5 - En el Expreso Terrestre

MIENTRAS se afeitaba en el minúsculo lavabo del Expreso Terrestre, Konteau valoró su rostro, con pesimismo. Hacía mucho tiempo, siendo niño, su madre le había dicho (quizá en un mal momento) que en cuanto le había visto la cara, al nacer, había rellenado un impreso de solicitud para el Banco de Esperma. Está claro que no lo había dicho en serio. Luego había sido hijo único.

Desde luego que no era guapo, ni digno de mención en ningún sentido, salvo quizá por la labor de reconstrucción del lado derecho de su cara y de su cuerpo. Había perdido el ojo derecho en aquel accidente en Kappa-5. Los repuestos artificiales tenían algunas características notables, gracias a Ditmars y al Laboratorio de Biología de Xanadú. En el Bio habían grabado MIMIR sobre la superficie exterior. MIMIR eran las iniciales de algo muy complicado y con muchas sílabas. En seguida decidió llamarlo Mimí. A pesar de las variadas posibilidades de Mimí (algunas de las cuales eran asombrosas), hubiera preferido quedarse con el ojo de verdad. Pero eso nunca se lo había dicho a Mimí.

Mientras se limpiaba la espuma de la cara, llegó a la conclusión de que a su madre no le había faltado razón. Le faltaba mucho para ser guapo. Las inevitables huellas del tiempo habían ido erosionando su cara, para dejarla en sus tristes rasgos esenciales. Y, desde el accidente, la mitad de su cara siempre tenía un aspecto disoluto, y la otra lo tenía serio y solemne. (¿Es posible tener sólo una bolsa, debajo de un solo ojo? Su cara demostraba constantemente que sí).

¿Y qué? El aspecto físico no importaba nada para su trabajo. ¿Cómo había empezado? Hizo memoria. Cuando tenía dieciocho años había rechazado dos implantes de personalidad, y los evaluadores le habían dicho (con tristeza) que su índice de personalidad era varias magnitudes superior a la Desviación Permisible máxima. Era inaceptable socialmente, un solitario. Un solitario y un vagabundo. ¿Lo había abandonado Helen por eso? Pero no debía ser así. Los versos que vagaban por su mente cuando recordaba a su exesposa no lo indicaban.

… suavemente, sobre un mar perfumado, llevaban al viajero cansado hasta su playa natal…

Él era el viajero, cansado del camino, y tenía derecho a que lo llevasen sobre un mar perfumado hasta su amor perdido. Pero sabía que eso nunca llegaría a suceder. Ella no regresaría jamás. Disfrutó un momento de su ataque de autocompasión.

Entonces, ¿dónde estábamos? Ah, sí, intentando recordar cómo se había metido en este oficio de locos. Bueno, era sencillo. Con su Desviación incorregible, no podía convertirse en un trabajador normal en un asentamiento. Sólo le quedaban las profesiones marginales: los Casacas Grises, el Gobierno, o el Cuerpo de Krons.

Había optado por los krons, a pesar de las amargas protestas de su padre.

No se quejaba del trabajo. Su padre ya se lo había advertido, y entró en la profesión sin hacerse ilusiones. La exploración de los periodos geológicos antiguos era peligrosa. Aunque no se volviese loco, podía sufrir grandes daños, o incluso matarse. No importaba. Jamás habría conocido a Helen si no hubiesen coincidido ambos en aquel equipo de exploración, años atrás. (Oh, eres más hermosa que el aire de la tarde vestido con la belleza de mil estrellas, ¡Marlowe te conoció, oh Helen, mi antigua esposa!). No, no podía quejarse.

Conque ahora, hacia el hogar.

El hogar: la gran ilusión de los sin hogar, los que no tienen raíces, los vagabundos. Vuelve el marino al hogar, vuelve del mar. Los grandes poetas lo comprendieron. Pensó en los hologramas, que se quedaban con Demmie. Tu pelo de jacinto, tu rostro clásico, tus aires de náyade me han traído al hogar…

Bueno, por lo menos su propio hijo tenía un hogar. ¡La Viuda nunca atraparía a Philip!

Por supuesto, los médicos habían trabajado mucho en los últimos años para tratar la enfermedad del tiempo. En su último examen médico le habían dicho que tenía buenas probabilidades de seguir relativamente cuerdo. Por otra parte, ahora le exigían hacerse una revisión cada cuatro meses. Y el último examen psicofísico había sido desconcertante. Nunca llegaba a ver a sus psiquiatras (froyds, así los llamaban los kronos). Las Tres Norns estaban en otra sala, y le hablaban por un micrófono, mientras él yacía sobre un colchón de aire.

Norna: ¿Sueña?

Konteau: Supongo que sí. ¿No sueña todo el mundo?

Verdandi: Sí, por supuesto.

Skuld: ¿Tiene algún sueño recurrente?

Konteau: ¡Qué casualidad que me lo pregunte! Sí, creo que lo tengo.

Norna: Háblenos de ello.

Konteau: Nunca he sido capaz de reconstruirlo entero; sólo algunos fragmentos.

Verdandi: Está bien. Cuéntenos los fragmentos.

Konteau: Estamos jugando al ajedrez una figura con una túnica y yo. Se llama D. D quiere decir algo, pero yo no sé qué es. Quizá es que no quiera saberlo. Puede que aparezca un par de personas más. A veces, soñando despierto… en mis introspecciones… veo a D, y hablamos.

Skuld: Quizá podamos ayudarle. Mientras duerme, podemos registrar sus ondas corticales alfa, beta y gamma. Podemos descodificarlas y sintetizarlas para formar un holograma en movimiento. A veces queda claro, otras veces no. Aunque consigamos un buen resultado técnico, puede resultar imposible psicoanalizarlo.

Konteau: (No tiene nada que perder. Quizá esto le dé alguna respuesta). Adelante.

Le muestran un holograma de su sueño. Advirtió con sorpresa que detrás de la mesa de ajedrez había una puerta. Nada más que una puerta. No una puerta en una pared, ni una puerta de entrada a un edificio. Nada más que una puerta. Termina la partida de ajedrez. El otro jugador y él se levantan de la mesa, abren la puerta y pasan por ella. Y lo más extraño de todo es que una mujer les acompaña. ¡La conoce! Y los dos hombres… No les puede ver la cara, pero ¡también los conoce a ellos!

—¿Quiénes son? —preguntó Norma.

Bloqueo repentino. El reconocimiento desaparece.

—¿Qué quiere decir la puerta? —preguntó Verdandi.

¿Por qué no responde? Lo tiene en la punta de la lengua.

—Puerta… —tartamudea—. En un alfabeto antiguo. ¿Griego? ¿Hebreo? ¿Fenicio, quizá?

Pero no llegaban a ninguna parte. Fin de la sesión. Las froyds sueltan un suspiro colectivo.

—Piénselo. «Puerta». ¿Algo que se encontró en una misión kron?

Sí, pensarlo. Puerta. Lo que necesitaba era una puerta abierta en su propio cerebro. Ironía fútil.

No recordaba cuándo ni cómo había empezado todo. Lo más probable es que en un principio sólo estuviese él, meditando. Con el paso del tiempo, acabó visualizando a alguien con quien hablar, una figura sin rostro con la túnica de un aprendiz del Cuerpo. La figura estaba sentada frente a él, ante la mesa de ajedrez.

—¿Quién eres? —se preguntó.

—¿No lo sabes? —preguntó el otro.

—Todavía no. ¿Eres la muerte?

—¿Lo soy?

—Quizá. Te llamaré D, de Death[2]. ¿Te gusta?

D: Está bien. ¿Piensas mucho en mí?

K: Sí. Las Norns dicen que si no te importa morir, estás enfermo. A ellas les parece que es un postulado incuestionable. ¿Estás de acuerdo?

D: Es discutible, ¿verdad? No es más que un postulado más. ¿Cuántos postulados de Euclides han sobrevivido?

K: Casi ninguno. Einstein empezó a matarlos hace siglos. Ratell terminó el trabajo, cuando calculó las ecuaciones del tiempo.

D: No deberían haberlo hecho. Hay que preocuparse. Es la base del juego, ¿no crees?

K: No lo sé. ¿De qué juego? ¿De esta partida de ajedrez?

D: Imagínate que todos pensasen como tú. Imagínate que todos supiesen que no es más que un juego. Todo se vendría abajo, ¿no crees?

K: Ahora te toca a ti hacer preguntas, ¿no?

D: Y ¿qué pasa con tu hijo?

K: Eso no vale. Por supuesto que me preocupo por Philip. Y por Helen. Me preocupo por muchas cosas.

D: Entre ellas tu trabajo. ¿No es de verdad la Viuda Negra?

K: Sí. Y te estás poniendo impertinente. Eres un extraño. Debes llamarlo «el Cuerpo», o «el Servicio».

D: Un extraño, ¿no? Vaya, vaya. Lo dejaré pasar. Volvamos a hablar de ti. Tus equipos han explorado subzonas para sesenta y tres asentamientos. Son más de tres millones de almas. ¿Eso no cuenta para nada?

K: Nunca estás contento. Sabes que soy un solitario. La verdad es que no aguanto pensar en toda esa gente. Me dan náuseas.

D: Pero ¿y si desapareciese un asentamiento, cinco mil personas? ¿Qué harías?

K: No lo sé. Puede que no hiciese nada. Seguramente esperaría instrucciones. Seguiría el reglamento.

D: Ya ha sucedido una vez, ya lo sabes.

K: No era una exploración mía.

El año pasado empezó a ver el tablero de ajedrez con claridad. De hecho, se dio cuenta de que D y él habían estado jugando siempre la misma partida. Hacía pocos meses, habían llegado a un final de torres y peones equilibrado, que seguramente terminaría en tablas. Konteau no luchaba en serio; jugaba sin preocuparse, como si estuviese jugando para matar el rato con un amigo en el Club, o en una sala de juegos de cualquier parte. Pero D era muy serio. D estudiaba el tablero con profundidad, hacía su jugada con gran cuidado. ¿De qué tenía miedo D? No era más que un juego.

Las conversaciones fueron cambiando de tema.

K: ¿Tienes cara?

D: Por supuesto.

K: ¿Por qué no me dejas verla nunca?

D: Porque todavía no has decidido qué cara tengo.

K: ¿Una calavera sonriente?

D: Déjate de tonterías.

K: ¿Es la misma cara para todo el mundo?

D: Sólo en el sentido de que soy como cada uno esperaba.

K: O sea, que puedes tener mil millones de caras diferentes.

D: Si ésa es la población mundial actual… pero lo dudo.

K: Oh, maldita sea. Lo que dices tiene poco sentido.

D: Podría ser peor. ¿Y si todo empezase a tener sentido, todo empezase a encajar? ¿Es eso lo que quieres?

K: No lo sé. Bueno, a veces…

D: (Murmura algo ininteligible).

K: Conozco tu gran secreto.

D: ¿De verdad?

K: No te encariñes con nada ni con nadie. Así estarás seguro. Nadie podrá afectarte.

D: No lo crees de verdad. ¿Y Helen, Philip, la Viuda…?, el Cuerpo, mejor dicho. El Cuerpo. No puedes dejar el Cuerpo. Cuando te atrapa el gran dios Krono, no te puedes escapar. Es una adicción.

K: (Silencio).

Durante las últimas sesiones, la posición en el tablero había cambiado de forma significativa. ¿Cómo había podido suceder? Ya no era una posición de tablas. D, que jugaba con negras, tenía una victoria segura. Los ordenadores habían calculado esta posición exacta antes de que Konteau naciera. Venía en todos los libros de teoría de finales de partida. Y D seguía jugando lentamente, con cuidado, como una cuestión de vida o muerte.

Bueno, si tenía que ser así, así era. Que sea así. Desde ahora en adelante, todo era cuestión de tiempo. ¡Por Krono, vaya juego de palabras!

No importaba.

Lo aceptaba todo. En su primera misión sobre el terreno, con Devlin, al Pérmico Superior, el viejo maestro le había explicado el arte de sobrevivir. Tienes que reorganizar tu mente. Tienes que devaluar el concepto de estar vivo. No tienes que exigir lo que exigen las demás personas, incluyendo la gran exigencia de existir. El ser o no ser se hace irrelevante. Es, más bien, como dominar el miedo, pero en realidad es más sencillo. Consiste, simplemente, en prohibir a tu mente que reaccione ante ciertas posibilidades desagradables. No intentes seguir cuerdo. Deja de preguntarte: «¿sigo cuerdo?».

Si lo haces, te empezarás a hacer daño a ti mismo. Busca la aceptación. Busca la indiferencia. Toma las cosas como vienen. Es una reorganización mental; ése es el secreto.

Así habló Devlin. Se había vuelto majareta veinte años después. Así caen los poderosos. ¿Me toca ahora a mí? Se abrió camino hasta el compartimento de pasajeros, se dejó caer en su asiento, y cerró los ojos. Era un viaje de cuatro horas. Estaba cansado. Quizá pudiese dar una cabezada breve… Un susurro en su oído lo sacó de su ensueño. «Ha llegado un mensaje para usted, señor». El asistente se inclinaba hacia él. Podía oler los aceites aromáticos en el largo pelo del joven.

—¿Ah? ¿Quién…?

—Es un cristal de prioridad roja, señor.

Entregó a Konteau la cajita con el mensaje.

—¿Dispone usted de un aparato reproductor?

—Sí, gracias.

El asistente de vuelo miró en el compartimento de equipajes, en la parte superior.

—¿Lo lleva en su bolsa, señor? ¿Se la alcanzo?

No. Lo llevo encima. Me arreglaré yo solo.

—Por supuesto.

El asistente se retiró discretamente.

Por el rabillo de su ojo bueno advirtió que cuatro o cinco pasajeros de los asientos contiguos estaban inclinados ligeramente hacia él, con cuidado de aparentar que no lo observaban. Sospechaba que muy pocos de ellos habían recibido alguna vez un mensaje en cristal, y seguramente ninguno lo había recibido en un expreso interplanetario. Suspiró. A falta de un compartimento personal, sólo existía otro lugar donde podía leer esto en privado.

Era interesante. En el viaje de ida a Xanadú los pasajeros reían, cantaban, eran bulliciosos. Se dirigían a unas vacaciones despreocupadas. A la vuelta a Terra iban serios, apagados, callados, con resaca. Pero volverían a lo mismo el año siguiente. Y él también. Esta nave define la condición humana, pensó.

Las caras le siguieron como la antena de un radar cuando se levantó y se abrió camino hasta el retrete. Se introdujo en un excusado, se sentó, y abrió la cajita de madera, tan pequeña como la mano de un niño. La tapa se abría hacia atrás, y vio que el cristal (cuarzo gris, piezoeléctrico) reposaba sobre sus almohadillas. Extrajo su ojo artificial, deslizó hacia atrás la tapa de cristal, tomó las pinzas especiales de la tapa de la caja, ajustó el cristal en su soporte sobre la pequeña esfera de bronce, y volvió a poner a Mimí en su orificio acostumbrado. Y ahora —pensó—, veremos a qué se debe esta prioridad roja, y de quién viene, y por qué tenía que venir codificada. Cerró el ojo bueno y esperó a que el decodificador se sincronizase con sus ondas cerebrales alfa, beta y gamma.

Ya llegaban las miríadas de impulsos eléctricos ya llegaban, y ya actuaban sobre su lóbulo occipital, de la visión, y sobre su corteza cerebral auditiva. ¡Es de los psicólogos del Cuerpo! Le sacudió tan fuerte que pestañeó, y perdió la señal un momento. Volvió.

Al contemplar la impresión visual, tuvo otra revelación. Estaba viendo de verdad a su trío de froyds, las que él llamaba las tres Norns. Allí estaban, sentadas con las piernas cruzadas, en fila, sobre un suelo de madera desnudo. Esto era alarmante. Recordó su advertencia anterior: «Nunca nos verá, salvo en una emergencia de vida o muerte». Soltó un quejido apagado.

La figura central le saludó con la cabeza.

«Saludos, James». Reconoció la voz de Norna. «Hemos estado trabajando sobre sus últimos sueños. El análisis no está terminado, pero a la vista de los descubrimientos hasta ahora, y de otras circunstancias, creímos que era mejor hacerle saber nuestras últimas conclusiones».

La figura central oscura se detuvo un momento en su mente: sus ojos lo miraron fijamente; parecía que querían llevarse el ojo bueno de Konteau.

La proyección visual continuó diciendo: «Los sueños son producto del inconsciente, James; son mensajes para el consciente, por así decirlo. Cuando el tema es extremadamente desagradable, los sueños sustituyen las cosas verdaderas por símbolos. El problema, en ese caso, es descubrir lo que significan los símbolos. Generalmente, esto sólo se puede conseguir con ayuda del soñador. Podemos decir, James, que usted ha colaborado mucho con nosotros en ese sentido».

¡Por Kronos! —pensó Konteau—. ¡Vamos al grano!

La figura de la derecha tomó el relevo. Konteau identificó a Verdandi por su tono, modulación y estilo. Era la única manera en que podía distinguirlas. Los rasgos de sus caras parecían prácticamente idénticos.

«Parece que sus sueños, James, siempre empiezan con una partida de ajedrez. Usted es uno de los jugadores, y lleva las piezas blancas. Su adversario es una figura con la túnica de aprendiz del Cuerpo, al que usted llama “D”. No puede verle la cara. Parece que usted siempre va perdiendo la partida, pero ésta nunca acaba. Últimamente ha incorporado a dos personas a la escena. Están contemplando la partida. Uno es un hombre, la otra una mujer. Detrás de la figura con túnica hay una puerta grande de metal, quizá de bronce. Y ahora la partida se pospone, sin llegar a resolverse. “D” se queda sentado, y usted se levanta. El tercer hombre, la mujer y usted abren la puerta y pasan. La puerta no está en una pared. No es más que una puerta, sola en el espacio. Cuando los tres han franqueado la puerta, usted mira al hombre que ha pasado con usted, y ve que está muerto».

Todo esto tenía algo de absurdo y de espeluznante. La mente de Konteau buscaba explicaciones; pero no podía formular preguntas.

La figura de la izquierda siguió hablando. Skuld dijo: «En nuestras sesiones ha mencionado usted que la letra “D” le trae a la memoria algunas lenguas muertas, así como a la muerte misma. Tiene razón. Su inconsciente ha elegido los símbolos crípticos de una manera muy elegante y muy sofisticada. Estoy segura de que sabe que nuestro alfabeto procede de los fenicios, que se lo enseñaron a los griegos, que a su vez se lo dieron a los romanos, y así llegó a nosotros. En lengua fenicia, las letras tenían nombre de cosas. Por ejemplo, la “A” se llamaba “aleph”, que quería decir “buey”. Los griegos la modificaron un poco, y la llamaron “alfa”. “B” quería decir “beth”, es decir, “casa”, y los griegos la llamaron “beta”. “D” era de “daleth”, que quería decir “puerta”. Los griegos la llamaron “Delta”».

Se empezaron a formar pequeñas gotas de sudor en la frente de Konteau, y estaba jadeando.

La voz de Skuld continuó, inflexible.

«¿Y dónde ve usted a la muerte, James? Fonéticamente, quiero decir. Estudie la palabra “Daleth”. Quítele “Al”. ¿Qué queda? “Deth”. ¿Conoce a alguien que se llama “Al”, verdad?».

Konteau asintió sin pensar. No, no era así exactamente. No era más que un rumor. No había intentado confirmarlo.

Y ahora Norma hacía resumen. Tenía la voz tensa, como si cada vez le resultase más difícil hablar.

«Se está avisando a sí mismo, James. Existe un grave peligro en la colonia Delta. Alguien va a morir. Usted cree que seguramente sea usted mismo. Cree que usted, con una mujer y con un tal “Al”, cruzarán esa puerta de bronce, y que la muerte les espera al otro lado. Se está avisando a sí mismo. Me adhiero a su inconsciente en este aviso, James».

«¡No se acerque a Delta!».

Mientras él contemplaba la escena, fascinado, la figura de la derecha se dirigió al centro, y se fundió con la figura central. Luego, la de la izquierda hizo lo mismo. Y su froyd se convirtió en una sola entidad. Esto le asombró y le confundió. Las tres Norns se habían fundido para formar una sola mujer.

Y eso no era todo. Como para hacer hincapié en su advertencia, la figura sentada echó la cabeza atrás, y de su boca salió un terrible grito animal, que heló la sangre en las venas de Konteau. Después, se cayó y se quedo tendida boca abajo.

El hombre del tiempo se quedó paralizado. Quería ir a ayudarla (¿dónde?), a levantarla, a tranquilizarla (¿cómo?)… pero, incluso desde las profundidades de su horror se daba cuenta de que era imposible.

Mientras estaba allí sentado, resollando, sudando, la imagen única se hizo borrosa y se fue desvaneciendo. Por último, un vacío total. Pero todavía podía imaginársela, y ese último chillido resonaría en los pasillos de su cerebro para siempre. Pensó en ella un momento. Esas tres eran, en realidad, una única mujer. Era una esquizofrénica con triple personalidad. Desde luego, los esquizofrénicos eran los mejores froyds, los más sensibles. Estaban allí, temblando en la oscuridad, y a veces salían e intentaban ayudar a la gente como él; muchas veces se jugaban su propia salud mental. Ella había intentado salvarle la vida, arriesgando su propia cordura. Ahora, ella volvería a las sombras. Sabía que nunca volvería a verla. No podía darle las gracias. Le había entregado su vida.

Apretó los dientes.

Desde el momento en que descendiese de este expreso, estaría en grave peligro personal.

YA… maldita sea. ¿Quería esto decir que la mujer era Helen? Pero ¿cómo se podía haber metido ella en todo esto? De ninguna manera. Al fin y al cabo, no era más que un sueño. No tiene nada de raro que él pensase cosas mortales sobre el novio actual de ella. ¿Cómo se llamaba? Al Artoy, o algo así.

—Señor Konteau.

Era el teléfono interior, encima del espejo. Una voz de mujer.

—Aterrizamos dentro de quince minutos. Y el Vyr le recuerda que le esperará un coche.

La voz estaba impregnada de un cauto respeto.

—Entendido.

La boca se le contrajo, formando una mueca sardónica. La tripulación sabía de sobra quién era él, pero no sabían si le llamaban para condenarle a muerte o para ofrecerle una misión nueva y heroica. O, quizá, para las dos cosas. No eran capaces de adaptarse a las ambigüedades.

—Páseme con comunicaciones —dijo él.

—Sí señor.

Se oyó un chasquido y un silbido. Una voz perezosa dijo:

—Comunicaciones.

—Quiero línea con Delta.

—¿Número y cobro?

Gobierno 407. Cobro a Kron-7630.

Pareció como si la voz se hubiese puesto firme de repente. (Se preguntó si hubiera sido así si el operador hubiera sabido que Gobierno 407 era el número de la caseta del guardia del Parque Ratell, y que el mensaje lo recibiría un viejo que, a veces, casi estaba lúcido).

—¡Sí, señor! ¿Su mensaje, señor?

—Asamblea.

—¿Asamblea?

—Me ha oído bien.

—Sí, señor. Asamblea. ¿Firma, señor?

—Sin firma.

—Muy bien, señor. Ya está en camino.

Un último pensamiento. Pensó en Demmie. No se había enterado de su apellido. Ella le conocía, él no la conocía a ella. Así había salido todo. Notable mujer. ¡Cómo le había manejado! Había ido a Xanadú para pasar su habitual semana de juerga despreocupada, y de relaciones olvidables (una o más). Y ¿qué había sucedido? No la había rozado. Ni tampoco a ninguna otra mujer. En vez de ello, había escrito un informe. Para ella. Le habían estafado. Era un imbécil de primera. Por otra parte, su informe de doscientas páginas era un hecho. Existía. Si llegase a caer en buenas manos, por alguna rara coincidencia… si llegase de verdad a manos de la directora de Nuevas Colonias… entonces el exceso de población terrestre bien podría encontrar un lugar en el Proterozoico marciano.

Todas las conjeturas vuelven a ti, Demmie. ¿Cómo sabías de Helen y de Philip? ¿Qué te contó Ditmars, y qué le contaste tú a él? Y, lo más importante de todo, ¿quién eres?

El teléfono interior interrumpió sus pensamientos. «Aterrizaje dentro de cinco minutos en el Interpuerto Delta. Abróchense los cinturones. La nave se está ajustando a la vertical».

Pocos minutos después, siguió al auxiliar de vuelo hasta la salida. Se quedó parado un momento en la plataforma de aterrizaje, pestañeando ante la luz del sol brillante, y luego empezó a descender las escaleras plegables metálicas.

El Interpuerto. Muchas veces había subido y bajado de naves en este lugar. Y hoy, como siempre, advertía los centenares de miles de llegadas y salidas que se habían acumulado allí al cabo de los años, como las capas monomoleculares de una perla oscura y meditabunda.

Al bajar por la escalera recorrió el complejo del puerto con su ojo. A medio kilómetro de distancia de la dársena de aterrizaje estaban los muros grises de la Cárcel de Delta. Ironía macabra, pensó. Las ataduras más estrechas, junto a la mayor libertad. ¿Pensaban alguna vez aquellos desgraciados en atravesar los muros y correr por las escaleras de aquellas naves que esperaban allí? ¿A qué se debía esta yuxtaposición extraña de puerto espacial y cárcel? Era capaz de responder a la pregunta. En primer lugar, por falta de espacio. Y en segundo lugar, en caso de accidente de aterrizaje o de despegue, las naves bien podían caer sobre los edificios que albergaban a los inquilinos de menor valor. Todo tenía sentido, a su manera cruel.