ASÍ que están en el salón de observación, y Konteau está meditabundo, y Demmie le dirige alguna pregunta de vez en cuando.
Demmie: ¿Sales mucho a trabajos de campo?
Konteau: (Gruñido).
Demmie: ¿Perdiste así el ojo?
Konteau: (No responde).
Demmie: Es un informe maravilloso.
Konteau: (Sus pensamientos son morosos, inexplicables). ¿Qué demonios sabes tú de eso?
Pero ella no se ofende. El sigue gruñendo.
¿Y a quién le importa, en todo caso?
A mí me importa.
Piensa: quizá sea verdad que te importa. Y puede que algún día, de alguna manera, esto pueda llegar a ser importante. Demmie: una mujer con ideales, y con una misión. No tiene tiempo para los hombres. El año pasado, si hubiera pensado en una mujer como Demmie se hubiera sentido frágil, adolescente, inseguro. Pero ahora no le importa. No obstante, se da cuenta de que eso no era bueno necesariamente. ¿Qué es lo que importa verdaderamente? Todavía quedan algunas cosas. El trabajo. Helen. Phil. Es curioso el orden. ¿Desde cuándo está Helen en segundo puesto? Sólo Kronos lo sabe.
Ella le está preguntando algo. Tiene que hacer un poco de memoria. ¿Qué es lo que le había preguntado? Ah, ahora se acuerda. ¿Cuánto tiempo hace que es hombre-kron?
Responde con voz cansada y monótona:
—Treinta y dos años.
Demasiado tiempo, pero no es suficiente. La pregunta abre la puerta de los recuerdos: algunos son triviales, otros son temibles, otros horribles. Helen, la del cabello rizado, había sido exploradora-kron.
Así se habían conocido. Ella, Devlin, Quincy y él, en su misión en el Mesozoico posterior. Devlin era el jefe del grupo. Todos habían advertido a Quincy: «No te arriesgues». Pero Quincy, de carácter despreocupado, había tenido mucha confianza y muy poco cuidado. Se había matado. Ni siquiera habían podido recuperar el cadáver. Los insectos carroñeros, hormigas y escarabajos grandes como el pie, habían devorado a Quincy en pocos minutos. Hasta los huesos. Hasta la chapa de identificación, que era de titanio. Devlin nunca se había repuesto del golpe. Casi le cae un consejo de guerra. Pobre Devlin.
Así que ahora están sentados esta muchacha y él en el salón de observación, unidos en el silencio casi total, como los viejos. Advierte vagamente que ella le observa de reojo. Él se aclara la garganta. Tiene la voz sombría y pensativa.
—Tengo un hijo, más o menos de tu edad.
—¿Philip es krono, también?
Se estremece. ¿Se ha olvidado de algo? Esta conversación está extrañamente descentrada. Pero ¿de qué se ha olvidado? ¿Cómo? No es capaz de enfocarlo. Ella le ha preguntado algo de su hijo. ¿Será simplemente por ganas de charlar…?
—No, no es krono —responde—. Está terminando su tesis doctoral sobre tensores bajos. Le dije que si se alistaba en el Servicio lo mataba.
Habla con una entonación modulada, tranquila, como si estuviese repitiendo un parte meteorológico de la zona de Marineris. Sonríe, con su sonrisa asimétrica.
—No hay que preocuparse. Está totalmente seguro. Le dan el título este verano, en el Teknikón Prime. Está en Lambda 421.
—Ya lo sé. Yo nací en Lambda, en Illinois.
—¿Naciste en 421?
—No, en 618. Pero he estado en 421, y he visto el Teknikón. Tu hijo tiene mucha suerte.
Ahora se da cuenta. Ella había conocido el nombre de su hijo, Philip. Él no se lo había dicho. Guarda el dato en su memoria.
—Tengo una foto suya —extrae la imagen holográfica de su cartera—. Es del año pasado, cuando terminó el segundo curso de matemáticas.
Ella contempla el pequeño rectángulo. La cara es a la vez arrogante, burlona, suplicante. Parece que los labios en movimiento gritan: «¡Padre, quiéreme!». Ella dirige una mirada clandestina al hombre. Él la advierte, y dice, en una mezcla de explicación y de refutación:
—Pero sí que le quiero. Es que no sé cómo decirlo. No sé lo que quiere de mí.
Ella le devuelve la imagen sin decir una palabra. Él la vuelve a guardar, con cuidado.
—¿Intentaste llamarle anoche? —dice ella.
—Sí. Dejó grabado en el contestador que estaba en encierro de estudios, doce horas.
Es una conversación casi trivial, banalidades que pueden intercambiar dos personas que apenas se conocen, matando el rato en el salón de un expreso. Quiere hablarle de su esposa, pero sabe que no serviría para nada. ¿Cómo podría explicar cosas que él mismo no comprendía? Helen había anunciado que le iba a dejar en cuanto Philip estuviese instalado en la Escuela. De eso hacía tres años, y él no lo había creído. Pero era exactamente lo que había hecho ella. Durante cierto tiempo, él había andado en una especie de estupor mecánico. ¿Qué había hecho para ofenderla? No se le ocurría. No había habido otras mujeres en su vida.
No tenía vicios notables. ¿Qué es lo que quería ella? ¿Libertad, simplemente? ¿Era eso todo? Pero siempre había sido libre. Al ir pasando los meses, se dio cuenta de que nunca la había conocido en realidad, de que durante todos esos años ella había vivido en un mundo-Helen del que él quedaba excluido. Después de la separación física, quedaron todos los pesados detalles jurídicos. Él le pasaría una cantidad, pero ella tendría que seguir trabajando. ¿Qué haría ella ahora? Seguiría un cursillo de puesta al día, y volvería a trabajar de exploradora-kron. Y ¿por qué no? Al fin y al cabo, así se habían conocido. (Sonríe al recordar). Philip había sido concebido bajo las ramas de aquel árbol de la familia de los helechos, que parecía la nave de una catedral. Philip, ciudadano del Carbonífero sin saberlo. Aquel árbol había desaparecido hacía mucho tiempo, talado por las brigadas de construcción que habían seguido al equipo de exploración de Devlin. Se había enterado de que en el sitio había ahora un tren de lavado de coches. El progreso.
Así que ella se había ido, y él había enterrado su ego herido bajo el trabajo de campo y los informes. Pero nada de ello había servido para nada. Era como intentar correr con las piernas rotas.
Helen era libre. Él estaba encadenado.
Da un respingo. Demmie le está tirando de la manga.
—¿Tu hijo es tan guapo como tú?
Esto le hace reír. Es una explosión espontánea, casi feliz, y es contagiosa. Ella se ríe con él. Él se tranquiliza.
—¿Verdad que tiene muy buen aspecto? Sale a su madre.
Ella sonríe. Es una sonrisa maliciosa, y le irrita. Cambia de tema.
Piensa en voz alta.
—Qué raro, cómo se da nombre a las cosas. Hace dos mil millones de años, durante nuestro periodo Proterozoico, Marte era caluroso, húmedo, y estaba cubierto de algas verdes. No era rojo, ni mucho menos. Era caluroso por el efecto invernadero del dióxido de carbono en su atmósfera: dejaba pasar la luz del sol, pero retrasaba la pérdida de radiaciones al espacio. Pero durante todo ese tiempo el agua estuvo disolviendo las rocas de la superficie, y el dióxido de carbono estuvo reaccionando con los minerales disueltos, para formar carbonatos, calizas, dolomitas. Así, el dióxido de carbono se evaporó, el hierro se oxidó con el oxígeno, y el planeta se volvió de un rojo de óxido. Pero estoy divagando. Lo que quiero decir es que el gran río, el número uno, el Alfa, era un torrente gigantesco que fluía por el Valles Marineris. Alfa en los mapas, pero Alf para abreviar. Y, ¿dónde está ahora el Alf?
—En Xanadú… —murmura ella—. Donde corría Alf, el río sagrado / Por cavernas insondables por el hombre / Hacia un mar sin sol. Pero nuestro Xanadú está aquí, en el pequeño Deimos, y no abajo, en el planeta.
El contrae la cara, formando algo muy parecido a una sonrisa.
—O sea, que estuviste aquí de verdad —dice ella en voz baja—. Respiraste el aire, y viste de verdad el gran río.
Gruñe algo incomprensible.
—¿Qué se siente… al retroceder en el tiempo? —pregunta ella, casi con timidez.
Y ahora, él la mira con gravedad, con seriedad.
—Amiguita, no lo hagas nunca. Si algún imbécil te ofrece la oportunidad, no la aproveches. Ni siquiera como observadora una sola vez. Ni para divertirte, ni en busca de emociones, ni en busca de experiencias, ni por ninguna otra razón. ¿Me entiendes?
—Sí.
No está ofendida en realidad, sólo impresionada. Está bien.
El murmura, casi disculpándose:
—¿Quién sabe? Quizá, un día, el informe acabe llegando a la Comisión de Planificación del Consejo. Quizá alguien de allí llegue a leerlo. Pero ¿acabará convenciendo a alguien para poner en marcha una colonia, allá abajo en el planeta? No. Nunca.
Ella calla.
El prosigue:
—Si no hacen nada en Terra, pronto tendrán que empezar a matar gente.
—¡Caramba! ¿Tantos somos?
No responde. Contempla el Valles Marineris en la pantalla, y se pierde en pensamientos lejanos. En silencio, ella sirve más kaf a los dos.
—Se avecina un temblor —dice él. No se dirige a ella; quizá no habla siquiera consigo mismo.
Ella parece más preocupada que él.
—¿Aquí, en Deimos? —murmura.
El no responde. Una sombra recorre su cara.
—¿Dónde? —pregunta ella—. ¿Cuándo?
Cierra los ojos.
—No es un temblor sísmico. Será un temblor en el transcurso del tiempo. Kronos estornudará, como decimos en el Servicio. ¿Cuándo? —vuelve a callar. Piensa: tengo que someterme a una exploración psíquica. Tendría que afectar a un asentamiento que mi equipo haya explorado. Había preparado muchos. Más de sesenta. Pero sólo tres de ellos eran vulnerables. Uno en Epsilon, otro en Omicron y otro en Delta. Y había recomendado estabilizadores triples para cada uno de ellos. Así, ¿por qué se preocupaba? Aunque su hijo estuviese en uno de ellos por algún azar, estaría seguro. Los estabilizadores triples absorberían cualquier cosa.
—Olvídalo —dice—. No hay peligro. En todo caso, puede que me equivoque.
Pero está intranquilo, inquieto. Ya no es capaz de relajarse. Tiene que estar de pie, moviéndose de un lado a otro. Se levanta.
—Creo que iré al Ala Este un rato.
—¿El Laboratorio Experimental? ¿Ditmars?
—Sí.
Está claro que él no desea su compañía.
—Saluda a Zeke de mi parte.
Esta temporada, el viejo científico está trabajando con primates.
—En esta jaula tenemos un mono rhesus joven —explica—. Lo llamamos Beta. Es absolutamente normal físicamente, en todos los sentidos. Está bien alimentado, bien tratado, no tiene ninguna preocupación. Puedes incluso meter el dedo por la malla, y no te morderá. ¡Quieto! ¡No lo intentes! Ja, ja. Bueno, aquí encima —dice, señalando una pantalla holográfica— tenemos otro rhesus: Alfa, el padre de Beta. En este momento, el verdadero Alfa está a varios millones de kilómetros, en el planeta, en nuestro centro de investigaciones de Marsdome. Él también está contento de la vida. Acaba de cenar sintetiplátanos, y está pensando en echarse una siesta. —Observa el reloj de la pared—. Nuestro pequeño experimento empieza dentro de treinta segundos. ¿Preparado?
—Preparado.
El científico oprime un botón del tablero. Se empieza a formar un holograma de algo sinuoso y cubierto de escamas, que rodea la jaula de Beta en espirales horrendas; Beta empieza a chillar, horrorizado.
Konteau frunce el ceño, y se dispone a protestar, pero Ditmars levanta una mano.
—Es un holograma de una anaconda de América del Sur. Los monos les tienen un miedo mortal. La reacción de Beta no tiene nada de particular. Pero vamos al objeto del experimento. Observa a Alfa.
El holograma del simio padre también está histérico, dando saltos por su jaula holográfica.
—Basta.
Ditmars apaga el holograma de la serpiente, y los dos monos se van tranquilizando poco a poco.
—¿Telepatía? —aventura Konteau—. ¿Advierte el padre que su cría está en peligro?
Algo así. Y, por supuesto, la telepatía no es desconocida. Pero el terreno de estudio del trabajo no es ése exactamente.
—¿Y bien?
—Podemos inducir la característica, James. La técnica es bastante sencilla, en realidad. El óvulo de rhesus se fertiliza durante el viaje a través del tiempo. El vástago puede enviar telepáticamente determinados sentimientos a uno de sus progenitores, o a los dos. Normalmente, al padre. Esta capacidad da resultado incluso sobre grandes distancias de espacio y de tiempo. En este caso determinado, el óvulo de Beta fue fertilizado durante una travesía hacia adelante, de vuelta del Silúrico. Parece que el paso a través de las líneas del tiempo desarrolla una facultad hereditaria latente en los genes. Es como cuando grabamos las rutas migratorias en la corteza cerebral de algunas aves, o las rutas de desove en los salmones. Lo hemos llegado a conseguir con plantas. Si se hace daño a una mimosa, las hojas de la planta madre se contraen. Si matamos la planta hija, las hojas de la madre se caen. Hemos llegado a calcular parámetros de velocidad temporal para una serie de especies.
—No estoy seguro de entenderte.
—Bueno, tomemos el caso del óvulo de rhesus. Para desarrollar la propiedad, el óvulo, en el momento de la fertilización, tiene que estar viajando por el tiempo a razón de entre setecientos mil y un millón de años por segundo. Por ejemplo, para volver del Silúrico, hace cuatrocientos cinco millones de años, la tripulación tendría que volver al presente en unos cuarenta minutos, que es el tiempo que transcurre para ellos. En todo caso, ése es el tiempo normal de tránsito, ¿no es así?
—Aproximadamente —admite Konteau—. ¿Hicisteis viajar por el tiempo a la mona madre?
—Oh, no. Hicimos el trabajo in vitro.
—¿Tienes imágenes?
—Por supuesto. Hemos cronometrado todo con precisión de microsegundos, con un microvisor. ¿Te interesa de verdad? —contempla al krono, con expresión de duda.
Konteau piensa en Helen, y en un tiempo muy lejano, y en el amor bajo el lepidodendro.
—Me gustaría mucho ver vuestro trabajo.
El viejo trastea entre los montones de casetes, hablando entre dientes.
—Puede ser… sí. —Sopla el polvo de la cubierta, extrae el pequeño rectángulo.
—Verdaderamente tendría que… un día de estos…
Baja las luces, y enciende la pantalla holográfica.
—Ampliación, cinco mil. Aquí tienes.
—Ese bichito que se mueve es el espermatozoide —explica el sabio—. La bola grande es el óvulo. Paso primero, el espermatozoide entierra la cabeza en el óvulo. ¡Bum! Ése es el instante de la concepción. ¡Mira qué excitación en el óvulo! Sabe que está fertilizado. Y basta con un espermatozoide. Paso segundo, forma una cubierta protectora. Impide que entren otros bichitos. Paso tercero, el núcleo del óvulo empieza a girar lentamente, como un micro-carrusel. Así, la cabeza del espermatozoide se introduce. Se deja la cola fuera. Tiembla un poco, y se queda quieto. Ya ha cumplido su misión, y se muere. ¡Ajá! ¿Ves eso? Es un núcleo, cargado con su propio paquete de cromosomas, regalo inigualable del macho. Ahora se une al núcleo del óvulo. Se funden juntos, para formar un solo núcleo. Nuestros gametos ahora no son más que un solo cigoto. Dos haploides equivalen a una diploide. Y, después de esto, nos limitamos a implantar la célula diploide en una hembra, para su gestación normal.
—¿Qué parte de todo esto tiene que suceder durante el viaje por el tiempo?
—Creemos que sólo el paso primero, el instante de la fertilización.
Konteau se queda pensativo.
—Es fascinante. Gran trabajo. ¿Lo habéis intentado con óvulos humanos?
—Todavía no, pero ya hemos solicitado los permisos. Claro que la técnica tendría más dificultades en el caso de los humanos que en el de los monos rhesus.
—¿A qué se debe eso?
—Bueno, con los rhesus hemos fertilizado y hemos viajado por el tiempo in nitro. Disponíamos de cierto control. Con los sapiens tendríamos que utilizar una mujer viva, de verdad. El óvulo tendría que viajar varias pulgadas por el oviducto, hasta llegar al útero. El espermatozoide (uno entre doscientos cincuenta millones) busca el óvulo y lo fertiliza en el oviducto. En ese instante, en ese instante absolutamente imprevisible, la mujer tiene que estar viajando por el tiempo. Una concepción en tránsito, por así decirlo. Sólo dispondríamos de media hora. No. —Sacude la cabeza—. Es demasiado complicado. Si alguna vez funciona con los humanos, sería por casualidad.
Mientras se dirige a su habitación, Konteau hace memoria. Siempre parece que vuelve a Helen, de una manera o de otra, empezando por su primer acto amoroso apasionado, bajo el helecho gigante, con escamas que formaban espirales hacia arriba. Las escalas en espiral siempre le recordaron a los pétalos del jacinto, y a Helen.
Una cuestión interesante: ¿en qué momento exacto habían concebido a su hijo Philip? Imposible saberlo con exactitud. Hacían falta varias horas para que unos doscientos millones y pico de espermatozoides ascendiesen por el oviducto. ¿Había un óvulo esperando allí? ¿Una célula haploide microscópica, esperando a aquel bichito inquieto? Era muy posible. Y luego, el minúsculo gameto masculino enterraba la cabeza en el enorme óvulo femenino, que se recubre al instante de una membrana defensiva, para que no entren otros espermatozoides. Éste es el instante de la concepción. El resto es inevitable: los veinticuatro cromosomas del espermatozoide se combinan con los veinticuatro del óvulo, para formar un nuevo núcleo diploide. Pero la cuestión es la siguiente: en el momento de la concepción de Philip, ¿estaban volviendo del Paleozoico a la velocidad temporal adecuada, de más de cien mil años por segundo? Intuye que sí. Bueno, ¿y qué? Existía una probabilidad ínfima de que el lejano Philip, enterrado entre sus libros de investigación, se llegase a ver en una situación de peligro mortal y le pidiese ayuda. Piensa en su hijo, y sonríe. Philip, nacido para Kronos; ya tenía más de trescientos millones de años. Concebido en tránsito. Un verdadero hijo del tiempo.
A la vuelta pasa por delante de la entrada a la sala de juegos. Se queda parado y observa el interior.
Una vez, cuando llevaba escribiendo todo el día, Demmie había dicho ya de madrugada: «Vamos a dar un paseíto, y luego tienes que ir a la cama». Le había tomado de la mano. Había guiado sus pasos de sonámbulo por un laberinto de pasillos. Se habían parado a la entrada de los pasillos, en penumbra, de la zona de juegos. En el centro estaba aquel poste pintado que imitaba un árbol lepidodendro del periodo Carbonífero. ¿Se burlaban de él? Y allí, cerca de la puerta, la mesa de ajedrez. Qué raro, había pensado que se podría haber encontrado allí con un personaje que lo esperaba vestido con una túnica. Pero allí no había nadie. Las piezas de ajedrez deberían haber sido colocadas en la posición de aquel problema. Pero el tablero estaba vacío. De hecho, toda la sala estaba vacía. Normalmente, siempre había alguien inclinado sobre la maqueta de los transportes, apretando los botones para que se moviesen los modelos: el carro de bueyes, la cuadriga romana, el automóvil, el antiguo módulo lunar, una nave espacial moderna, incluso un curioso cacharrito que se llamaba locomotora a vapor: A él le gustaba accionar el interruptor y ver cómo iba avanzando por la vía, con su traca-traca. Casi se podía hacer que fuese tan rápido como se quisiera. En las curvas, las ruedas permanecían fijas a los raíles por magnetismo. El vapor de los micropistones salía por la pequeña chimenea, con un puf-puf-puf seco. Se podía hacer que entrase en la pequeña estación, y automáticamente iba frenando y silbaba al entrar por la vía lateral de la estación.
Pero la sala de juegos no le interesaba en este momento. Se da la vuelta, encuentra otra vez el camino del salón de observación. Demmie sigue allí. Se hunde en su sillón, y al cabo de un momento está dormitando.
Por último, su cabeza tiene una sacudida. Debe haberse quedado dormido. ¿Cuánto tiempo lleva aquí? Ahora están subiendo otros veraneantes. Parece que por fin empieza a decaer la fiesta del Paseo, y la gente viene aquí para dejarse caer, rendidos. ¿Qué hora es? Mira su reloj. Media mañana, hora de Deimos. Gruñe, y alarga una mano hacia su taza de kaf. Está fría. La vuelve a dejar, y toma una decisión:
—Tengo que ir al Centro de Mensajes. Volveré a la habitación dentro de media hora, más o menos. Mientras tanto, ¿te importaría pasarte por la biblioteca, a ver si puedes conseguirme un par de casetes?
—Por supuesto. ¿Cuáles?
—Poesías. Las de Goethe… y las de Poe.
—Goethe, Poe. Bien. ¿Quieres algún poeta moderno? ¿O incluso alguno del Renacimiento Dos? ¿De Barsel, el gran lírico? ¿Y los cánticos hipnóticos de Mahmud? Y estoy segura de que tienen las de Thergan. Siempre me han gustado sus imágenes. Le escucho, y oigo el mar de verdad.
—Para mí, no. Para ti, si quieres.
Ella sonríe, y asiente con la cabeza. No exige una explicación. Gracias a Kronos. No podría ofrecerle ninguna.
Él se dirige al Centro de Mensajes, casi flotando. Una vez allí, escribe el texto y lo introduce en el receptor:
INFO GENERAL: 1. ¿ALGÚN AVISO DE INCIDENCIA DE EPSILON 005 OMICRON 772 O DELTA 585? 2. ¿ESTA HELEN MARTIN 951-135-642 EN DELTA CENTRAL TODAVÍA? 3. ¿ESTA PHILIP KONTEAU 612-951-304 EN LAMBDA 421 TODAVÍA? RESPONDAN SI/NO. A LA ESPERA. COBRO A JAMES KONTEAU KRON 612-001-763.
Espera con paciencia, y piensa. Nunca se ha encontrado en un temblor de tiempo. En sus informes siempre insiste en la necesidad de instalar estabilizadores triples al menor peligro. Por lo tanto, no existe el menor motivo de preocupación. Entonces, ¿por qué está preocupado? Quizá es que esté un poco loco. Este trabajo te hace papilla la mente, al cabo del tiempo. Empiezas a pensar por tu cuenta. Y ¿en qué piensas? Te crees que has resuelto una de las Paradojas de Ratell. ¡O todas!
Y ¡qué paradojas!
Paradoja Número Uno. Esa losa del Museo de Harvard, con huellas de dinosaurio, que se desenterró hace cuarenta años. Y junto a ella, un holograma de las mismas huellas, tomado en el mismo barro fresco del Mesozoico, y, junto a las huellas, un par de huellas de los pies del mismo Ratell. Había puesto los pies allí pocos minutos después del paso del dinosaurio. Y entonces, ¿por qué no aparecían las huellas de Ratell en el suelo fosilizado que se mostraba en Harvard? ¿Qué había hecho Kronos para que desapareciesen las huellas del Maestro del Tiempo, en algún momento en esos noventa millones de años?
Paradoja Número Dos. El mar Mediterráneo existía hoy día porque Ratell, con un equipo de ingenieros del siglo veinticinco, había abierto el puente natural de Gibraltar, y había dejado entrar al Atlántico hacía trece millones de años. Pero ¿cómo se podía haber formado el Mediterráneo por unas fuerzas que no existirían hasta trece millones de años después, y que de hecho no podrían haber existido sin que hubiese existido el Mediterráneo? No tenía ningún sentido. Si se pensaba en ello mucho, se podía volver uno loco. No importaba. Lo que importaba es que se había hecho. Si no se hubiese hecho, si el gran mar interior no se hubiese formado, ¿dónde estaría la historia? ¿Dónde estaría él? O, puestos a preguntar, ¿dónde estaría Ratell?
Había leído el informe de Ratell sobre la gran apertura. El científico del tiempo había visitado la gran cuenca hundida tres veces. Había estudiado el gran puente natural de Gibraltar, y había llegado a la conclusión de que si él no lo demolía artificialmente, el Atlántico no se abriría camino jamás. En el norte de África, el Nilo seguiría transcurriendo por desfiladeros profundos para desembocar en un lago muerto y poco profundo. No se produciría su crecida anual, y Egipto no nacería nunca. Los atrevidos fenicios no navegarían hasta más allá de las Columnas de Hércules, para comerciar en las Islas del Estaño. No existiría el «vinoso Ponto», en el que los marinos griegos desafiarían a sus enemigos persas. Jenofonte no podría escribir su Retirada de los Diez Mil, y sus mercenarios no correrían hacia la playa, gritando alborozados ¡Oh Thalassa! ¡El mar! ¡El mar! «Octaviano no derrotaría a Marco Antonio en Actium, ni la Cristiandad frenaría el empuje del Islam en Lepanto. La civilización no nacería».
Ratell volvió por última vez a mediados del Mioceno. Se llevó a sus ingenieros, con su material de movimiento de tierras, y abrió la gran compuerta para que el Atlántico entrase e inundase el desierto hundido. Las aguas estuvieron cayendo, rugientes, durante más de un siglo, y la cuenca acabó llenándose. Así nació Egipto, las islas griegas, la península Itálica, y se preparó el escenario para el Homo Sapiens y para la historia. Y todo el razonamiento es increíble, intolerable, piensa Konteau.
Y, por último, la Número Tres, la Paradoja Ratelliana definitiva. Se dice que el Maestro del Tiempo fue a la playa del mar Arqueozoico sin fin, el gran Protoocéano, sin vida, pero lleno de caldo orgánico: adenina, timina, guanina, citosina, uracil, toda la orquesta del ADN/ARN, afinada y esperando al director. Y entonces, Ratell (eso se decía), había dejado caer un cultivo de células-R en las aguas que lo esperaban.
Ese gesto fantástico no había sido meramente simbólico, como cuando, siglos atrás, el gobernador Clinton había dejado caer una jarra de agua del Atlántico en el canal del Erie, como símbolo de que los Grandes Lagos ya estaban unidos con los siete mares. Desde luego que no. Había sido un gesto absolutamente funcional, como cuando (en el pasado) el cervecero dejaba caer la levadura en el barril de malta.
O como en aquel cuento del profeta Julio Verne, en el que una niña arroja un trozo de hielo en el lago superrefrigerado, y éste se hiela instantáneamente, y ellos lo pueden cruzar con sus trineos.
Konteau había recogido los informes diseminados, y había intentado reconstruir algunos que, al parecer, habían desaparecido; destruidos quizá como demasiado fantásticos para los archivos y los ficheros. Lo que Ratell había sacado en limpio era que había estado en las playas de Tetis, el mar primigenio de hacía tres mil millones de años. Había analizado muestras del agua del mar, y había encontrado en el mismo las materias orgánicas necesarias para el principio de la vida. Ratell había estado allí, bajo aquella extraña lluvia eterna (había estado lloviendo durante tres millones de años), y, a través de su casco y de los azotes de la lluvia, había visto el cielo gris verdoso, atravesado continuamente por relámpagos fluorescentes de origen ultravioleta. No existía oxígeno; la atmósfera estaba compuesta casi exclusivamente de nitrógeno, metano y óxidos de carbono. Las condiciones eran ideales para la formación de la vida en el mar; pero no existía vida. Ratell estudió las lagunas, los charcos de barro. Nada. ¿Quizá no hacía el suficiente calor? Investigó las charcas próximas a los volcanes, en las que el calor deshidrata los aminoácidos. Encontró poliamidas, pero no encontró vida.
Sin duda, había llegado demasiado pronto; Ratell esperó doscientos cincuenta millones de años, y volvió a comprobar. Tomó muestras de agua del mar en todo el mundo. Nada. Ni una cadena elemental de ADN vírico. Esto preocupó a Ratell. Comprobó una vez más, hace dos mil quinientos millones de años, en el arqueozoico. Nada todavía.
Con eso tuvo suficiente.
Hizo que el laboratorio de biología preparase un cultivo especial: una colonia de células, absolutamente primitivas, pero con una capacidad de mutación única cuando se exponían a los mutagenes adecuados, como es la radioactividad terrestre y los rayos cósmicos. Estas células-R (R de Ratell) pondrían en marcha la vida, en su forma más sencilla y elemental. Pero mutarían fácilmente con las variaciones del entorno. Serían capaces de evolucionar hasta convertirse en el gen del virus sencillo, de una centésima de milímetro de largo, y con 170 000 escalones genéticos. Luego se convertirían en bacteria, de cinco centésimas de milímetro, con siete millones de escalones. Y, por último, en el ADN de noventa centímetros de largo, con seis mil millones de escalones, de los cromosomas del Homo Sapiens: y en el de las ranas, que mide dos metros y medio, pues necesitan instrucciones genéticas complicadas para su metamorfosis de renacuajo a rana. Cada célula-R llevaba, dentro de su membrana sencilla, todo lo necesario para responder a la selección mutante y a la evolución durante los próximos miles de millones de años. Primero llegaron los estromatolitos, luego las algas, los protozoos, las medusas, los musgos, los gusanos, los moluscos, los peces, los anfibios, los animales terrestres, los reptiles (grandes y pequeños)… por último, los mamíferos, los primates, el Homo Sapiens, y Ratell. El círculo se cerraba. (Porque se rumoreaba que aquellas células-R primitivas las había producido Ratell por clonación, a partir de su propia carne). Devlin había jurado que había visto el frasco del cultivo, recuperado de la piedra caliza magnésica, en los Dolomitas. Que te lo has creído. Devlin. Ese frasco debe ser un truco, una falsificación. Konteau se acordó del profesor Beringer, catedrático en Wurzburg en el siglo dieciocho. Sus alumnos, bromistas, habían preparado fósiles falsos para que los encontrara. El bueno del profesor había encontrado hasta un hueso petrificado en el que estaba grabado su propio nombre en letras hebreas. No, las cosas tenían un límite.
Había oído hablar de kronos que habían llegado a comprender la Paradoja de Harvard y la Paradoja del Mediterráneo, pero nunca había oído decir que nadie llegase a comprender la Paradoja del Cultivo-R.
Si era verdad que Ratell había abierto el Mediterráneo, o que había llevado la vida a la Tierra, no era cosa suya. Afortunadamente, ya no podía volver a suceder. Ahora, por supuesto, existían reglas muy estrictas. Si se quería llevar algo del Presente al Pasado (o viceversa), había que conseguir una DIH (Declaración de Impacto Histórico), que demostrase que aquello no iba a afectar a la historia en lo más mínimo. Por otra parte, ¿qué pasaría si se equivocase el Departamento de Historia, y aquello sí afectaba a la historia? ¿Cómo lo sabríamos? Es posible que todos los cachivaches que hemos llevado al pasado sí han afectado a la historia, y con ella a todos nuestros recuerdos, de tal forma que en realidad no importa. No sabemos nada de ello. Todo forma parte del pasado normal. Es posible (piensa) que a mi posible antepasado, Gork el Chico de las Cavernas, hace cuarenta mil años, lo matase un oso al que yo debería haber matado en alguno de mis viajes de exploración, y resulta que yo no soy yo en realidad.
Su ensueño se interrumpe. La campanilla de Mensajes le avisa. Ah, llega por fin la respuesta. Deja de pasearse, y se acerca a la pantalla.
PARA JAMES KONTEAU 1 NO 2 3 SI COSTE 26.00
Bueno. No hay noticias de temblores. Y tampoco Helen ni Philip están en ninguna de las posibles zonas de fracturas temporales.
Respira hondo. No existe el más mínimo motivo para su angustia repentina.