero leer su cara con un láser. No sentirá nada. ¿Quiere sentarse ante esa mesa un momento?

El hombre del tiempo dudó un momento, y se sentó en la silla.

—Mire la luz roja. Eso es.

El augur hizo una pausa.

—¿Perdió el ojo derecho?

—Sí. Un accidente en un trabajo de campo.

—¿Tiene una prótesis?

—Se la han quedado allí fuera.

—Hm. Sería mucho mejor si la tuviésemos aquí. Bueno, veamos cómo sale la lectura sin ella. Empezaremos con datos de voz. ¿Su nombre?

—James Konteau.

—¿Profesión?

—Hombre-kron.

—¿Cuánto tiempo en el Cuerpo?

—Treinta y dos años.

—¿Exploró su equipo el Delta Cinco Ocho Cinco?

—Sí. Y recomendé estabilizadores triples.

—Eso es irrelevante —dijo el adivino, con voz de impaciencia.

—Mire la pantalla, y escuche con cuidado. Intentaremos algunas respuestas de Arúspice.

Se dirigió a la enorme pantalla de ordenador de la pared.

—¿Se ha perdido el Cinco Ocho Cinco?

La palabra apareció a la vez en la pantalla y en el sintetizador de voz.

—Sí.

—Eso es historia, por supuesto —dijo el augur, con voz suave—. Ahora vamos a la adivinación.

Preguntó al ordenador:

—¿Se puede recuperar el Cinco Ocho Cinco?

Konteau escuchó con atención la voz metálica:

—Es posible.

El augur siguió preguntando con voz reposada y comedida:

—¿Se recuperará el Cinco Ocho Cinco?

—Es posible.

El adivino apretó los dientes, como dispuesto a no dar muestras de fastidio.

—Si se recupera, ¿quién lo recuperará?

—Quizá el que conduce el extraño carruaje de hierro… O quizá no.

Las palabras salían en grupos deshilvanados y titubeantes, como si Arúspice las pensase en alguna lengua muerta para luego traducirlas.

—¿Carruaje de hierro?

Tages miró a Konteau, que se encogió de hombros como diciendo: «Esta fantasía es suya, a mí no me mire».

—¿Sonido? —pidió Tages.

Escucharon. Chaca chaca chaca chaca…

Había algo en este ruido que recordó a Konteau a la pequeña máquina de vapor de la sala de juegos de Xanadú.

—¿Le recuerda a algo? —preguntó Tages.

El hombre del tiempo negó con la cabeza.

El augur se dirigió a Arúspice.

—¿Quién viaja en este extraño carruaje?

—Varios. O ninguno. Quizá un amante… un maquinista… un cadete del antiguo West Point…

—¿Cuándo viajan en el carruaje? —insistió el augur—. ¿En qué fecha?

—¿Fecha? ¿Fecha? Datos… datos… necesito más… ¿Qué tenía en la órbita vacía? No pueden ir, a menos que… a menos que… ¿Cómo pretenden que prediga nada si me ocultan datos fundamentales? ¡Datos! ¡Datos! ¡Datos!

El augur se paseaba por la sala abarrotada, y hacía ondular la capa lleno de impaciencia nerviosa.

—¡Malditos sean! ¡Deberían haber dejado ese condenado ojo artificial en su estúpida cara de kron!

Konteau se preguntó si debía manifestar molestia o simpatía. Decidió no decir nada.

El maestro de entrañas consultó su reloj con gesto petulante.

—No tenemos tiempo. Tendríamos que tomar otra lectura de su cara con el ojo puesto, y volver a recoger los datos de voz. Por Kronos, ¡qué fracaso! El Secretario me echará la culpa a mí, por supuesto —se volvió violentamente a su visitante—. ¿Se le ocurre algo?

Konteau intentó desesperadamente parecer estúpido e inocente. Percibió un movimiento en la pantalla.

—Viene algo —dijo, intentando ser útil.

Contemplaron la pantalla. Había aparecido lo siguiente (que también susurraba el sintetizador):

Salsa de terrapene. Vino de Madeira, albahaca, tomillo, mejorana, perejil, y después asesinato.

—Me parece —dijo Konteau, pensativo— que esto lo aclarará todo. Por cierto, ¿qué quiere decir terrapene?

(Y ¿quién mata a quién?, pensó. ¿O era un error de impresión la palabra «asesinato»?).

Se oyó un golpe impaciente en la puerta.

—Será el Primer Secretario —dijo el augur, amargamente—. Le llevará a la audiencia.

—¿Me permite una pregunta rápida?

—Oh, está bien.

Konteau señaló con un gesto la cosa que flotaba en la caja de vidrio.

—¿Entrañas de cordero?

El augur sonrió, por fin. Era una sonrisa interesante, y parecía indicar que, a pesar de las derrotas tácticas que hubiera sufrido, le quedaba una pequeña victoria.

—Son entrañas humanas, Konteau. Tenemos un contrato con la cárcel.

El hombre del tiempo sintió frío. Pero lo peor de todo ni siquiera eran los restos humanos que flotaban en el recipiente de vidrio. Pensó en la mente que había creado el programa para el ordenador Arúspice, y le temblaron un poco las rodillas. No podía dejar las cosas así. Intentó una última salida:

—¿Ha predicho quién será el próximo Jefe Supremo?

El augur entrecerró los ojos, y su sonrisa cambió sutilmente.

—Esta noche se trasladará todo este material al Gran Salón del Cónclave, ante toda la asamblea de los Vyrs. Se utilizará un sistema especial, de sangre fresca. Mañana se planteará la pregunta a Arúspice, y Arúspice hablará.

Konteau tragó saliva.

—¿Un… sistema… especial?

—Tomado instantáneamente a la muerte de un mamífero, que haya viajado por el tiempo. Son los mejores, ¿sabe? Son psicotrópicos. Dicho vulgarmente, tienen el tiempo en las mismas tripas. Eso hace que puedan predecir.

Alguien golpeaba la puerta, y gritaba, pero Tages no hacía caso. Dijo:

—Oh, no crea que esto acaba aquí, Konteau, hombre-del-tiempo —las palabras del augur empezaban a ser tan inconexas como las de su otro yo, Arúspice—. Le diré, ya me han nombrado Guardián oficial del Cónclave. Llevaré puesta la Máscara Negra, y blandiré el cuchillo, el athame sagrado, con el que yo mismo extraeré y prepararé las entrañas consagradas. Y, por medio de mi trabajo, el dios Kronos hablará a los Vyrs reunidos.

La voz se convirtió repentinamente en un susurro.

—Y, Konteau…

—¿Sí? —el visitante tembló, y retrocedió algunos pasos.

—¿Adivina de quién serán las tripas que estarán en ese cubo?

—¿Tripas… en el…? —su mirada de estupor oscilaba entre el cubo de vidrio y la cara de Tages.

—Entrañas, Konteau. Las mejores. Las que más transmiten, con diferencia. Veintisiete pies de largo, entre el intestino delgado y el grueso. Veintisiete, el número perfecto. Tres al cubo. ¿De quién?

El adivinador puso los ojos en blanco. Konteau se aflojó el cuello de la camisa con un dedo. Ya no tenía frío. Estaba sudando. Llegó a sentir alivio cuando un nuevo destacamento de las cohortes de la cancillería forzó la puerta. Dijeron a Tages algo desagradable, y llevaron fuera al hombre-kron. La puerta, al cerrarse, apagó la risa salvaje de Tages.

Su escolta le llevó por otro pasillo. Éste tenía alfombra; los pasos no resonaban, y el techo estaba por lo menos a cinco metros de altura. Dedujo que se acercaban a los aposentos sacrosantos de Paul el Piadoso, Vyr de Delta.

En la puerta siguiente le recibió un hombre pequeño y atildado, que vestía una casaca roja de seda y calzas de terciopelo. Tenía el pelo cubierto de laca negra, salvo un rizo que le caía sobre la frente, que estaba bañado en oro. Miró a Konteau e hizo un leve gesto de desprecio.

—Señor Konteau, soy el Primer Secretario. Supongo que es la primera vez que tiene una audiencia con su señoría. Existe un protocolo, una etiqueta que hay que observar. En cuanto entre, hará una reverencia profunda, y luego esperará a que su señoría le indique que se aproxime. No hablará si no se le dirige la palabra. ¿Comprendido?

Konteau le miró con curiosidad.

El Primer Secretario suspiró, levantó los ojos al cielo, abrió la gran puerta, y anunció: «¡El señor Konteau!».

El hombre-kron entró, y estudió su entorno brevemente, con indecisión. Cerca de la entrada, a la izquierda, había un gran archivador de roble, con incrustaciones de mármol negro y blanco. En el centro estaba el famoso grupo ecuestre, antiguo símbolo de los Corleigh: los cuatro jinetes del Apocalipsis: la Guerra, la Muerte, la Peste y el Hambre. A mitad de su tamaño natural. Konteau les dirigió una mirada, y siguió andando.

Al otro extremo de la sala, a más de diez metros, estaba Paul Corleigh, Vyr de Delta, Defensor de la Fe, sentado en un trono dorado, sobre un estrado, detrás de un gran escritorio negro. Detrás del Vyr había un gran panel transparente, y, a través del mismo, Konteau percibió las torres de un par de edificios lejanos. Se dio cuenta de que estaba en el último piso del complejo Delta Central, cuyo perímetro estaba formado por los mil puertos de tráfico para los mil asentamientos de Delta. En cada asentamiento vivían cinco mil almas. En los dominios del Vyr vivía un total de cinco millones de personas. No, no llegaba a cinco millones. Cinco mil menos, dado que el Cinco Ocho Cinco había desaparecido.

Konteau contempló al gran hombre, desde el otro extremo de la sala. Tenía la cabeza iluminada en contraluz; la luz resplandecía sobre la peluca dorada, y era difícil distinguir los rasgos. El Vyr hablaba con una mujer que estaba sentada en un sofá contiguo. ¿Sabía su señoría que él estaba allí? ¿O quizá hacían como que no existía, para bajarle los humos desde el primer momento?

Advirtió de reojo varios Casacas Grises, firmes y en silencio, en nichos en las paredes. Se encogió de hombros, y empezó a caminar hacia el escritorio.

Al cruzar la sala, el pelo de la alfombra, espeso e irisado, parecía moverse bajo sus pies descubriendo imágenes holográficas de paisajes antiguos, y de flora y fauna prehistórica. ¿Del Oligoceno? Pestañeó, ya que parecía que estaba andando por el borde de una laguna rodeada de juncos, y un par de meriterios se arrojaban al agua con estruendo lanzando al aire gotas imaginarias. ¡Qué bien hecho estaba! Pero siguió andando, decidido a que esta gente no se diese cuenta de que estaba impresionado.

Pudo ver con claridad a la mujer antes de que los rasgos del Vyr quedasen bien enfocados. Estaba envuelta en el hábito negro y dorado, de terciopelo, de una monja maltusiana. Estaba sentada allí en silencio, viéndole acercarse con cierto aire irónico. Llevaba pendientes, negros como el azabache, que parecían a primera vista racimos de uvas, pero que al contemplarlos de cerca se convertían en miniaturas del símbolo de los Corleigh, los cuatro jinetes del Apocalipsis. La guadaña de la Muerte resplandeció a la luz, cuando ella inclinó la cabeza hacia el Vyr. Su boca tenía algo de extraño; de hecho, toda su cara y su aspecto tenían algo de raro. Le hacía sentirse incómodo. Apartó la mirada, hacia el Vyr. Vio que su huésped tenía un aspecto parecido a lo que había esperado Konteau. La cara era la misma que aparecía en las monedas más modernas de Delta: las mejillas eran unos rodetes blandos, afeitados; los párpados lánguidos estaban rodeados de largas pestañas postizas. Había visto y oído a este hombre pronunciar el discurso fúnebre del antiguo Jefe Supremo, en las pantallas de Xanadú. Tenía en cuenta la advertencia de Demmie. No le había gustado entonces, y no le gustaba ahora. Y sin olvidar, por supuesto, el mensaje en cristal de las Norns. (Todavía las recordaba como si fueran tres personas). La sala de audiencias del Delta Vyr era, sencillamente, un lugar peligroso.

Advirtió entonces la jardinera en la parte interior del gran panel de vidrio: contenía una magnífica mimosa, en plena floración.

El Vyr se incorporó para recibirle.

—Bienvenido, Konteau —sonrió tristemente—. Gracias por venir con tanta prisa.

¿Es que me quedaba elección? (se preguntó Konteau). Le devolvió la mirada sin amilanarse. ¡Por Kronos, esos ojos! Elípticos, duros, relucientes, hipnóticos, de reptil. Asintió sin comprometerse.

—Milord…

El Vyr sacudió una mano hacia la mujer.

—Doctora Michaels, le presento a Konteau.

En la frialdad de este simple gesto Konteau no sólo percibió el estilo de una antigua aristocracia: se dio cuenta de que se le recordaba que no era más que un patán. Y lo peor de todo es que este doble mensaje no era intencionado: lo había deducido todo él solo. Pero en realidad no podía hacer nada al respecto. Se limitó a hacer una cortés reverencia.

—La doctora Michaels es nuestra paleógrafa de plantilla —explicó el Vyr.

¿Cómo se recibe la presentación de una monja de la Casa de Malthus, que es además doctora de algo? ¿«Hermana»? No, con más respeto. Bueno, que sea breve y sencillo. Volvió a hacer una reverencia.

—Es un placer, señora.

La mujer inclinó la cabeza un poco y sonrió. Tenía la boca grande, fuerte; los dientes relucían. Konteau sintió con inquietud que había cometido una incorrección sin darse cuenta. Bueno, entremos en materia.

—Excelencia, ¿en qué puedo servirle?

—Ya hablaremos de eso, Konteau. En primer lugar, permita que le diga que tenía razón. El Cinco Ocho Cinco ha desaparecido, se ha esfumado. En segundo lugar, querríamos saber cómo lo supo…

—Milord, no estaba seguro del todo. En todo caso, si lo sabía, no sabía por qué lo sabía.

—Creo que podríamos ayudarle al respecto, Konteau.

¿Qué pasa aquí? —pensó—. Buscó alguna indicación con la mirada. ¿La mimosa? ¿Qué tendría que ver una planta fragante con su presencia aquí? No. Pero ¿qué era eso que había sobre el escritorio? Un recipiente cúbico de vidrio, lleno de polvo y cubierto con una tapa de plástico. ¿No había unos insectos moviéndose con el polvo? ¿Hormigas?

El Vyr siguió la mirada del hombre-kron, y Konteau creyó por un momento que iba a explicarle en qué consistía el cubo. Pero sólo duró un momento.

—Sólo hay una manera racional por la cual podría haberlo sabido —dijo el Vyr. Hizo una pausa, y clavó una mirada fría en Konteau. Se produjo un silencio repentino en la sala, sólo aliviado por el crujido de la hermosa túnica dorada del Vyr—. Usted ha vuelto a evaluar el peligro, inconscientemente. Volvió a calcular, con retraso, que el asentamiento se hundiría. Llegó a decidir incluso cuándo sucedería. Con bastante exactitud, me permito añadir. Y todo ello lo hizo de forma inconsciente. No tiene nada de mágico, Konteau, nada de poderes sobrenaturales ni de parapsicotonterías.

El krono se quedó callado. ¿Qué podía decir? Todas y cada una de las afirmaciones del Vyr eran absolutamente ridículas. Pero no estaba dispuesto a decirlo así. Meditó sobre los antecedentes del Vyr. Sabía que, siendo muy joven, Corleigh había sido elegido para ser educado en los usos del gobierno. En parte por la suerte de un sorteo por ordenador, en parte por las presiones ancestrales (su padre había sido tercer Vyr de Epsilon). De niño, le habían educado los monjes maltusianos, y, por supuesto, le habían adoctrinado en su concepto tenebroso del significado de la raza humana.

Los maltusianos pretendían tener un origen casi divino, anterior incluso al No. Su regla había sido escrita por la relación sagrada de un ordenador gigante y el gran Malthus en persona. Algunos historiadores de la tecnología señalaban que entre Malthus y la invención del ordenador habían transcurrido varios siglos, pero ellos los hacían callar advirtiendo que Malthus había planteado la pregunta en 1834, año de su muerte, sabiendo que su respuesta tendría que esperar hasta la aparición de los grandes ordenadores del siglo veintiuno.

Aparte de los incómodos anacronismos, la Pregunta de Malthus era la siguiente: ¿Qué es el hombre?

Los maltusianos habían publicado una serie de obras que trataban de la Pregunta, de la estructura del ordenador, de los comentarios y de las conjeturas de los sabios sobre la posible respuesta. (Konteau había leído algunas). El ordenador era «LC», el gran procesador central de la Biblioteca del Congreso. Lo llamaban cariñosamente «Elsi». La sesión tuvo lugar allí mismo, en la Sala de Lectura principal, y la pantalla y el sonido estaban colocados sobre los ficheros centrales.

La Pregunta había causado algunos malentendidos al principio. El Compilador Jefe de Datos había protestado. «Elsi, una máquina fabricada por el hombre, estudiará al hombre mismo. Estará cargando en la RAM una colección de datos de origen humano. Será el hombre mirándose a sí mismo. Caerá en un bucle».

El Diseñador Jefe había desdeñado la objeción. «Está protegida contra los bucles».

Luego se habían recogido las especulaciones sobre la posible respuesta. La mayoría se parecían a las citas de los antiguos filósofos. «Has hecho al hombre un poco inferior a los ángeles» (Salmos 8:5). «¡Qué obra de arte es el hombre… qué parecido a un dios…! es la belleza del mundo» (Hamlet). «¡Qué maravilloso es el hombre!» (Gorki).

Elsi había respondido a la Pregunta, pero su respuesta no se había parecido en nada a estos panegíricos. La respuesta de Elsi había sido, al principio, una risita. Luego se había convertido en una risa franca, que había ido subiendo hasta convertirse en una carcajada y, por último, en grandes risotadas. Y después de eso, Elsi había explotado, literalmente, arrojando trozos de vidrio y piezas rotas por todas partes.

El Manual Maltusiano citaba los titulares del New York Times: «COMPUTADORA GIGANTE ESTUDIA AL HOMBRE. Se muere de risa». Lo que demostraba, según los maltusianos, que el Homo Sapiens no es nadie.

Un famoso historiador de la tecnología afirmó que Elsi sabía algo que su auditorio ignoraba. Y he aquí que una semana después, en el Este y en el Oeste se apretaron los botones. Y entonces vino el No.

Pero volvamos al Vyr, y al presente.

Konteau ya había acumulado una serie de impresiones muy sutiles. Advertía que este hombre poderoso le tenía algo de miedo encubierto, de la misma manera que una cobra puede tener miedo de una mangosta sin experiencia, o como una rata puede contemplar a un terrier joven. Pero eso no tenía lógica alguna.

Dirigió la vista a la pared lateral, y al retrato que estaba allí colgado: el antiguo Jefe Supremo, mirando hacia la sala con esos ojos grises tristes que parecían decir: «Esto me duele más que a ti». A otro perro con ese hueso, pensó el hombre-kron. Dirigió su ojo bueno al Vyr.

—Mi equipo llevó a cabo la exploración inicial. Al principio fue muy positiva: un triángulo de veinte kilómetros, en el Triásico Superior, en el sector Chesapeake. Buen lugar para anclar un asentamiento. Pero advertimos también una tendencia a las fracturas de tiempo. Recomendamos estabilizadores triples.

—¿Ah, sí? —murmuró el Vyr. Pero no quería mirar a su vasallo agresivo, aunque incómodo—. ¿Triples? ¡Son muy caros!

—Pero son necesarios.

—Es discutible.

—No es discutible. Mire lo que ha sucedido.

El Vyr hizo un gesto torvo, pero luego suspiró, como si su nobleza le obligase a perdonar la grosera contradicción.

—En realidad, no sabemos lo que sucedió, Konteau.

El hombre del tiempo sintió un escalofrío repentino. Era como aquella vez en el Centro de Mensajes de Xanadú, bañado en sudor.

—Milord, ¿mi informe está archivado todavía?

—Por supuesto.

—¿El informe completo?

El Vyr tuvo un gesto momentáneo de desconcierto, y luego enrojeció. Respondió con los labios apretados.

—En teoría.

—¿Con la recomendación de triples?

—Bueno, eso no lo puedo asegurar. ¡Por Kronos! ¿Está seguro de que hizo esa recomendación?

—¿Podemos consultar el informe?

—Es una lata…

—Sólo la sección 4, Conclusiones y Recomendaciones.

El Vyr gruñó, impaciente, y luego guardó silencio varios segundos.

—Vaya, está bien, si insiste. Haremos que lo envíen. Puede que tarde un rato.

Hizo una seña con la cabeza al Primer Secretario, que dirigió a Konteau una mirada altiva y se dirigió a un terminal de ordenador que estaba junto al retrato del anterior Jefe Supremo.

—Mientras tanto, permítame que le enseñe algo —siguió diciendo el Vyr.