4 - La pesadilla

AL volver a su apartamento, pasa por delante de la sala de juegos. Advierte de reojo que la mesa de ajedrez sigue vacía, pero que hay alguien apretando los botones de la maqueta de los transportes. Oye un clic-clic rítmico. Es el trencito de vapor. ¿Qué importa? Se encoge de hombros y sigue andando por el pasillo.

Al abrir la puerta, percibe el olor del aire y advierte que Demmie ha encendido un trozo de somnoincienso en el pebetero, que es de cerámica negra y tiene la forma tradicional de las fauces abiertas del dios Kronos. ¡Muy bien! ¿Cómo era aquella leyenda? Kronos se comía a sus hijos, pero Zeus consiguió escaparse, rajó la panza majestuosa del tiempo, y liberó a los demás diosecillos, sus hermanos y hermanas. Quizá sea eso lo que debamos hacer con el exceso de población: arrojar a los pobres desgraciados por la garganta del tiempo.

Pero ¡aguarda! Olfatea. Es el aroma de los jacintos. No necesita que su óculus se lo confirme. El aroma es penetrante y claro. El incienso es de esa variedad malaya que despierta recuerdos temblorosos y realidades con pátina de antigüedad. Si permitía que esto siguiese adelante, Helen pronto estaría allí, de pie en el centro de la habitación, y él no estaría seguro de cuál de las dos era de verdad.

Pestañea para quitarse de encima las imágenes. ¿Dónde está Demmie? Se da la vuelta.

La muchacha le espera junto al equipo de sonido. Le está sonriendo, y él supone que con esto quiere decir que ha encontrado las casetes en la biblioteca.

—Dame primero la de Goethe —dice él.

—Está en alemán.

—Por supuesto. Busca a Mignon en el índice.

—¿Mignon? ¿Querida? ¿Quién era Mignon?

—Una muchacha joven, de doce o trece años. La raptó en Italia una compañía ambulante de actores y la llevaron a través de los Alpes hasta Alemania, donde la acabó rescatando un aristócrata, Wilhelm Meister. Una mañana, ella lo despierta con esa canción famosa. Ella le pregunta si conoce su patria, su hogar, la tierra de los limoneros en flor, los vientos suaves, los cielos azules, la tierra del laurel y el mirto. Te estoy aburriendo… —añade Konteau, débilmente.

Ella sacude la cabeza.

—La palabra clave es hogar.

¿Hogar? ¿Existía de verdad tal lugar? ¿Lo era el sitio donde habían vivido Helen y Philip? Césped artificial auténtico, un árbol, un perro, un gato, una docena de chicos en la calle para que jugase con ellos Phil. Por la noche, la cama flotante. Podía extender el brazo sobre ella…

Demmie oprime el botón. Se forma el holograma. Es una actriz joven, de pelo negro, con ojos grandes y límpidos. Lleva una bata blanca, sencilla, ceñida con una cinta por el pecho. Se aprecian unas pequeñas zapatillas de satén, bajo el borde del vestido. Dirige una mirada al auditorio, y empieza a cantar con encantadora voz de soprano:

Kennst du das Land wo die Citronen Blühn?

Im dunkeln Laub die Gold-Qrangen glühn,… [1]

Demmie se queda pensativa.

—Es una poesía para mí, para ti, para todos los que psicológicamente no tenemos hogar. ¿Volvió Mignon a su hogar?

¿Volvió? No lo recuerda.

El hogar.

Se despierta por la mañana en una tierra extraña, y recuerda su hogar. No es capaz de descansar, su corazón está loco de dolor y de soledad…

Eso escribió el gran autor de antes del periodo «No», Thomas Wolfe. Es verdad, Thomas, piensa, pero no es lo que yo estoy buscando.

La clave era Helen. La Helen de Poe. La clave era un rostro con un aura de rizos de jacinto; un cuerpo iridiscente, radiante de gracia de hada; un perfil clásico. Su esposa, su mujer, la madre de su hijo.

Helen. Le diste un nombre adecuado, Edgar Poe.

Si es que tenía una ambición secreta, ésta era: encontrarse cara a cara con el gran Poe, y convencerle de que le revelase la identidad de la verdadera Helen. No cabe duda de que había sido una gran dama del sur, seguramente célebre en la historia por su belleza gloriosa, por su encantadora cabellera de jacinto, por su aura como de recién llegada del reino de las hadas. Edgar Poe le hablaría de la verdadera Helen, de la auténtica. Las dos Helen, la suya y la de Poe, se convertirían en una sola, y podría descansar el resto de su vida.

Sólo que, por supuesto, nunca podría suceder, porque el siglo diecinueve era un coto muy cerrado. No se permitía viajar por el tiempo hasta la América postcolombina. Estaba demasiado próxima al presente. Un pequeño incidente bastaría para que todo el tejido del Presente cambiase. Podrían empezar a desaparecer ciudadanos existentes, delante de nuestras propias narices. (Lo dudaba).

—¿Qué viene en la de Poe? —pregunta.

—Lo corriente. El cuervo, Annabel Lee, Las campanas, Ulalume…, pero no importa. Tienes que dormir. Lo apagaré.

—No, ponlo.

—¿Prefieres alguna en especial?

—Cualquiera.

No quería hablarle de Helen. Era una poesía demasiado personal.

Ella hace la selección en silencio. Y aparece el poeta. ¿Tan joven? Apenas aparenta veintiún años. Como de un metro setenta. ¿Sin mechones de cuervo? ¿Sin bigote? Ojos grises, fríos. Qué profundos, qué tristes, bajo la ancha frente. El actor está bien caracterizado. Una buena voz, clara, resonante.

Helen, tu belleza es para mí

como esas barcas micenas antiguas,

que, suavemente, sobre un mar perfumado,

llevaban al viajero cansado

hasta su playa natal…

Respira hondo. Ese incienso me está atacando los nervios (piensa). Y ¿cómo sabía Demmie que tenía que elegir A Helen? Esta mujer tiene una percepción increíble. O sabe de mí más de lo que tiene derecho a saber.

Sobre mares desesperados acostumbrado a vagar,

tu pelo de jacinto, tu rostro clásico,

tus aires de náyade me han traído al hogar…

Hogar, hogar. Divaga. El hogar es donde estés tú, mi Helen, mi muchacha de antes, que te fuiste. Helen jacintina, con el aura de hada, y el perfil de una diosa griega. Se fue.

Se fue.

Sólo me queda un informe de doscientas páginas. Ni siquiera es mío. Un tratado creado en una opulencia perfumada; de, por y para una mujer de cara, tipo e inteligencia memorables. Demmie, bruja, lo tenías todo planeado, desde el principio. El resto eran tonterías, por ganas de jugar. Y había otra cosa. Philip. Demmie había conocido el nombre de Philip, antes de que él se lo dijera. Demmie, ¿quién eres?

Se desliza hasta caer en un mundo de ensueños difusos, algo preocupantes, advirtiendo apenas que ella le tapa con una colcha ligera, baja las luces, y por último se deja caer en un sillón próximo.

Está dormido, y sueña con Samuel Taylor Goleridge, con el río sagrado Alf, que fluye por el Valles Marineris, y retumba por cavernas insondables, hasta un mar sin sol. Con eso sueña cuando cae al torrente oscuro (junto con otros cinco mil cuerpos convulsos), y se pone a gritar.

Se despierta para encontrar a Demmie de pie a su lado, asustada y boquiabierta. Le ha puesto las manos en los hombros, como para sostenerle.

Ella enciende las luces con la voz. Esto le ayuda a salir de los límites de su pesadilla.

Se incorpora, bañado en sudor, jadeando, con los ojos desorbitados. La carne reconstruida de su mejilla derecha le duele y palpita. Tiene sensaciones de dolor en su ojo derecho, que no existe: impresiones de «miembro fantasma». Busca sobre la mesilla, encuentra a Mimí, y la introduce en su órbita vacía. Mimí se pone a trabajar inmediatamente, buscando y cancelando los armónicos de dolor de sus neuronas corticales. Pero todavía no ha terminado todo. Todavía siente un hormigueo en el vientre. Su cuerpo le ha hablado, todavía le habla, y le dice: «Peligro… peligro… peligro…».

Demmie lo toma muy bien. Le seca la cara y el pecho con una toalla caliente.

—Has tenido un mal sueño. Te daré una píldora —le dice en voz baja.

—No. No es un sueño. Todo un asentamiento, cinco mil personas. Desaparecido. Estoy seguro. Era el Delta Cinco Ocho Cinco.

Ella se vuelve a poner de pie y le mira.

—¿Lo exploraste tú?

—Sí. Ayúdame a levantarme. El Centro de Mensajes. Tengo que llamar a Delta Central.

Ella está cruzando y descruzando los dedos al salir él.

—Tienes la ropa pegada al cuerpo —le dice, cuando ya se aleja.

Por último, después de sortear a una serie de adjuntos y de intermediarios, comunica con el Primer Secretario del Vyr. Once minutos hasta que el mensaje llega a la Tierra, una espera, y otros once minutos de vuelta. Podría ser peor.

KONTEAU BORRACHO IDIOTA NO LLAME DESDE UN BURDEL MARCIANO PARA DECIRNOS QUE UN ASENTAMIENTO ENTERO HA DESAPARECIDO. IRA A SU HOJA DE SERVICIOS.

Mientras lo está leyendo, tiritando, la mujer trae una bata y se la echa por los hombros. Se la ciñe, sin pensar. Sigue tiritando.

Ella se lo lleva hasta la habitación. Se sienta en la cama, la mira sin verla.

—No sé lo que te habrá pasado, pero, sea lo que sea, tienes que quitarte esas ropas húmedas —dice ella.

Se mueve con pausas somnolientas. Ella le ayuda a cambiarse. Murmura cosas incoherentes.

—Helen trabaja en Delta Central… No tiene por qué estar… Philip… Estaba en Lambda… bueno, he comprobado a los dos… están bien… dicen que estoy loco… ojalá tengan razón…

Sale de su estado el tiempo suficiente para advertir que ella se ha dirigido al teléfono interior. ¿Ha sonado el aparato? ¿Le llama alguien a él? Estaban hablando de él. Ella cuelga el receptor y se vuelve hacia él.

—¿Has oído eso? —dice—. Un teletexto del Delta Vyr, de su Primer Secretario. El expreso ya ha salido de Deimos hace unos minutos, pero va a volver para recogerte.

Conque es así. Es verdad que se ha producido un temblor de tiempo, y que Delta Cinco Ocho Cinco ha desaparecido. Cinco mil personas. (Pero ¿cómo puede estar tan seguro?).

—¿El Primer Secretario? —repite, para ganar tiempo.

Esto va en serio. Esto no pasa por los conductos oficiales. Procede directamente de la cancillería, no es cosa de la Viuda. ¿Debe dar parte a su Jefe de Campo? ¿O debe suponer que el Primer Secretario ya se lo ha notificado? Y había otros problemas.

No cabe duda de que el Jefe le preguntará por qué se dirigió al Vyr, en vez de seguir el conducto reglamentario y hablar con él. Y para esto no dispone de ninguna respuesta. Lo único que podrá decir será que era una emergencia y que no quedaba tiempo. Y, pensándolo bien, esa excusa tampoco servirá.

Se ha metido en un lío, haga lo que haga.

A través de su confusión advierte que Demmie está hablando por el teléfono interior otra vez. ¿Había sonado? Sí, lo recuerda. Y vuelve a dirigirse a él.

—Zeke Ditmars quiere hablarte antes de que te vayas.

—No puedo. No me da tiempo. Despídete de él de mi parte, haz el favor.

Ella mira el reloj de pared.

—Todavía tienes diez minutos. Ha dicho que es importante.

Entrecierra los ojos, lleno de sorpresa y de sospecha.

—¿Y cómo ha sabido que me habían mandado volver?

—La gente habla —responde ella tranquilamente, llena de calma.

No cabía duda de que ella se lo había dicho a Ditmars. Le había sacado de la cama para decírselo, sin duda. Pero la mirada de ella no expresa ninguna disculpa.

—¿Qué quiere?

—Quiere explicarte… algo. Vamos, ve a hablar con él. Iré bajando tu bolsa de viaje hasta la salida.

El asiente con la cabeza, de forma indefinida. Los acontecimientos se suceden demasiado aprisa.

Ella le tira de la manga, para atraer su atención completa.

—Una cosa más. ¿Qué pasa con tu informe?

¿El informe? ¿Y qué importancia tiene? No, la verdad es que es importante. Si se mata buscando al Cinco Ocho Cinco, ese informe será la única cosa que dejará como recuerdo. Tiene que pensar. Ah, tiene una idea. Se rumorea que el Consejo está reunido en el Ala Oeste, aquí mismo, en Xanadú. A puerta cerrada, y con grandes medidas de seguridad. A menos de un kilómetro. Pero no conoce a nadie en el Consejo. No sabe de qué manera puede hacerles llegar el documento. Tan cerca, pero tan lejos. Como si estuviesen en Plutón. Qué pena.

—Olvídalo. Ya no tiene importancia.

—Conozco a la directora de Nuevas Colonias.

Casi como si le hubiese leído el pensamiento. La mira, con incredulidad.

—¿A la directora… en el Consejo? ¿Reunido aquí? —se da cuenta de que está hablando como un imbécil.

—Puedo llevarle tu informe —continúa ella.

Esto tiene algo de surrealista. Piensa un momento.

—Está bien. Inténtalo.

Dirige una mirada al manuscrito, apilado con cuidado sobre el escritorio. Mentalmente, da unos golpecitos a sus bordes. Asunto concluido.

Y ahora piensa en otra cosa, en una serie de cosas; es una fantasía. Helen tiene una pequeña oficina propia en Delta Central, en el mismo complejo enorme y laberíntico presidido por la cancillería. Se encontraría con ella, al ir a ver al Vyr. Se saludarían de forma breve pero muy agradable. Hablarían de Philip un momento. Quedarían citados para cenar. Luz de velas, música suave. Oh, Helen, tu belleza… Aprieta los dientes y endurece el gesto. Es absolutamente ridículo.

—Ayúdame a hacer el equipaje —ordena a Demmie, casi con enfado.

—Por supuesto.

Ella empieza a colocar su ropa, doblada con orden, en la pequeña bolsa de diez kilos. Separa las prendas que ya se ha puesto.

—¿Crees que volverás?

—No. Necesitarán un chivo expiatorio. Me espera la cárcel. O algo peor.

Caminan juntos por el pasillo, y se detienen en el recodo.

—Si es así, ¿podré quedarme con tu hijo? —dice ella, con toda la seriedad del mundo.

Eso le hace reír.

—Si lo encuentras.

Se despide de ella, y se dirige apresuradamente al laboratorio de Ditmars. El científico desgreñado le espera con una bata y unas zapatillas. Konteau dirige una mirada acusadora a la cara de querubín viejo.

—Creo que querías verme.

—Pues sí. En primer lugar, descansa, muchacho. Tienes mucho tiempo. Cuando atraque la nave, nos avisarán aquí.

—Y bien, ¿qué es tan importante?

—¡Qué maleducado! —Ditmars se frota las manos. Suenan como un pergamino antiguo—. Una pequeña demostración de despedida. Acércate aquí.

Atrae al krono hasta una mesa de trabajo junto a la pared.

—Y ¿qué es todo esto? —pregunta Konteau con curiosidad. Señala el tubo de plástico, largo y transparente, al fondo de la mesa, conectado con una pequeña plataforma superior y un platillo de metal en la parte inferior. Una bolita metálica de un centímetro está en la parte superior, sujeta por un resorte cóncavo.

—Forma parte de un experimento muy interesante —explica el viejo—. Está relacionado con esto.

Recoge de la mesa un pequeño instrumento metálico, y dirige una mirada a su amigo.

—Parece una pistola, ¿verdad?

—Algo así.

El científico sonríe, como si le divirtiese mucho la perplejidad del hombre-kron.

—La verdad es que sí que es una pistola. Dispara. Pero no puede hacer daño.

—¿Un juguete? ¿Una imitación?

—Oh, no, nada de eso. Dispara munición verdadera. Muy verdadera. Dispara tiempo.

—¿Como si fueran balas?

—Claro, James. El tiempo tiene masa, ya lo sabes.

La cara de Konteau demuestra que, por el contrario, no lo sabía.

Ditmars parece contrariado, como si Konteau fuese un mal estudiante.

—Vamos, James. Ya lo dijo Einstein. E = mc2; c es la velocidad de la luz, que equivale a distancia partido por tiempo, d/t. Despejamos t y tenemos que t equivale a la raíz cuadrada de m partido por E. Por lo tanto, el tiempo tiene las dimensiones de distancia, masa y energía, y es directamente proporcional a la raíz cuadrada de la masa. ¿Lo entiendes ahora?

Konteau se encoge de hombros.

El sabio suspira.

—Bueno. ¿Sigues siendo un tirador de primera?

—No lo hago mal.

—Toma la pistola —se la alcanza a su visitante—. Avísame cuando estés preparado. Accionaré el interruptor, y la bola de acero empezará a caer por el tubo. Cuando llegue a salir, dispárale. ¿Serás capaz?

—Creo que sí.

Apunta con la pistola.

—Preparado.

Y la bolita se pone en marcha. Despacio al principio, luego va acelerando. Pero Konteau consigue mantenerla en el punto de mira. Cuando asoma por el extremo del tubo, oprime el gatillo.

Pim.

La bola desaparece.

Konteau dirige una mirada interrogadora al doctor Ditmars, que está radiante.

—Y bien, ¿dónde está la bola?

—Pero ¡si está allí, amigo mío! —señala la bola, que vuelve a caer por el tubo—. Lo comprendes ahora, ¿verdad?

—¿La pistola lo envía al pasado?

—Exactamente. No a un pasado lejano. No al Ordoviciense ni al Precámbrico, ni a ninguno de esos tontos períodos antiguos. La verdad es que, en este caso concreto, sólo lo retrasa dos segundos y medio. Por eso vuelve a aparecer en la parte superior del tubo: allí es donde estaba hace dos segundos y medio. Y no pongas esa cara de sorpresa. Hiciste algo parecido con esa mariposa hace unos días, con tu óculus. ¿Recuerdas?

—Eso fue completamente diferente —protesta el krono—. Lo único que hice fue hacer que Mimí estableciera un campo. No disparé a la mariposa.

—Exactamente, muchacho. No siempre estarás tan cerca como para establecer un campo, que, en cualquier caso, tendría un alcance geométrico muy limitado: unos pocos centímetros cúbicos, como mucho. Se puede dar el caso de que tengas que disparar a algo, o a alguien, que se dirija hacia ti y esté a varias decenas de metros. No para matar, desde luego. Sólo para transportarlo un poco en el tiempo. Para hacerlo, necesitarás una pistola de tiempo.

—Muy, muy interesante —Konteau da vueltas en sus manos a la pistola, y luego se la devuelve al científico—. ¿Cómo me puedo hacer con una de éstas?

—Ya tienes una, James.

—Pero…

—Es una de las características menos habituales de tu ojo. Se hace un pequeño ajuste. Se me olvidó decírtelo, hasta ahora. Sácatelo.

Konteau se quita el ojo artificial y se lo da a Ditmars.

—Se hace así —dice el viejo—. ¿Lo ves? El globo ocular es el mango. Aprietas aquí y sale por delante el cañón, y el gatillo por debajo. Está ajustado de forma permanente para treinta segundos, cien kilos y cien metros. Sólo lleva carga para un disparo. Apunta bien: se tarda cerca de veinticuatro horas en recargarlo. ¿Comprendido?

Konteau asiente, y se vuelve a poner el ojo en la órbita.

Ditmars sigue explicando, dándose prisa.

—Bueno, existe otra cosa que puedes hacer con el ojo. No te lo había dicho, porque tampoco hemos resuelto todos los problemas técnicos. Por lo tanto, no lo intentes si no es una situación de vida o muerte. Me refiero a la transmisión del tiempo polarizado. Puedes rociar la materia, y polarizarla, y entonces, suponiendo que estés bien sincronizado, puedes pasar a través de ella. Las instrucciones están grabadas en el óculus. Pídele «Polar-X». ¿Entendido?

Konteau asiente. La verdad es que no tiene idea de qué le habla el viejo científico.

—Tengo que darme prisa.

Los dos hacen una pausa, y escuchan. Es la sirena que avisa del Expreso Terrestre.

Antes de entrar en las esclusas de aire, se vuelve y dirige un gesto de despedida a Demmie y a Ditmars. Vaya pareja. Sobre todo tú, Demmie la Misteriosa. Todo esto es obra tuya. Tienes profundidades insondables. Conoces a Philip, a Ditmars y a la directora de Nuevas Colonias. Y ¿a quién más conoces? Prefiere no pensarlo.

La esclusa se cierra tras él con un silbido, y se va, y no piensa en nada, o piensa en otras cosas, como en cinco mil personas desaparecidas.