2 - Jacintos

A la deriva en la corriente de la media luz del día. En su mente, todo aparece entre comillas. Aquí no hay día de verdad. En Xanadú se aplica, de manera arbitraria y artificial, la hora de Grinch, la colonia subterránea en la Anglia helada. El día marciano dura treinta y siete minutos más, lo que llega a producir extraños efectos. Pero a nadie le importa. Las luces interiores del gran centro de vacaciones se amortiguan por la «noche», se refuerzan un poco al «amanecer», a «mediodía» están brillando despiadadamente, y empiezan a perder fuerza de nuevo a las siete de la «tarde».

Y, a pesar de que aquí no hay agua visible, y no hay comentes, él va a la deriva.

Están sentados en el salón de observación, y contemplan la desolación del planeta, que va pasando por delante de ellos en tomas lentas, sobre el mosaico de pantallas gigantes. A Konteau le hipnotiza, como siempre, la belleza desnuda y austera de aquel paisaje, y se pregunta si Demmie percibe también dicha belleza. Lo más probable es que nunca llegue a saberlo. La mente de ella es un misterio. Ella es un misterio. No importa.

Da vueltas al proyecto.

Para lo último que había venido aquí era para hacer algo útil. Y aun así, a pesar de sus decisiones inseguras, se había comprometido, y ahora este proyecto extraño lo había consumido casi por completo.

Intenta volver la vista atrás, intenta determinar el momento exacto en que esta mujer-araña le capturó, le enredó, y empezó la tortura que había generado este maldito informe. Había existido un momento concreto, allí en el bar. ¿Cómo había sido? Había sido rápido, pero ordenado, casi gradual. Casi como dormirse con la anestesia antes de una operación. Ese informe era lo único que ella había querido, desde el principio. ¿Lo había sabido Zeke Ditmars? Es muy probable. Debería estar furioso con los dos, pensó. Pero no lo estoy. Ese informe es algo notable, un verdadero tour de forcé. De hecho (reconoce a regañadientes), estoy orgulloso de él.

La acción sensorial sencilla de escribir y componer le daba una sensación de logro. Le gustaba la rápida respuesta de su pluma (la misma que utilizaba en los trabajos de campo). Le gustaba el contacto de la plumilla con el papel (esas páginas de cuaderno de topógrafo, que había hecho comprar a Demmie en una papelería del Paseo). Nunca en su vida había escrito tanto en tan poco tiempo. En cuanto se había puesto en marcha, había tenido que realizar muy pocas correcciones. Sabía exactamente lo que quería decir y cómo decirlo. Estaba orgulloso de la precisión de sus ideas, de la claridad de sus explicaciones. Cuando estaba llegando al final, el informe se convertía en parte suya, como una tercera mano, o (¡mala comparación!) como un segundo ojo. Cobraba vida propia.

A veces había levantado la vista del papel, había fruncido el ceño y había intentado recordar cómo y por qué estaba allí Demmie. Una vez había dejado de escribir y se había quedado mirando a la pared durante diez minutos enteros, y ella se había puesto detrás de él, le había tomado de los hombros, le había sacudido, y le había ordenado que se levantase.

—¿Qué hora es? —había preguntado él con voz confusa. Ella dijo:

—Las nueve de la mañana. ¿Por qué no bajas al Bio y haces una visita a Ditmars?

Y así era como había en su escritorio un montón ordenado de doscientas páginas. En perfecto orden. Eso era obra de ella, por supuesto. Después de tantas horas, días, noches, está terminado, concluido. Puede dejarlo. Pero su mente y su cuerpo todavía están acelerados. Tiene que desacelerarse.

Es raro, es raro… ¿De quién es el informe?, piensa. ¿De ella? ¿Mío? Ella me empujó a hacerlo. Sin ella… es casi como si ella me hubiese enviado a una misión oficial sobre el terreno. Sólo que él nunca había escrito antes un Informe General, un proyecto de asentamiento de una colonia completa (cinco millones de personas), ni siquiera para el asentamiento en Terra. Y su Jefe de Campo jamás lo elegiría a él, un simple krono de campo, para que hiciese un borrador de General. Pero ahí está. Ahora, existe, aunque ni tiene por qué existir.

Ahora, Demmie y él están tomando kaf en el salón de observación. El sillón de perfil automático se ha ajustado a su columna vertebral de forma tan agradable que apenas advierte su apoyo. Ah, quizá pueda empezar a relajarse ahora…

Dirigen una larga mirada de despedida al desierto marciano. Una a una, las pantallas van conectando con el programa de noticias en general, y con el funeral del ex Jefe Supremo en particular.

Es un buen momento para no estar en la base central, piensa Konteau. Las escuelas y las tiendas estaban cerradas por la muerte del viejo Jefe Supremo. Las campanas repicaban a muerto en los templos Kron de la Tierra. Muchas personas creían que era una fiesta, igual que aquí en Xanadú, y en las colonias de Terra se formaban espontáneamente desfiles y carnavales.

Y ahora, él y ella están sentados en este gran centro de vacaciones excavado en el satélite exterior de Marte, y contemplan el funeral del viejo Jefe Supremo. Se les muestra el rostro sereno, de color ceniciento, mientras se cierra el ataúd. El cadáver, que ya ha sufrido la muerte cerebral, sigue respirando con su macabro sistema de respiración asistida. Cuatro caballos negros arrastran la carroza fúnebre sobre millones de pétalos de rosa (para amortiguar el ruido de los cascos y el roce de las ruedas sobre el pavimento), por el bulevar hasta la pista de lanzamiento.

Konteau tiene curiosidad. Pregunta a la mujer:

—¿Habías visto alguna vez un caballo?

—Tenían uno en la granja-museo, cuando fuimos en la escuela primaria.

El asiente, y recuerda, y llega a una conclusión silenciosa. Ya había visto dinosaurios cuando vio su primer caballo.

La procesión ha llegado a la pista de lanzamiento. La torre de lanzamiento recoge el ataúd de la carroza, y lo levanta con elegancia mecánica hasta la cápsula a reacción, que lo está esperando. Las puertas de la cápsula se cierran. Las cámaras se dirigen a la tribuna presidencial, y la autoridad que preside el funeral se dirige al atril y empieza a pronunciar su panegírico.

Demmie se revuelve en su sillón, incómoda.

Konteau se vuelve hacia ella.

—Un tipo con pinta rara, ¿verdad?

—¡Mira qué ojos tiene!

Konteau ya se ha dado cuenta. El orador, Paul Corleigh, noveno Delta Vyr, tiene las pupilas elípticas. Probablemente una mutación, piensa el krono. Y no es única, ni mucho menos. Ya ha visto pupilas elípticas. Las tienen algunos reptiles: la serpiente de cascabel, por ejemplo. ¡Ah, Paul el Piadoso!, ¿puedes separar esas grandes mandíbulas fláccidas para tragarte entera a tu presa?

La mujer pregunta:

—¿Lo has conocido en persona?

—No. Mi equipo planeó una vez un asentamiento en Delta, en el Triásico Superior. Pero el Cuerpo se encargó de todo. No tuvimos ningún contacto con la cancillería.

—Es un hombre peligroso. No te cruces con él.

Él se encoge de hombros. Es discutible.

Ella insiste en su argumento:

—Es inevitable que se enfrente al Consejo y al Cuerpo.

Ella conoce el terreno, por lo menos (piensa él). Cuando habla con un hombre-kron, lo llama «el Cuerpo». Muy correcto. Cuando los hombres-kron hablan entre sí, lo llaman simplemente «la Viuda Negra», o simplemente «la Viuda». Es todo cuestión de cortesía del lenguaje.

Demmie prosigue:

—Y si el Cónclave lo elige como próximo Jefe Supremo…

El bosteza.

—No es asunto mío, no es asunto tuyo. Todo es un tinglado político. No pienses en ello.

Ella no responde.

El piensa en política un momento. ¿Cómo sabe ella todas estas cosas (o parece que las sabe)? Se oyen muchos cuentos. Son mitos, de hecho. Según uno de los mitos, el Jefe Supremo nuevo mataba al viejo con un hacha ritual. O con una daga. O lo estrangulaba. ¿Pasaba algo así de verdad? Lo más probable es que no. Bueno, en nuestros tiempos se espera a que el Jefe Supremo fallezca de muerte natural: de viejo, por un accidente, por lo que sea. Y luego, el dios Kronos designa al nuevo Jefe Supremo. Naturalmente, lo que se llama designación por el dios no es más que una terminología simbólica que designa al proceso de selección que tiene lugar en el gran Cónclave de los Vyrs. Y los Vyrs vienen ahora de todo el mundo para reunirse en Delta, en el Cónclave.

Pregunta por cortesía, sin que le importe en realidad:

—¿Sabes cómo llevan a cabo la elección en el Cónclave? Quiero decir, ¿conoces la mecánica de trabajo?

Cree que ella le mira de una forma rara. Pero se limita a responder:

—He oído cosas.

—¿Como cuáles?

—Es, más bien, una mezcla de salvajismo animista y de la informática más avanzada. Utilizan… tejidos de mamíferos… con una especie de lector de láser —su boca se contrae en una mueca—. Es todo muy horrible y muy secreto. No te mezcles en eso —se ríe brevemente—. No hago más que repetir eso, ¿verdad? —Pero tiene la voz dura.

¿Qué está pasando? No le gusta esto. No aspira a entender de política, más que en sus líneas generales. Los Vyrs, con los inquisidores y los casacas grises, dirigían las colonias. Cuando la población de las colonias era excesiva, se esperaba que el Consejo, por medio del Cuerpo de Kron, tuviese preparados nuevos asentamientos listos para ser ocupados. Así funcionaba el gobierno, de forma resumida. Por supuesto, los Vyrs y el Consejo siempre estaban enfrentándose, y pretendían absorberse mutuamente. La lucha por el poder siempre había existido, que él recordase, y le parecía muy aburrida, sin nada que ver con su trabajo diario en el estudio de ubicaciones para nuevos asentamientos y colonias.

Hace un gesto con la cabeza hacia las pantallas. Volvamos a la ceremonia.

El discurso de Paul el Piadoso ha terminado. Desciende de la tribuna, se mezcla con la muchedumbre, los motores de la cápsula se encienden, y las moléculas que definen los restos del antiguo Jefe Supremo se dirigen a su órbita solar. Los hombres que habían conocido al difunto Vyr de Vyrs habrán muerto mucho antes de que se agoten las baterías que impulsan a su ataúd espacial.

Konteau agradece por un momento que sus funciones no estén relacionadas con el terreno político. Se da mucha cuenta de que Paul, o cualquier otro Vyr, podría aplastarlo de la misma manera que un brontosaurio pisa un insecto del Mesozoico. Su trabajo no tiene contactos directos con los centros del poder. Aunque sintiese el deseo de hacerlo (¡Kronos no lo quiera!), no tendría la oportunidad de enfrentarse con el aparato de los Vyrs. Y está dispuesto a seguir así.

Demmie le da un codazo. Las cámaras enfocan ahora los barrios céntricos de Delta Central.

Como cuervos, los Vyrs de todo el mundo se reúnen allí para el Cónclave. Pronto elegirán a uno de ellos para que sea el nuevo teócrata. ¿Qué Vyr ha prestado los mayores servicios al dios? ¿Quién ha hecho qué? La delegación de Rho, en la Galia central, proclama la expedición de su señor a Próxima Centauri. No es que el Rho Vyr haya ido personalmente a la estrella, pero ha financiado el proyecto, sin duda. Los seguidores del Sigma Vyr, de Hispania, se ríen de ello: su señor ha desarrollado la sinteticarne, a partir de las algas. Por otra parte, Willem el Pensativo ha construido a Kronos una fantástica catedral. Li señala sus Jardines Botánicos de cuarenta hectáreas, en los que se ha inventado una nueva vegetación resistente a las radiaciones, que puede repoblar el suelo de los desiertos… etcétera, etcétera.

Las cámaras muestran cómo la gente de la calle se acerca a otra gente que no conoce y empieza a discutir sobre qué Vyr ha servido mejor a Kronos… cuáles son los politiqueos (o cuáles deben ser)… quién debe a quién qué favores… qué pena que el Vyr tal no tenga nada que hacer…

Las vacaciones han llegado en un momento adecuado, sin duda (piensa Konteau). Aquí, en este gran centro, las alteraciones debidas al cónclave ya son bastante molestas. En Delta serían inaguantables.

En esta cubierta exterior no hay nadie, aparte de ellos dos. Demmie acerca la bandeja y la coloca sobre el soporte que hay delante de sus sillones. Duda, y hace un movimiento como si se fuera a marchar. Pero él dice:

—Por favor, quédate. Por favor.

Ella sonríe, y se sienta en el sillón de su izquierda, el lado de su ojo bueno. Él se inclina y sirve dos tazas. Toma su kaf solo. Ella le añade crema y edulcorante al suyo.

Es bueno descansar. ¿Cómo era aquello? A la deriva. Después de todo, para eso ha venido.

Demmie intenta atraer su atención. Le pregunta algo. Él pone mala cara. No quiere hablar. Lo único que quiere es estar allí sentado, como una concha vacía en una playa lejana, intemporal.

Ella repite su pregunta:

—¿Cuánto tiempo llevas en el Cuerpo?

¿Cuánto tiempo? Cierra los ojos, como para separarla de sí.

—Demasiado tiempo —murmura.

—¿Dónde está tu Reloj de Arena? —pregunta ella, casi con voz acusadora.

Por su cara pasa un caleidoscopio de expresiones. No sabe qué decir. En todo caso, a ella no le importa. La Viuda Negra te daba el Reloj de Arena como premio después de veinticinco años de servicios de campo. En general, a nadie le importaba —ni se daba cuenta— si lo llevabas o no. Sólo en una ocasión era de rigor ponértelo: si tenías que portar el ataúd en el funeral de un compañero krono. A los treinta años de servicios, te añadían unos adornos de diamantes. Podías elegir entre una insignia para la solapa o unos gemelos de camisa. Él había elegido los gemelos. De cualquiera de las maneras, el reloj de arena esmaltado en negro parecía el vientre de la araña llamada viuda negra. Cuando tenías el Reloj de Arena, podías llamar al Cuerpo «la Viuda». Al departamento de personal no le gustaba; todos los años enviaban circulares prohibiendo esa costumbre. Los que tenían el Reloj de Arena, los Relojistas, no hacían caso. Cuando se recibía el premio, se celebraba un pequeño banquete exclusivo, y una bonita ceremonia. Sólo podían ir los Relojistas. Otro pequeño banquete al conseguir los adornos de diamantes. Había habido chistes macabros. Porque los diamantes equivalen a una sentencia de muerte.

Pero esos diamantes tenían una gran ventaja. Valían dinero. Por lo tanto, señora o señorita Demmie (que llamas a puertas prohibidas), puedo decirte la verdad: no sé dónde están mis Relojes de Arena. Porque los vendí, y con el dinero… Levanta una mano para tocar un pequeño bulto del bolsillo interior de su chaqueta. ¿Está obligado a responder por cortesía? Bueno, muy bien. Hace un gesto con la cabeza, más o menos hacia donde está ella, y gruñe algo ininteligible.

Ella responde con una sonrisa de perdón, y se encoge de hombros de forma tan artificiosa que casi puede considerarse como disculpa de su pregunta. Pasa a un terreno menos delicado.

—¿Vienes mucho por aquí?

—Una vez al año. Unas vacaciones cortas.

—Yo suelo venir. Nunca te había visto.

—Vengo, y me escondo.

—¿Te gusta esto?

—A veces. Había que probarlo.

—¿Cuándo fueron tus primeras vacaciones? Aquí, quiero decir.

—Oh, creo que hace unos cuatro años.

—¿Por qué elegiste Xanadú?

¿Cómo responder? La Viuda le había pagado las primeras. Era por prescripción facultativa, de hecho; habían insistido los meds y los froyds después de que Helen se fuera. Podía elegir entre eso o la excedencia indefinida del Cuerpo. Se metió más aún en su caparazón. No quería entrar en detalles sobre el por qué.

—Creo que me echaré una siesta —murmura. Cierra los ojos con firmeza.

Recuerda. Para empezar, ¿por qué había tenido que empezar a ir a los meds y a los froyds? Había sido por Helen, por supuesto, pero había surgido de una forma bastante curiosa y accidental. Hacía unos cuatro años, poco después de que se fuera Helen, había sufrido un pequeño problema de audición, y se lo había dicho a los meds sin darle importancia. Un zumbido grave, apenas perceptible, que aparece y desaparece. No es nada importante, insistía él. En realidad no le molestaba. No era más que una molestia intermitente, eso era todo. Y los meds normales de la clínica de la Viuda le habían sometido a las pruebas de audición rutinarios. Le habían mirado con otoscopios. Habían comprobado el funcionamiento de su oído interno, el martillo, el yunque, el estribo, el caracol, todas esas cosas con unos nombrecitos tan curiosos. Le habían hecho girar, de pie y tumbado, y habían comprobado el movimiento de su ojo bueno. «El nistagmismo es normal», dijeron. (Él ya lo sabía). Habían hecho radiografías de sus nervios auditivos, y habían comprobado la gama de su respuesta auditiva. Habían confrontado todos los datos y habían sacudido la cabeza colectiva, por así decirlo. Uno de ellos murmuró:

—No hay tinitus. No hay pitidos en los oídos. Ni estruendos, ni chasquidos, ni silbidos. No hay otosclerosis, ni daños orgánicos perceptibles.

A partir de esto, su caso había tomado un giro radicalmente distinto.

—¿Oye voces? ¿Le habla Kronos?

Él quería dejarlo correr, pero no le dejaban.

—¿Y otros sonidos? ¿Notas musicales constantes?

Consultó textos sobre las alucinaciones auditivas. Había casos históricos. Hacía siglos, un compositor que se llamaba Robert Schumann había oído continuamente la nota «la», y se había tirado de un puente en la antigua Viena. Konteau no protestó demasiado cuando lo enviaron a los froyds, que —sospechaba él— estaban encantados de recibirlo.

En la primera consulta le recibió un señor mayor, con quevedos y ojos fláccidos y olvidadizos; junto a él, un ayudante más joven, muy respetuoso pero muy experto. Ambos llevaban batas blancas. Le dijeron sus nombres, pero él los olvidó al instante. Dedicaron un momento a leer los resultados de los análisis clínicos; mientras tanto, Konteau estaba sentado en un taburete, con ropa de trabajo, y deseando estar en otro lugar.

Los dos froyds hablaban entre sí.

—¿Un psicomnemo? —preguntó el ayudante al jefe.

—Puede ser.

Konteau había fruncido el ceño. ¿Psico…?, ¡maldita sea! Ya conocía a esos curanderos. Dan a una cosa un nombre que nadie ha oído nunca, y ya creen que la tienen controlada. Estaban hablando de él, en su presencia. Eso era una falta de educación. Además, no sabían de qué estaban hablando.

—¿Qué es un psico… como se llame? —preguntó.

—Psicomnemo. No es más que unas pequeñas cosquillas a su inconsciente —dijo el froyd mayor—. Algo que le recordará cosas que quiere recordar, pero que le harán daño si las recuerda.

—Así que todo es muy indeciso y ambiguo —añadió el ayudante, pretendiendo ayudar.

—Yo no tengo nada de eso —declaró Konteau—. Tengo un control completo de mis recuerdos y de mi inconsciente.

No respondieron. Ni siquiera se miraron entre sí. Se dio cuenta de repente de que lo más probable era que hubieran oído lo mismo de boca de todos los pobres desgraciados que pasaran por las salas de exploración.

Ten cuidado, Konteau (se dijo a sí mismo). Si plantaba cara a estos matasanos, eran capaces de dar un mal informe. Podían incluso obligarle a tomar el retiro. Sería demasiado para él. Su trabajo era lo único que tenía en el mundo. Ahora que Helen se había ido, era lo único que le hacía seguir adelante. Su voz carecía de vida.

—Vamos a ello. Díganme por qué oigo un zumbido.

Le llevaron a la sala de sonidos, y se pusieron a reconstruir su zumbido. Aunque a regañadientes, reconoció que el proceso analítico le agradaba. Era entretenido. Muy científico.

—El oído humano medio puede percibir el sonido en una gama de frecuencias que va de las dieciséis a las 20 000 vibraciones por segundo —dijo el ayudante—. La voz humana abarca entre los 300 y los 4000 ciclos por segundo. La nota más grave de un tubo de órgano bajo corresponde a dieciséis ciclos por segundo. Un zumbido estaría más bien por la parte baja del espectro sonoro. Vamos a intentar determinar la nota fundamental del zumbido. Escuche esto. Su zumbido ¿es más agudo o más grave?

—Más grave.

Después de un par de intentos más, llegaron a la conclusión de que la nota correspondía a unas dieciocho vibraciones por segundo, dos más o dos menos.

—Pero no es tan sencillo —insistió—. Mi zumbido es en realidad una nota compuesta. Creo que se trata, en realidad, de dos zumbidos, que se mezclan, por así decirlo.

Eso consiguió fascinarles.

—¿Disonantes? —preguntó el bata blanca jefe.

—No, creo que no. Si fuesen disonantes, con dos frecuencias diferentes, creo que oiría unas pulsaciones por interferencia.

—¿Cree que los dos zumbidos proceden de la misma fuente? —aventuró el ayudante.

—Bueno… sí, creo que sí.

—¿Un motor? —ahora los dos le estaban asaeteando a preguntas.

—No…

—¿Dos transformadores que zumben?

—No.

—¿Y qué hay en la naturaleza que zumbe? —se preguntó a sí mismo el ayudante—. ¿Colibríes? —dijo vivamente.

—No. Aletean demasiado rápido.

Konteau se irguió de repente.

—Esperen. Algo vuela. Sobre mi cabeza.

Le miraron.

—Siga —dijo el jefe, con voz tranquila—. Algo vuela sobre su cabeza. Es una sola cosa, pero produce un zumbido compuesto. No es un ave. ¿Cuántas alas tiene?

Konteau se tapó los oídos con las manos y cerró los ojos. Pero oía y veía ráfagas de cosas… sonidos… escenas…

—¿Qué es? —insistió el jefe—. ¿Qué es lo que produce el ruido?

—Creo… que es una libélula.

El ayudante puso reparos.

—¿Una libélula? ¡Imposible! Su aleteo produciría un sonido de frecuencia mucho más elevada.

El jefe levantó la mano.

—¿Dijo cuatro alas? —preguntó a Konteau en voz baja.

—Cuatro. El par delantero sube mientras el par trasero baja. Y luego hacen el movimiento inverso. Puede hacer vuelo estacionario.

—¿Y estaba estacionario?

No respondió al principio. Iba recordando, lentamente al principio, luego a borbotones, por último toda la riada de recuerdos, crueles, hermosos. Helen y él yacían juntos sobre el musgo, bajo aquel gran árbol cubierto de escamas, echando una cabezada después del almuerzo, allá en el Carbonífero Superior, hace trescientos diez millones de años, en aquel gran bosque de árboles gigantes similares a los helechos, que acabarían convirtiéndose en carbón. El ambiente era caluroso y húmedo. Llevaban pantalones cortos y camisas de sport; a aquella hora la brisa marina había cesado, pero todavía no había empezado la brisa de tierra del atardecer. El bosque estaba absolutamente muerto. No se movía ni una hoja. El resto del personal de reconocimiento se había ido a otra misión, por la costa de la antigua Apalachia, recogiendo muestras de aire y efectuando mediciones de temperatura y de presión del aire. De repente, la muchacha había dado un chillido y le había agarrado. Y, al mismo tiempo, él había levantado la cabeza y había visto a la criatura: un precioso ejemplar de Meganeura, una libélula gigante, con una envergadura de alas de un metro. Se quedó allí un instante y luego desapareció, asustada por el grito y por los movimientos de sus cuerpos. Ah, pero la había visto. Recordaba aquel insecto enorme y hermoso con una riqueza de detalles casi intolerable. Recordaba la longitud de su cuerpo, su abdomen largo y delgado, sus patas como ramitas, sus ojos bulbosos gigantes. Su aleteo, dieciocho veces por segundo, convertía a las alas en una mancha difusa. Recordaba que había pensado entonces que este miembro primitivo del orden de los odonatos era una imposibilidad biológica…

Y entonces…

Cuanto Helen abrió los ojos, tenía su cara sobre la de ella, y le estaba mirando la nariz y los labios. Alivió un poco el peso de su cuerpo para que ella pudiera respirar. Advirtió, por primera vez, que su pelo era un haz de rizos individuales, como los pétalos de un jacinto. Cuando él la besó, ella volvió a cerrar los ojos y le abrazó.

Su vida juntos había empezado con un zumbido.

Oyó a los dos froyds que hablaban entre sí en voz baja.

—Creo que ya lo tiene.

Sí, ya lo tenía, pero no estaba seguro de que le hiciese falta.

Ese encuentro con los froyds había sido el primero, pero no el último. Había tenido lugar pocos meses después de que Helen lo hubiese abandonado. ¿Le había servido de algo? En realidad, sí. El zumbido había desaparecido. Nunca le había vuelto a molestar. Y ahora era capaz de pasar por delante de la floristería (en la que había jacintos en tiestos) sin sufrir palpitaciones ni ahogos. Había encontrado el volumen «perdido» de las obras de Edgar Allan Poe entre el desorden de su apartamento de soltero. («Helen, tu belleza es para mí…»). Lo descubrió sobre su mesilla, donde siempre había estado. Quizá estuviese empezando a superar el golpe de su abandono.

Pero no todo había acabado con la resolución del problema del zumbido. Le dedicaron un trío especial de froyds para él solo, tres mujeres que trabajaban en equipo, y tenía que visitarlas cada trimestre. En realidad, había empezado a venir a Xanadú porque habían insistido ellas tres (a las que nunca había visto: sólo conocía sus voces). Se tumbaba en aquel diván blando, bajo unas luces suaves de color rosa, en la sala de charlas, y las voces flotaban de forma soñadora. Antes de que hubieran avanzado mucho en la primera sesión, ya era capaz de distinguir cada una de las tres voces. Por algún motivo, le recordaban a las tres Norns.

Primera voz (Norna, dura, firme): Ha perdido diez kilos desde sus últimas pruebas físicas. Necesita reposo. Debe irse. Le hará olvidar a Helen.

Segunda voz (Verdandi, contralto, de bella modulación, interesada): Intente ir a Xanadú, en Deimos.

Tercera voz (Skuld, soprano, un poco chillona, exuberante): Siempre le gustó Marte.

Primera voz (Norna): Podría escribir un Informe General. Hace mucho tiempo que quiere escribir un Informe General sobre una posible colonia en Marte.

Segunda voz (Verdandi): En cualquier caso, podría encontrar chicas.

Tercera voz (Skuld): Y encontrar a una chica que le pudiera ayudar con su informe.

Qué raro, cómo había salido todo. Casi como si la Viuda hubiera advertido a Ditmars, y Ditmars hubiera preparado a Demmie. Pero ¿qué papel desempeñaba Demmie en todo esto?

Sacudió la cabeza. Olvida el informe. Olvida a Demmie… a Ditmars… incluso a la Viuda. Sólo existía una cosa verdaderamente importante, y esta cosa era Helen. Todos los caminos mentales conducían finalmente a Helen, como los senderos de un laberinto ingenioso, o como las carreteras antiguas, que conducían a Roma. Las mismas Norns conducían a Helen. Las Norns sobre todo.

Qué extraño, lo de ese trío invisible.

Había protestado una vez.

—¿Es esto normal? ¿Por qué no podemos hacerlo cara a cara?

—Podría poner en peligro nuestra utilidad —había dicho Norma.

—Ustedes, señoras, ¿son monstruos de algún tipo? ¿Creen que me asustaría de verlas?

—Por el momento, James, no entraremos en el tema de nuestro aspecto —dijo Verdandi—. Si se le presenta una emergencia repentina, de vida o muerte, se podría hacer algo.

—Bueno, qué tranquilizador. Cuando las vea a ustedes, señoras, será porque me voy a morir. —Pronunció esto como una mezcla de afirmación y pregunta.

Le tocaba responder a Skuld, pero no hubo respuesta.

Dirige a hurtadillas una mirada a Demmie. Está respirando de forma suave y regular. Quizá fuera ella la que necesitaba una siesta.

Suspira, y vuelve a pensar en Helen. Ella no necesita nada ni a nadie. Ni siquiera a su hijo Philip. Ni a su trabajo. Ni a mí, por supuesto. ¿Cómo llegó a lograr tal desapego? ¿Se puede decir que es un logro? Sea lo que sea, es para echarse a temblar.

O sea, Madame Demmie, o como quiera que te llames, ¿que quieres saber qué fue de mis Relojes de Arena tachonados de diamantes? ¿Quieres conocer la suerte del único recuerdo tangible después de treinta y dos años de jugarme el pellejo con la Viuda? Los vendí, mi pequeña e insistente amiga, y con el dinero me compré algo valioso: tres vaporosos retratos al óleo, por el gran Ingrim. Ingrim, nada menos. Los originales estaban en la caja fuerte de un banco, en Sigma, pero antes de guardarlos había encargado unos hologramas en miniatura, con texto hablado, y los llevaba en la cartera. En sus anteriores juergas en este lugar, ponía el tríptico sobre la cama, sobre el escritorio, o incluso en el suelo, ponía en marcha la secuencia, e iba formando las palabras del texto con los labios.

Uno:

Si te falta la fortuna, y si en tu despensa sólo quedan dos panes, vende uno y compra jacintos para alegrar tu alma.

(Había vendido los dos panes, es decir, los dos gemelos en forma de Reloj de Arena con diamantes, y no lo lamentaba).

Dos:

A veces creo que nunca es tan roja la rosa

como la que crece en la tumba de un César,

y que todos los jacintos del jardín

han caído en el regazo de una cabeza que fue hermosa.

(Piensa: si soy capaz de comprender lo de los jacintos, el conocimiento me hará invulnerable. Podré sobrevivir. Podré vivir mi vida sin ella).

Tres: (Este retrato era un demudo).

Toqué sus pechos dormidos y se me abrieron de pronto como ramos de jacintos.

Se imaginó dicha flor elegante. El jacinto era un bulbo que florecía perennemente. A partir de un tallo central surgían muchas flórulas de seis pétalos, cuyas puntas se curvaban hacia atrás y se dirigían al tallo. Su impacto visual y olfativo podía ser espectacular, sobre todo el de las variedades de tonos más oscuros. Algunas mujeres (Helen entre ellas) tenían el pelo rizado de forma natural, como las flores del jacinto.

Había visto trabajar a Ingrim.

—¡Jacintos! —había susurrado el gran pintor—. ¡Maravilloso! —Y, a partir de una fotografía, había pintado un lienzo cada día, durante tres días, mientras Konteau disfrutaba del entusiasmo del artista.

La imagen más profunda de todas, la visión de Poe, no se la había confiado a Ingrim. Era propiedad particular suya, que no quería compartir, ni siquiera para inmortalizarla. Porque ya era inmortal.

Tu pelo de jacinto, tu rostro clásico,

Tus aires de náyade, me han traído al hogar.

La náyade bajo el gran árbol Lepidodendro, en aquella exploración del lejano periodo Pensilvánico. La recordaría siempre. La libélula zumbadora gigante se había marchado, y había vuelto el silencio. Y los únicos sonidos eran los suspiros de sus cuerpos sudorosos. De esa manera fue como tú, Helen de los Jacintos, fuiste la madre de nuestro hijo. Hace veintidós años. ¿O hace 310 millones de años?

Conque ahora, a Xanadú. Y gracias a Kronos que puede ir a Xanadú. En los últimos días de vacaciones que pasó aquí todo se embrollaba, se confundía, y nada era real. Se sentaba aquí (¿en este mismo sillón?) y cerraba los ojos y flotaba en un mar de líquido amniótico. Xanadú era un vientre protector.

Por las «tardes», en las vacaciones pasadas, le había gustado andar por el Paseo lleno de tiendas. Las aceras solían estar llenas de paseantes como él: hombres a la caza de mujeres, y viceversa. Al principio le había sorprendido el número de hembras muy ricas que aparecían por allí. Se había encontrado con algunas de las familias más nobles de Terra.

Parecía que las modistas, salones de belleza, boutiques y casas de comida rápida se sucedían de forma regular, como si estuvieran trenzados. Le gustaba pasar por delante de los salones de belleza y mirar los modelos de peinados en los escaparates. El año pasado había habido un gran holograma de un peinado con rizos de jacinto. Lo había contemplado durante varios minutos, fascinado. Le parecía que era capaz de percibir el aroma penetrante del pelo de Helen, como de agua de rosas. El holograma había desaparecido la tarde siguiente.

Pero este año era diferente. Muy poco tiempo para pasear. Demmie le había obligado a dedicarse al informe maldito. Le había insistido, le había empujado. Qué raro, no era capaz de decidir si le guardaba rencor. Ni siquiera lo supo cuando hubo terminado el informe.

Este viaje, por lo menos, casi parecía que tenía un motivo; aunque (como sospechaba) el motivo lo tenía más bien esta mujer misteriosa. Demmie se lo había hecho tragar a la fuerza. Él no se había dado cuenta de lo que pasaba hasta que todo hubo terminado.

Estaba intentando recordar, ordenar sus ideas. ¿Cuándo había empezado todo? Si el viejo Zeke Ditmars tenía algo que ver en todo esto, bien podía haber empezado todo hasta un año atrás. El año pasado, el día en que llegó, había visitado los Laboratorios Experimentales del Consejo, para saludar a su viejo amigo, el teórico retirado que había diseñado a Mimir, su ojo ortopédico. La conversación había ido derivando, de alguna manera, hasta convertirse en una discusión sobre cómo se podría solucionar el exceso de población de la Tierra. El hombre-kron había sugerido el Proterozoico marciano.

—Se puede establecer aquí una colonia completa, Zeke, cinco millones de personas. Se empieza con un asentamiento, cinco mil personas. Luego otro, y otro más. Se puede ir enviando el exceso de población terrestre, unos cien mil al año para empezar.

El viejo científico estudió a su amigo con la mirada.

—Haría falta mucho trabajo de preparación.

—Yo he bajado por allí. Lo sé.

—Desde luego que sí. Pero ellos no lo saben. El Consejo necesitaría un Informe General, para plantearse siquiera el envío de un equipo de reconocimiento previo.

—Ya lo sé. Olvídalo. Creo que me iré a la Majestuosa Cúpula de Placer para ver a las chicas. ¿Quieres venir? —añadió cortésmente.

Ditmars estaba pensativo.

—Esta vez no, James. El año que viene, quizá. ¿Volverás el año que viene?

—Sí, supongo que sí.

—El año que viene, entonces. Seguro.

Konteau se da cuenta ahora de que el viejo científico había planeado este encuentro con Demmie hasta con un año de adelanto. Se ríe con tristeza.

Ha sido víctima de un montaje.