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Greg Gannon llevó el último galardón a su generosidad que le habían concedido a su oficina privada, situada en el Time Warner Center de Columbus Circle.

—¿Dónde lo pondremos, Esther? —preguntó a su veterana ayudante, cuando se detuvo en su mesa y lo sacó de la caja.

El galardón era un prisma de vidrio grueso, de unos veinticinco centímetros de alto.

—Parece un cubito de hielo —comentó riendo—. ¿Me lo quedo yo para cuando me prepare un martini?

Esther Chambers sonrió cortés.

—Irá a parar a la caja con los demás, señor Gannon.

—¿Te imaginas lo que será cuando me vaya al otro barrio, Es? ¿Quién los querrá?

Era una pregunta retórica que Esther no intentó contestar, y Gannon se dirigió a su despacho privado. Su esposa desde luego que no, y sus hijos los tirarán en el garaje, pensó al coger el prisma. Y apuesto a que ella no asistió con usted a la cena de anoche. Luego suspiró de forma inconsciente, y colocó el objeto sobre su mesa. Lo meteré en la caja de trofeos más tarde, pensó mientras leía la inscripción:

PARA GREGORY ALEXANDER GANNON EN RECONOCIMIENTO A SU CONTINUA BONDAD CON QUIENES MÁS LA NECESITAN.

Alexander Gannon, pensó Esther. Instintivamente echó una mirada a través de la puerta abierta que daba a la recepción de la Fundación, cuyo espacio estaba dominado por un impresionante retrato del tío de Greg. Este había sido un médico y un científico, cuya genialidad para inventar prótesis para rodillas, caderas y tobillos puso las bases de la fortuna familiar.

Murió hace treinta años, antes de saber el bienestar que generaron sus inventos, pensó Esther. Recuerdo que lo conocí cuando empecé a trabajar aquí. Tenía más de setenta años, pero seguía siendo muy guapo. Andaba muy erguido y tenía el pelo plateado y esos inolvidables ojos azules. No vivió lo bastante para ver hasta qué punto tuvieron éxito sus patentes. Todas han vencido ya, pero los Gannon ganaron cientos de millones de dólares durante años gracias a ellas. Al menos la familia destinó parte del dinero a la Fundación Gannon. Pero dudo que el doctor hubiera aprobado el estilo de vida de la familia de su hermano.

Bueno, eso no es asunto mío, se dijo, mientras se instalaba en su mesa. Aun así, una no puede evitar pensar… Esther, con sesenta años cumplidos, una silueta angulosa y una férrea voluntad de estar a la altura de las circunstancias, se ponía a pensar siempre que Greg traía otro reconocimiento a su benevolencia repetidamente proclamada.

Habían pasado treinta y cinco años desde que ella había empezado a trabajar en la pequeña firma de inversiones del padre de Greg Gannon. En aquel tiempo las oficinas estaban en el sur de Manhattan, y el negocio había sido precario hasta que las prótesis que inventó Alexander Gannon provocaron un tsunami de dinero y prestigio. La firma de inversiones había prosperado, y los ingresos derivados de las patentes habían transformado la vida de la familia Gannon.

Greg solo tenía dieciocho años en aquella época, pensó Esther, y al fallecer su padre se hizo cargo de la firma de inversiones y la fundación. Su hermano, Peter, nunca hizo nada excepto tirar el dinero en musicales de Broadway que cerraban el mismo día del estreno. Menudo productor está hecho. Si alguien supiera lo poco que donan esos dos, comparativamente, dejarían de besarles los pies al momento.

Es gracioso lo de esos dos chicos. Chicos, se dijo con sarcasmo. Son hombres hechos y derechos. Pero es gracioso que Peter haya heredado toda la belleza de la familia. Todavía podría ser una estrella de cine; es muy atractivo, tiene unos ojos castaños enormes y encanto de sobra. No me extraña que las chicas lo persiguieran a todas horas, y seguro que aún lo hacen.

En cambio Greg sigue teniendo el cuerpo de un adolescente regordete y, la verdad sea dicha, tiene de feo lo que Peter de guapo. Y ahora está empezando a quedarse calvo y siempre le ha preocupado ser bajito. Supongo que todo eso es un poco injusto. Pero en mi opinión, ninguno de los dos ha estado a la altura de su padre, y menos aún del doctor Gannon, desde luego.

Pero bueno, más vale que piense que me pagan bien, que tengo un despacho agradable y una pensión muy buena disponible para cuando la quiera, y que a mucha gente le encantaría estar en mi situación.

Esther empezó a ocuparse de la pila de correspondencia que le habían dejado en la mesa. Ella se encargaba de examinar los centenares de peticiones de subvención, y presentar las más apropiadas a la junta, que se componía de Greg y Peter Gannon, el doctor Clay Hadley, el doctor Douglas Langdon y también, desde hacía ocho años, Pamela, la segunda esposa de Greg.

A veces podía presentar «peticiones de base», como ella las llamaba, provenientes de hospitales pequeños, iglesias o misiones que necesitaban dinero desesperadamente. Porque las peticiones que se aceptaban eran en su mayoría para que el apellido Gannon apareciera destacado generosamente en el rótulo de hospitales e instituciones artísticas, de modo que la generosidad de la familia no pudiera pasar inadvertida. En los últimos dos años, este tipo de donaciones había sido cada vez más escasa.

Me pregunto cuánto dinero les queda realmente, se dijo.