1 - Demmie

EL auxiliar de vuelo (¿tan joven que podría ser su hijo?) le dirige una inclinación de cabeza respetuosa, le alcanza su bolsa de diez kilos, y Konteau desciende por la rampa de desembarco con paso torpe. La gravedad reducida de Deimos, el menor de los dos satélites de Marte, ya le hace sentirse inseguro. Pero él ya ha estado aquí antes, y sabe que se acostumbrará. Se sube a un carrito de alquiler y, después de algunas sacudidas, se pone en marcha por el pasillo lleno de resonancias huecas hacia sus habitaciones del ala este del gran centro de vacaciones del satélite. Adelanta a un viejo conserje, que está apoyado en una máquina barredora y que contempla con profunda melancolía la suciedad y las basuras que están esparcidas por el hall: platos y vasos de plástico, una máscara que antes era dorada, pero que ahora está sucia y rota, sombreros de cotillón, latas de cerveza, botellas de vino, serpentinas, arroz sintético, algo que parece ropa interior desechable. A Konteau le da pena el conserje, pero no se detiene. Cada uno tiene sus problemas, piensa, dirigiéndose mentalmente al viejo. Pero no olvides el lado bueno de las cosas. Gracias a que los que se divierten no arrojan los desperdicios por los vertederos, tú tienes un empleo.

El viaje desde Terra, en el Expreso Xanadú, sólo ha durado cuatro horas, pero está cansado. Se lavará, se echará una siesta y luego buscará algo de acción. Una semana de vacaciones. Tiene que aprovecharla. A la vuelta a Terra se tendrá que enfrentar con una lista de exploraciones con dos meses de retraso. El Jefe de Campo se lo dejó muy claro.

Está abatido. Aquí se siente fuera de lugar, en realidad. Sus habitaciones (lo esperaba) están amuebladas con una opulencia exorbitante. La decoración es tan ridícula que casi consigue alegrarle. Las paredes están recubiertas de sintetiterciopelo, afortunadamente oculto en su mayor parte por tapices que pretenden representar paisajes marcianos. Las alfombras son de un rojo subido, y son muy mullidas. Arroja el maletín sobre la colcha de una de las dos camas, adornada con pieles. Aquí y allá hay escritorios, mesas y sillas plegables, de verdaderas teca y caoba plásticas.

Una hora más tarde está paseando por el Centro de Reunión, abarrotado. Parece que todos los veraneantes han salido para conmemorar la muerte del viejo Jefe Supremo, el Vyr de Vyrs. Konteau ha estado observando los rostros. No parece que nadie esté particularmente afectado por el dolor, pero ¿por qué deberían estarlo? El gran líder religioso se dejaba ver rara vez. De hecho, es probable que no haya salido de su palacio en los últimos diez años.

No. Aquí no hay nada de triste ni de solemne. Más bien al contrario. Una estridente música de fiesta llena el paseo. Se parece bastante al carnaval, reflexiona Konteau, al contemplar las filas de bailarines con máscaras, cogidos de las manos.

Una banda abigarrada se dirige hacia él, desafinando y sin llevar el paso, tocando una antigua marcha festiva, y él se acoge a la seguridad relativa de un portal. Una muchacha se refugia del desfile junto a Konteau, pero un joven sonriente que lleva un antifaz sale de la formación el tiempo suficiente para salpicar sus piernas desnudas con un perfume muy barato y muy oloroso. Ella da un grito de felicidad y sale corriendo por el Centro de Reunión, por delante de la banda. Konteau supone que espera una repetición.

Es demasiado violento para mí, piensa. Y el ruido le empieza a atacar los nervios. Quizá hubiera debido pedir a la muchacha que se quedase un rato. Podrían haber hablado. Pero está claro que ella tenía otras cosas en que pensar. Y también daba la impresión de que no estaba totalmente cuerda. Por lo menos, no en aquel momento. Y en aquel momento a él no le vendría mal un poco de cordura.

Encontremos un bar. Veamos. En algún lugar, por este callejón de las Lunas Gemelas. Por aquí debería haber algunas damas menos nerviosas, esperando a un krono de mediana edad que sale de caza.

Una voz insistente se dirige a él.

—¡Afrodisíacos! ¡Filtros amorosos! ¡Píldoras de potencia, de testículos de tiranosaurio! ¡Cuerno molido de triceratop, fresco, traído por viaje a través del tiempo! ¡Auténticas tripas secas de arqueópterix! ¿Usted, señor?

Konteau fulmina con los dos ojos (uno verdadero, otro falso) a la persona que está detrás del tenderete. (¿Varón? ¿Hembra? Imposible determinarlo con seguridad). ¿Impotente yo? Sopesa un momento la pregunta; la acusación implícita. Pregúntamelo mañana. No, no me lo preguntes. Piensa en otra cosa. Del bolsillo interior de la chaqueta saca su carnet de miembro del Club de Ajedrez Gamma 300, con funda de cuero, y lo pasa por delante de los ojos del mercachifle durante una fracción de segundo.

—Casaca Gris, de paisano —dice con voz helada—. Son diez mil kroner de multa y un año en la cárcel de Delta si eso de ahí son materiales prehistóricos controlados.

La cara del bellaco se contrae, y palidece de repente.

—Oh, por Kronos, señor… claro que no… no son más que huesos de pollo molidos…

Konteau suspira. Sigue improvisando.

—Pues también existe el artículo novecientos once: la estafa pura y simple. ¿Crees que en Xanadú no existe la ley, simplemente porque aquí no hay cárcel?

—Oh, señor, Quizá si pudiese usted entrar en mi… cuarto de estar, podría explicarme… —la cabeza gira ligeramente, y los ojos laqueados le dirigen una mirada ansiosa, de reojo.

¡Buf! (Y sigue sin poder determinar el sexo de este tipo).

—Ándate con cuidado, bicho —gruñe, y sigue andando.

Cien metros más adelante, todavía en el Centro de Reunión, vuelve a detenerse. Escucha una voz metálica.

—¡El Jefe Supremo ha muerto! ¡Viva el Jefe Supremo! Pero ¿quién será el Jefe Supremo? ¿A quién designará el Cónclave? ¡Descubran ustedes mismos el nombre de nuestro próximo Jefe Supremo!

El orador no es visible. El sonido procede de una hilera de altavoces. Konteau levanta la vista hacia los carteles holográficos, preparados apresuradamente, y que adornan el tenderete. Son unas vistas breves, de un hombre de pecho desnudo, con turbante y bombachos, que tiene una serpiente en una mano y una cimitarra reluciente en la otra. En vistas holográficas sucesivas, la cimitarra descabeza al reptil de un tajo fulgurante, y unas manos sangrientas extraen sus entrañas largas y retorcidas.

Konteau contrae la boca con asco.

La voz estridente continúa:

—Tengo las Bandas de Galones del Colegio de Augures, entregadas personalmente por el Delta Vyr. Me he sentado a los pies del gran Tages en persona. He profetizado delante de los públicos más selectos de los cuatro continentes, y soy célebre en el mundo entero por mi exactitud. Sólo utilizo entrañas frescas. La próxima adivinación será dentro de diez minutos. Entrada, dos jeffersons de plata. Tarifas especiales para grupos (consultar con dirección). Niños menores de seis años, gratis, si van acompañados.

El hombre-kron hace un gesto, y luego presta atención a lo que dice una pareja detrás suyo:

—Es el timo mayor del Paseo. Serpientes… ¡y un cuerno! Son tripas de corderos, desechos de los restaurantes. Ni siquiera están traídas a través del tiempo.

—Se supone que las cobras reales son buenas para la adivinación, pero mi primo dice que no hay nada como las entrañas humanas.

—Yo también lo he oído decir. Lo mejor de todo es una mujer traída a través del tiempo.

A Konteau se le revuelve el estómago de repente. Este lugar está enfermo, piensa. Esta gente está enferma. ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué he venido? Buscando el olvido, las mujeres, el ruido, todo, nada… para no tener que pensar en ella. Pero sí que pienso. Recuerdo. No puedo pensar en otra cosa. Helen… Helen… Helen…

Encogiendo la cabeza entre los hombros, se da la vuelta y se abre camino entre los abigarrados huéspedes de Xanadú.

Un perfume cargado pero sutil le atrae por el pasillo hacia el puesto siguiente.

—¿Mimosa? —se pregunta.

La cantinela hipnótica del charlatán ha atraído a una nube de curiosos alrededor del puesto.

—Señoras y caballeros, van a tener el privilegio de presenciar una exhibición clásica de papillon-choix, es decir, elección de la mariposa, sistema profético reconocido desde los tiempos clásicos. No empujen, por favor. Hay sitio para todos. Todo por el insignificante precio de un jeff. ¡Gracias, señor! ¡Señora…! ¡Gracias, gracias! —recoge las monedas casi antes de que lleguen a tocar el tablero de plástico duro.

A un lado de la mesa de piedra hay una jarra de laboratorio pequeña, llena de un líquido translúcido de color ámbar, que al parecer se mantiene fundido por medio de un autocalentador.

Konteau frunce el ceño. Es otra adivinación del Jefe Supremo. Ya se ha dado cuenta de la técnica, pero no discierne del todo para qué sirve el líquido caliente de color ámbar. Es interesante. Decide quedarse atrás y presenciar toda la actuación. Escucha, y la letanía prosigue:

—Como todos sabemos, sólo existen tres personas cuyo espíritu benevolente y racional les convierta en candidatos posibles para ser el nuevo Jefe Supremo. En primer lugar, Willem el Pensativo, Vyr de Nieuw Amsterdam. En segundo lugar, en la lejana Catay, Li el Modesto, Vyr de Biching. Y, por último, en Maryland Ancienne, Paul el Piadoso, Delta Vyr. Como verán, hemos representado aquí a cada uno de ellos por una flor en su respectivo florero: a Willem por el tulipán de su tierra natal, a Li por la rosa de su país, y a Paul por unos capullos de su flor favorita, la mimosa.

Konteau arruga la nariz. Sospecha inmediatamente que el tulipán y la rosa no tendrán olor. Pronto lo comprobará por medio de Mimir, su prótesis ocular.

Los ojos vidriosos del charlatán brillan al recorrer a su público.

—¿Alguna apuesta? Pago dos a uno. ¿No apuestan a que acertarán la profecía de la mariposa?

—Oooh, me encantan las profecías —cacarea una viuda rica, a la derecha de Konteau—. ¡Dos jeffs por Li!

El feriante recoge las monedas.

—Una pieza de oro por Willem —dice el joven que está delante de Konteau. Se oye un tintineo metálico.

—¿Qué tipo de mariposa es ésa? —pregunta una tercera voz—. ¿Cómo sabemos que esto no tiene truco?

El charlatán suelta un gran suspiro, como traumatizado.

—Señor mío, su pregunta me hiere en lo más vivo. ¡He aquí la mariposa!

Levanta una minúscula jaula de alambre, más pequeña que su puño.

—Reconocerá un ejemplar de «roja», la especie más pequeña entre los lepidópteros diurnos. Apenas tiene el tamaño de la uña de mi meñique. Acaba de salir de su minúscula crisálida, esta misma mañana, y el único objetivo de su vida es realizar una selección honrada del próximo Jefe Supremo para usted, señor.

Una philomimosa, reflexiona Konteau. La hembra pone los huevos exclusivamente sobre las ramitas de la mimosa y la oruga no come más que hojas de mimosa.

Sondea mentalmente a su aculas. «Munir, prepárate para un ensayo olfativo». Nota, más que oye, la apertura de los minúsculos conductos de aire de su ojo artificial, y el pequeño ventilador que recoge el aire del entorno y lo dirige a la minúscula cámara de turbinas, en la que se analiza en busca de ciertos éteres y alcoholes de cadena molecular larga. Murmura mentalmente: «Empieza por el tulipán».

—No hay olor. El tulipán es de una variedad sin olor.

—¿Y la rosa?

—Tampoco tiene olor.

—¿Pero la mimosa tiene mucho?

—Mucho.

¡Vaya elección! Bueno, como suelen decir los froyds: a veces es sano recibir insultos a nuestra inteligencia. Nos mantiene humildes.

Una docena más de apuestas. «No va más», grita el encargado. «Allá va». Levanta la jaula con una mano, deja caer el pestillo con la otra. La minúscula puertecilla cae con un rechinar apenas perceptible de sus goznes, y se percibe un relámpago repentino de carmesí brillante.

La philomimosa se posa en el ramito velloso de mimosa, aleteando lentamente, tanteando con la trompa entre la bola de cabezuelas rosadas.

Konteau oye el gruñido colectivo de desilusión. Sólo dos personas (ganchos, probablemente) habían apostado por Paul el Piadoso.

El grupo empieza a disgregarse.

El hombre del puesto levanta la mano.

—Esperen. Eso no es todo.

Con un gesto dramático saca de debajo de la mesa un pequeño frasco de vidrio, introduce en él a la mariposa, y lo levanta.

—Es un sencillo bote de sacrificio, amigos míos —sonríe—. Ha hecho su trabajo, y ahora va a recoger su recompensa de inmortalidad.

Konteau frunce el ceño. Supone que las paredes internas del frasco deben de estar empapadas de cianuro. Es estúpido y cruel. ¿Por qué no dejarla en la mimosa? ¿O dejarle que se fuera, por lo menos? ¿Y qué pasa ahora?

No le gusta nada de esto, pero le fascina, y contempla el espectáculo con los demás. No puede evitarlo. Y ahora respira hondo de repente. Empieza a comprender.

El feriante extrae de la cápsula con unas pinzas a la pequeña criatura alada y la introduce en la pequeña jarra de ámbar caliente. Las alas tiemblan, y luego se abren ligeramente. Rápidamente la vuelve a extraer. Parece que el líquido se cataliza al contacto con el aire, pues se endurece de forma instantánea y se convierte en una pequeña gota en forma de pera, que apenas cubre las alas de color rojo reluciente. Konteau advierte después que el hombre cuelga la gota de ámbar de una cadena de plata muy elegante con broche. La philomimosa se ha convertido en el brillante dije de un elegante collar de plata.

El verdugo recorre con una mirada triunfadora las caras llenas de expectación. Todos saben lo que viene ahora.

—La oferta de salida son tres piezas de oro —dice.

—Tres —dice el joven que está delante de Konteau. Una mujer joven y rubia está al lado del joven que ha pujado. Están cogidos del brazo. Konteau cree reconocer en ellos a la pareja que iba sentada delante de él en la nave, al venir. Todavía llevan sus ropas blancas de boda, como si quisieran anunciar a todo el mundo su nuevo estado, y Konteau advierte que ella todavía lleva arroz sintético en el pelo. Supone que están de viaje de novios. Es probable que hayan estado ahorrando y haciendo sacrificios para permitirse este derroche, único en sus vidas. Pero una pieza de oro equivalía, probablemente, al sueldo de un mes de este hombre, y había ofrecido tres. ¿De dónde ha sacado tanto dinero? Bueno, no era asunto de Konteau.

—Un recuerdo de valor incalculable —pregona el hombre del puesto—. Cuando Paul sea Jefe Supremo, les recordará que fueron los primeros que lo supieron.

—Cinco —dice una muchacha, detrás de Konteau.

Un breve silencio.

—¡Veinticinco! —dice la viuda rica, con voz áspera.

El mismo hombre del puesto está asombrado.

—Veinticinco. ¿Alguien ofrece treinta? —pero todos saben que ha terminado la subasta.

No, piensa el krono, quizá no haya terminado. Todavía tiene que pujar él. Envía un mensaje por los nervios que están en contacto con su prótesis ocular. «Mimí, ¿podemos hacerlo?». La viuda rica se abre camino a su lado, en el mismo momento en que él está entrando en comunión con ciertos microchips muy sofisticados de su ojo artificial. Sí, podemos hacerlo, a duras penas. El problema estriba en colocar unas pequeñas alas rojas en el marco mental de ella de hace cinco minutos, y proceder a avisarla de que se largue.

Escucha el tintineo de monedas sobre la mesa. El feriante entrega el collar a la mujer. Ella lo levanta para que todos lo admiren, y sus mejillas llenas de colorete se contraen con felicidad. Las pequeñas alas escarlata brillan como esquirlas de piedras preciosas.

Se produce un pequeño relámpago, débil y repentino, tan débil que sólo Konteau lo ve.

La mujer da un salto hacia atrás, al ver unas alas minúsculas que se mueven ante sus ojos. Mira la gota de ámbar, sin comprender. Ya no contiene la mariposa. Se queda boquiabierta, dejando ver que tiene los dientes picados. Alguien señala… ¿qué es? Es algo pequeño, que vuela en destellos, junto a las luces del techo. Y desaparece.

Ella dirige una mirada rabiosa al dueño del puesto, que le devuelve la mirada, más asombrado que ella, incluso, y sin comprender nada.

Una voz susurra al oído de Konteau.

—James, has cometido una travesura muy grande.

Dirige la vista hacia abajo. Es Zeke Ditmars, del Cuerpo de Biotecnología. El viejo investigador lo arrastra consigo.

—La mujer va a destrozar el puesto. Éste no es lugar para personas honradas.

Konteau está de acuerdo.

—Hay un bar a la vuelta de la esquina.

—Las Lunas Gemelas. Desde luego.

Konteau vuelve la vista atrás. Las únicas caras que se perciben con claridad son las de la pareja de recién casados. Sus ojos lo escudriñan como láseres, y luego se apartan de él de repente. Advierte una luz espectral en las mangas del hombre. ¿Gemelos de diamantes? Interesante. Recuerda un juego que tenía él. Desaparecieron hace mucho tiempo, pero no lo lamenta.

Detrás suyo se van desvaneciendo poco a poco los chillidos, la destrucción general y las risotadas estridentes. Konteau se siente cada vez mejor. El primer día ha empezado bien.

Diez minutos más tarde está siguiendo con poco interés los movimientos fluidos de las bailarinas sobre la mesa de gravedad de las Lunas Gemelas. Sus arcos y piruetas aéreas llenas de gracia están perfectamente sincronizados con los circuitos preprogramados que conectan y desconectan la gravedad sobre la mesa. Las luces de colores recorren sus cuerpos esmaltados. Y, por encima de todo, como un cielo o un mar eterno, las canciones suaves y apagadas que surgen de altavoces ocultos. Las voces están desgranando La Ronda de Ratell:

Oh, cantad conmigo la canción del Tiempo,

Time, Temps, Zeit.

Sin lógica y sin rima.

Vremya, Tempus, Tijd.

Oh, las nueve ecuaciones que nos escribieron, Y nos entregaron Ratell y Kronos.

Oh, cantad conmigo la canción del Tiempo, Time, Temps, Zeit.

Casi sin pausa, empiezan con una balada azucarada y sentimental. «Aunque te escondas más allá de la Luna, un día te encontraré, ahora, ahora, ahora, que sea ahora…».

Konteau contempla a las bailarinas, y se da cuenta de que se está preguntando quién será el programador.

—Esta coreografía es muy especial —comenta.

—¿Eh? ¡Ah, el programa! Tienes mucha razón, James. Me alegro de que me lo hayas preguntado. Todo es trabajo de aficionado, realizado en ratos libres por una persona de mucho talento.

Konteau frunció el ceño ligeramente. No recordaba haber preguntado nada.

—¿De verdad? —preguntó por cortesía.

—¿Quieres conocerla?

—¿Conocerla?

Parpadea. ¿Puede ser verdad que exista aquí una mujer intelectual y con mérito artístico?

—¿Estás sordo? Conocerla. Es una chica. Una mujer. ¿Acaso no has venido aquí para eso? ¿Para conocer a mujeres interesantes?

Konteau se encoge de hombros.

Ditmars contrae la boca, formando una sonrisa llena de arrugas.

—Espera aquí. La llamaré.

—¿Está aquí de vacaciones?

—No. En realidad, está trabajando. Espera. Dame unos minutos.

El viejo desaparece.

A Konteau no le molesta la espera. En este lugar, el ruido es suave, amortiguado. Le gusta el anonimato protector de las lenguas extrañas, de las sílabas secretas que se mezclan formando un ruido blanco, monótono e invariable, como el que se puede oír acercando al oído una antigua caracola marina.

Las letras de las canciones, suaves y tranquilizadoras, siguen cayendo blandamente, como copos de nieve. «Me paseo por las estrellas… buscando a ella… ¿dónde está mi amor esta noche…?». Un ruido monótono y agradable, piensa Konteau. Ni bueno ni malo. No es nada. No vale la pena ni pensar en él.

Helen, ¿dónde estás esta noche? Cuando te fuiste no te llevaste nada… aparte de mi cerebro (ambos hemisferios, mi corazón, mis pulmones, mis tripas, mis músculos, mis huesos). He andado días enteros como un cadáver vacío.

Levanta la vista. El viejo científico vuelve, arrastrando consigo una mujer. Después de la breve presentación («Demmie, te presento a James Konteau»), ella se sienta a su lado en la barra.

La estudia disimuladamente, durante las primeras frases insustanciales. Esta mujer tiene algo que es a la vez indescriptible e impresionante. ¿Edad? Puede ser su hija. Menos de treinta, desde luego. Sus ropas tienen un corte serio, como si estuviera viajando de incógnito y formasen parte de su disfraz. El camuflaje funciona bastante bien, siempre que ella esté quieta, callada, y mirando hacia otro lado. Pasa desapercibida entre el fondo de damas de la noche, retretes, muebles y vasos de cristal sobre la barra y detrás de la misma. Pero cuando gira sobre su asiento, con esa manera de moverse fluida y llena de gracia, y le mira con esos ojos pardos fríos (que buscan algo, pero que tienen autoridad al mismo tiempo), ya no puede pretender el anonimato. ¡Por los Cuatro Jinetes, mujer! (piensa, guiñando y bizqueando, nervioso por el buen tipo de ella), ¿qué haces tú en el taburete de un bar? ¿Quién eres?

En dos minutos han despachado el tema de la danza gravitacional programada, y pasan a otros temas banales en los que pueden estar de acuerdo. ¡Qué bien han reconstruido Deimos, para convertirlo en un gran centro de vacaciones interplanetario! Una vez despachado este otro tema, se ponen a hablar del satélite interior, Fobos, que gira alrededor del planeta a una velocidad superior a la misma rotación de Marte sobre sí mismo. Y luego hablan del mismo Marte. Y, de repente, dejan de hablar de temas irrelevantes y emprenden una acalorada discusión sobre la posibilidad de que haya existido vida en Marte en tiempos prehistóricos.

Konteau necesita un apoyo moral, y busca a Ditmars con la mirada; pero el viejo investigador se ha marchado.

Está solo. Intenta explicar que existió vida en aquel lugar, una especie de vida.

—Es imposible —protesta Demmie—. Allí abajo no hay aire ni agua. No es más que un desierto helado.

—Es verdad que ahora es así, pero antiguamente había aire y agua.

—¡No! Me está tomando el pelo.

—Sí, es verdad —expone todos los elementos, como si estuviese comprobando una lista de la compra—: existían ríos, lagos, incluso océanos. Los volcanes, sobre todo en la región de Tarsis, vomitaban kilómetros cúbicos de vapor de agua, dióxido de carbono, monóxido de carbono, nitrógeno. Todavía se aprecian las huellas de las aguas a lo largo de todo el Valle Marineris. Y entonces existía en el planeta una verdadera vida primitiva, multicelular, bastante similar a las algas de nuestro planeta. Vivían por fotosíntesis. Absorbían dióxido de carbono y agua, y expulsaban oxígeno. Hace dos mil millones de años, el contenido de oxígeno de la atmósfera marciana era bastante respetable, en realidad. Podríamos respirar aquel aire.

—¿Cómo sabe todo eso?

Cae en un ensueño momentáneo. ¿Cómo lo sabía? Lo sabía porque había estado allí. Había pisado las estribaciones del gran Valles, y había contemplado el tremendo río torrencial, de cuatro millas de profundidad y tan ancho que no se divisaba la otra orilla. Ese gran río bajaba retumbando por un cañón de tres mil millas de largo, hasta desembocar en un mar poco profundo.

Todavía podía oír su pregunta. Ah, ¿cómo lo sabía? ¿Cómo podía explicarle lo que había sentido, de pie al borde de aquel desfiladero, con las botas de trabajo hundidas entre los guijarros, salpicado de espuma cargada de barro? Había gritado de emoción.

Unos pocos kilómetros al este del Valles había un afluente relativamente tranquilo, en el cual el agua fluía en espirales de jacinto, como si obedeciese a una orden poética. La había contemplado, fascinado. (Los jacintos. Helen de los jacintos. Siempre, jacintos). Y todo el tiempo lloviendo, lloviendo, lloviendo. Y, cuando la lluvia hubo terminado por fin, resultó que los cielos eran azules. El espectro solar se disgregaba allí de la misma manera que en Terra, y le había sorprendido y deleitado.

Pero ¿qué podía contarle a ella de todo esto? No sabía cómo explicarlo. De hecho, no quería explicárselo. Era algo que le pertenecía a él, y no quería compartirlo.

Actualmente, el terreno era totalmente diferente. Por lo tanto, ella tenía razón, en cierto sentido. El único agua que existía era subterránea, escondida en forma de hielos eternos.

Ella le está diciendo algo, con una voz burlona, escéptica.

—Y, ¿qué le sucedió a todo ese aire y agua?

—Se escapó al espacio, sobre todo. El problema era una combinación de dos factores: la velocidad molecular y la velocidad de escape. Verá, en la atmósfera superior, los iones de nitrógeno se combinan con los electrones para producir átomos de alta velocidad, que se mueven a unos seis coma tres kilómetros por segundo. Esta velocidad es inferior a la de escape de la Tierra, pero superior a la de Marte. Así, la Tierra mantiene su nitrógeno, pero Marte lo pierde. Con el oxígeno y el hidrógeno pasa algo parecido.

—¿Y con el agua?

—La luz ultravioleta la convierte en oxígeno e hidrógeno, y se pierden por el espacio. En la Tierra, eso no pasa. La gravedad de la Tierra vuelve a ser suficiente para mantener el oxígeno, pero no para mantener los gases más ligeros, como el hidrógeno y el helio. En nuestro planeta estamos perdiendo los más ligeros, que apenas se van renovando por las emisiones volcánicas. Aquí todavía es peor, por supuesto. Pero aquí hubo bastante aire y agua, tiempo atrás. La presión del aire llegó a alcanzar los 800 milibares. Podían vivir los seres humanos.

—¡Qué tonterías dice!

—No. Hace dos mil millones de años, en nuestro periodo Proterozoico, los seres humanos podían vivir en Marte.

Ella le dirige una mirada que quiere decir: «No sólo dice tonterías; está loco».

Él la toma de la mano. Está fresca, flexible. La mira a los ojos.

—Escúchame. Es un cálculo sencillo. El hidrógeno se escapa a razón de dos por diez elevado a ocho átomos por segundo, por centímetro cuadrado de superficie marciana. Casi todo el hidrógeno procede del agua, por disociación debida a la luz ultravioleta. Si esto ha sido así desde la formación del planeta, es que había agua suficiente para cubrir todo el planeta con una capa de cien metros.

—¿Y qué? Ya ha desaparecido toda, salvo un poco de hielo eterno.

—Pero una vez, hace mucho tiempo, estaba aquí. Todo era diferente hace dos mil millones de años. Se podría haber establecido una colonia completa en aquel tiempo: cinco millones de personas.

Ella lo estudia con la mirada llena de una intensidad extraña y repentina.

—¿Cinco millones de personas? ¿Una colonia completa? ¡Es ridículo!

—No —responde suavemente—. Se puede hacer.

—¡Demuéstralo!

—Podría demostrarlo si quisiera.

Esto la divierte.

—Fanfarroneas, James.

—Necesitaría mucho material de la biblioteca —gruñe.

—¿Hablas en serio?

Él se encoge de hombros.

—Bueno, conozco al bibliotecario. Puedo echarte una mano.

Él se lo planteó, y luego pidió al camarero con una seña que sirviese otra ronda.

—Nada. Estoy aquí de permiso, de vacaciones; no he venido para escribir un informe idiota.

Prueban sus bebidas, y se miran el uno al otro.

Hay algo en ella que le recuerda a su esposa. No es capaz de decir «exesposa». ¿Con quién duermes esta noche, Helen de los bucles de jacinto?

Demmie invade sus pensamientos.

—Necesitarás un ayudante, alguien que te tenga ordenadas las cosas. Puedo hacerte el kaf, darte masajes en el cuello, conseguir los datos que necesites…

Vacila. No es capaz de decidirse. Una colonia en Marte. Un sueño. Sí, pero…

Ella sonríe de forma burlona.

—¿No lo dirás de verdad, James Konteau? ¿Estás tirándote un farol? ¡¿No se puede dejar de verdad a cinco millones de personas en un desierto helado, seco y sin aire?!

—Claro que se puede. Sólo que es un poco más complicado de lo que crees. Para empezar, habría que preparar guías de pilotaje para algunas zonas diferentes. Recuerda, estamos hablando de hace un par de miles de millones de años, durante el Proterozoico de la Tierra. En Marte, ese periodo ni siquiera tiene nombre. No será un simple paseo para las tripulaciones. No se puede predecir lo que cae del espacio. Por supuesto, se pueden marcar en el mapa las zonas despejadas, en las que no han caído meteoritos desde hace unos mil millones de años. Pero las tormentas de polvo han erosionado los cráteres de mayor antigüedad, hasta convertirlos en llanuras regolíticas. Bueno, después de haber calculado las guías de pilotaje del tiempo, y después de haber localizado los cráteres y de haber instalado boyas indicadoras, entonces se envía a los equipos de exploración, que delimitan las ubicaciones de la colonia y de los asentamientos individuales. Y, por último, si no se ha matado demasiada gente hasta el momento, se envía a los equipos de construcción, con cemento y prefabricados, martillos y clavos. (¡Por Kronos, cómo quiere dirigir este proyecto! Se aprieta la lengua contra los dientes. Es capaz de sentir el sabor de su deseo. ¡Por las fauces de Kronos, está babeando! Avergonzado de repente, se limpia la boca con el dorso de la mano. ¿Sabe esta mujer lo que le está haciendo? Lo sabe. ¡Maldita sea!).

Y, ¿qué es lo que hace ella durante su explicación llena de paciencia y de claridad? Se ríe de él.

Basta de charla. La toma de la muñeca, y se dirigen juntos a su suite sobrecargada.

Y así es como empieza todo.

Al retirar los artículos de papelería y los listines de su escritorio, descubren el Libro de Kronos; lo habrán puesto allí (y, supone él, en todas las habitaciones) los maltusianos, que están en todas partes. Advierte que las cubiertas negras, de algo parecido al cuero, nunca se han abierto. Pliega hacia atrás la cubierta frontal y lee la inscripción en letras rojas y doradas:

La consecución de una sociedad feliz siempre se verá obstaculizada por la miseria resultante de la tendencia de la población a aumentar más rápidamente que los medios de subsistencia.

Thomas Robert Malthus (1766-1834)

Esta afirmación tiene algo de espeluznante. Arroja el libro a la papelera, sin dirigir siquiera una mirada a Demmie.

Se organizan.

Ella tiene contactos. Se encarga de que el servicio de mantenimiento instale una impresora en un rincón de su pequeño estudio, y prepara una lista de informes de trabajo, con todo tipo de accesos a las bibliotecas de la Tierra. Los datos abstractos empiezan a llegar, y él empieza a escribir, con gran esfuerzo al principio, y sin método. Ella tiene que enseñarle a trazar un esquema general, y a organizar el trabajo por secciones.

Demmie… el ingrediente necesario. El catalizador esencial.

Pasan las horas, y las hojas del manuscrito van cayendo al suelo, y ella las recoge, las numera y las lee, pero se reserva sus comentarios y preguntas, esperando a que él decida tomarse el próximo descanso. Le trae la comida, le limpia la habitación, hace las camas de los dos.

El piensa en ella como mujer, de vez en cuando. Es muy bonita, dentro de su estilo libre y no exigente. ¿No exigente? ¡En qué está pensando! Exige, ordena, este maldito informe. No quiere otra cosa… es lo único que ha querido de él. Nada de sexo. El deseo es irrelevante. Suspira. ¿Qué día es hoy?