El martes por la mañana, Olivia se despertó pronto, pero tardó casi una hora en levantarse. Entonces se puso la bata y fue a la cocina. Siempre preparaba una tetera para empezar el día. Cuando la tuvo lista, la colocó en una bandeja con una taza y se la llevó al dormitorio. Dejó la bandeja sobre la mesita de noche y, recostada en los almohadones, se bebió el té a sorbos mientras contemplaba el río Hudson.
Tenía la mente dispersa. Sabía que todavía había barcos anclados a las boyas en la dársena para yates de la calle Setenta y nueve. En cuestión de pocas semanas la mayoría se habrá ido, pensó, y yo también. Muchas veces me he preguntado cómo sería salir a navegar. Algún día lo probaré.
Y también ir a clases de bailes de salón, añadió sonriendo al pensarlo. ¿Y qué hay de esos cursos universitarios a los que pensaba apuntarme? Claro que todo eso no tiene ninguna importancia ahora. Debería empezar a dar gracias por la vida que he tenido. Tuve una brillante carrera en un trabajo que me encantaba. Desde que me retiré he viajado mucho, y he disfrutado de amistades sinceras…
Mientras saboreaba lo que quedaba del té, Olivia dirigió sus pensamientos al apremiante problema de qué hacer con la prueba de la caja fuerte. Clay está empeñado en que me olvide de eso, pero haga lo que haga yo, esto no es asunto suyo, aunque sea miembro de la junta de la Fundación Gannon. Catherine era mi prima. Y Clay no tenía derecho a entrar aquí el lunes, por muy preocupado que estuviera por mí.
Claro que cuando mi madre murió, yo coincidí con él que era mejor dejar las cosas como estaban, se dijo, pero eso fue antes de que el milagro de Catherine salvara la vida de ese niño, y antes de que empezara el proceso de beatificación.
¿Qué querría ella que hiciera? Durante un segundo, en la mente de Olivia apareció con toda claridad la cara de Catherine a los diecisiete años, con su melena rubia y esos ojos azul verdoso, como el mar en una mañana de primavera. Aunque en aquella época yo solo tenía cinco años, ya era lo bastante espabilada como para darme cuenta de que ella era muy guapa.
Le vino a la mente una idea: Clay vio que yo tenía en la mano la carpeta con el nombre de Catherine. Él es el albacea de mis bienes, por así decirlo. Si no he resuelto esto por mí misma de un modo u otro, no me sorprendería que cuando yo no esté y él abra la caja fuerte, se deshaga de los documentos. Creerá que hace lo correcto. Pero ¿es eso lo que se debe hacer?
Olivia se levantó, se duchó, y se puso su ropa preferida: pantalones, una blusa entallada, y un cómodo jersey de punto. Mientras comía una tostada y se bebía la tercera taza de té, intentó decidir qué hacer. Siguió dudando mientras ordenaba la cocina y hacía la cama.
Entonces, de pronto, se le ocurrió la respuesta. Visitaría la tumba de Rhinebeck donde estaba enterrada Catherine, en los terrenos de la casa madre de su orden, la Comunidad de San Francisco. Tal vez allí consiga entender lo que ella hubiera querido que hiciera, pensó Olivia. Es un trayecto en coche un poco largo, dos horas como mínimo, pero en cuanto sales de la ciudad, el campo es tan bonito que seguro que lo disfrutaré.
En estos últimos años había dejado de conducir en los viajes largos. En lugar de eso telefoneaba a una agencia para que le enviara un chófer, y este la llevaba donde quería ir, en su propio coche.
Al cabo de una hora, llamaron al interfono para avisarle de que el conductor estaba en el vestíbulo.
—Ahora mismo bajo —contestó.
Mientras se ponía el abrigo, dudó, y luego fue a la caja fuerte y sacó la carpeta de Catherine. La metió en una bolsa grande y salió del apartamento, aliviada de llevarla consigo.
El chófer resultó ser un joven de unos veinticinco años de aspecto simpático, que se presentó como Tony García. Olivia se tranquilizó al ver que se ofrecía a llevarle la bolsa y después le colocaba una mano bajo el codo para ayudarla en el escalón del garaje. Una vez en el coche, notó con satisfacción que él comprobaba el indicador y le decía que tenían gasolina de sobra para ir y volver. Después de recordarle que se abrochara el cinturón, se concentró en la conducción. La avenida Henry Hudson norte estaba abarrotada. Como siempre, apuntó Olivia con ironía. Aparte de la carpeta de Catherine, había metido un libro en su bolsa. Había aprendido que un libro abierto era la mejor forma de desanimar a un conductor locuaz.
Pero durante las dos horas siguientes García no dijo una palabra, hasta que cruzaron la verja de la comunidad.
—Tuerza a la derecha y suba la colina —le dijo ella—. Más allá verá el cementerio. Allí es donde voy.
Una valla de madera rodeaba el cementerio privado, donde estaban enterradas cuatro generaciones de monjas franciscanas. La amplia entrada estaba enmarcada por un bastidor que Olivia recordaba rebosante de rosas en verano. Ahora estaba cubierto de parra verde que ya empezaba a teñirse de marrón. García detuvo el coche en el sendero de losetas y abrió la puerta para que saliera Olivia.
—Solo estaré unos diez o quince minutos —le dijo.
—Aquí la esperaré, señora.
Las tumbas individuales tenían unas pequeñas lápidas de piedra. Había unos cuantos bancos para que los visitantes descansaran. La tumba de Catherine estaba frente a uno de ellos. Con un suspiro inconsciente, Olivia se sentó en el banco. Incluso un paseo tan corto me agota, pensó, pero supongo que era de esperar. Dirigió la mirada a la inscripción de la lápida de Catherine:
HERMANA CATHERINE MARY KURNER: 6
DE SEPTIEMBRE 1917 A 3 DE JUNIO 1977. R. I. P.
—Descansa en paz —susurró Olivia—. Descansa en paz. Oh, Catherine, eras mi prima, mi hermana, mi mentora.
Reflexionó sobre la tragedia que había entrelazado sus vidas. Sus madres eran hermanas. Los padres de Catherine, Jane y David Kurner, y mi padre, murieron todos en un accidente de coche, cuando un conductor borracho chocó contra su vehículo en la autopista. Eso fue un mes antes de que yo naciera, pensó Olivia. Catherine, que también era hija única, acababa de cumplir doce años. Vino a vivir con nosotras y, por lo que sé, se convirtió en la mano derecha de mi madre, en su fortaleza. Esta me contó que ella era incapaz de soportar el dolor, y que fue Catherine quien la ayudó a superarlo.
Cuando sus pensamientos volaron a Alex Gannon, Olivia experimentó aquel dolor familiar.
—Oh, Dios mío, Catherine, por muy firme que fuera tu vocación, ¿cómo pudiste no amarlo? —murmuró al vacío.
Los padres de Alex, los Gannon. Olivia deseó recordar mejor las caras de esas personas que habían sido tan amables con su madre. Cuando murió su padre, que había sido su chófer durante muchos años, ellos habían insistido en que se quedara allí como ama de llaves y viviera en una casita dentro de su propiedad de Southampton.
Yo solo tenía cinco años, pero recuerdo a Alex y a su hermano sentados en nuestro porche, hablando contigo, Catherine, pensó Olivia. Yo ya pensaba entonces que Alex era como un joven dios. Él estaba en la facultad de medicina de Nueva York, y recuerdo a mi madre diciéndote que estabas loca por pensar en el convento, cuando estaba claro que él te adoraba. Mucho antes de que sucediera aquello, la recuerdo advirtiéndote: «Catherine, te estás equivocando. Alex te quiere. Quiere casarse contigo. Nunca en tu vida encontrarás a otro como él. Tienes diecisiete años, ya tienes edad de casarte. Y estás enamorada de él, ¿por qué no lo reconoces? Lo veo en tus ojos. Lo veo cuando lo miras».
Y tú decías: «Tengo diecisiete años, ya tengo edad para saber que he sido llamada por otro camino. Mi destino no es ese. Y no hay más que hablar».
Olivia notó que brotaban de sus ojos lágrimas involuntarias. Seis meses después Catherine se fue al convento, mi madre volvió a casarse y nos trasladamos a la ciudad, pensó. Pero cuando murió la anciana señora Gannon y yo asistí a su funeral con mi madre, volví a ver a Alex. Eso fue hace más de cuarenta años.
Olivia se mordió el labio para impedir que temblara y juntó las manos con fuerza.
—Oh, Catherine —murmuró—, ¿cómo pudiste dejarlo?, ¿y qué haré yo ahora? Tengo la carta que Alex le pidió a mi madre que te diera, la carta en la que suplicaba tu perdón. ¿Debo destruirla junto con el registro del nacimiento de tu hijo? ¿Debo dársela a tu nieta? ¿Qué quieres que haga?
El leve crujido de las hojas que caían de los árboles y se dispersaban por el cementerio, hizo que Olivia se percatara de que había cogido frío. Son casi las cuatro, pensó. Más vale que me disponga a volver a casa. ¿Qué esperaba? ¿Otro milagro? ¿Que Catherine se me apareciera y me aconsejara? Se levantó despacio, tenía las rodillas rígidas. Miró por última vez la tumba de Catherine y cruzó el cementerio en dirección al coche. Se dio cuenta de que Tony García debía de haber visto que se acercaba, porque estaba de pie al lado del coche, con la puerta ya abierta.
Ella subió al asiento de atrás, agradeciendo el calor, pero con la sensación de no haber decidido nada en absoluto. En el camino de vuelta el tráfico era mucho más denso, y a Olivia le impresionó la destreza y la seguridad con las que conducía García. Cuando se estaban acercando a la salida de la avenida Henry Hudson se lo comentó y le preguntó:
—¿Trabaja en la agencia a jornada completa, Tony? Si es así, me gustaría contar con usted si tengo que volver a salir.
Debería añadir, si vuelvo a salir en las próximas semanas, pensó con tristeza, al darse cuenta de que había olvidado por un momento que le quedaba muy poco tiempo.
—No, señora, soy camarero en el Waldorf, y depende del turno que haga allí, informo a la agencia si estoy disponible para conducir.
—Es usted ambicioso —dijo Olivia, recordando que cuando ella empezó a trabajar en Altman muchos años antes, siempre había intentado hacer horas extras.
García miró por el retrovisor y ella vio que estaba sonriendo.
—La verdad es que no, señora. Tengo muchas facturas médicas. A mi hijito le diagnosticaron leucemia hace dos años. Ya puede imaginar lo que sentimos mi mujer y yo cuando lo supimos. Nuestra doctora nos dijo que Carlos tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de sobrevivir y que esa era una perspectiva bastante buena, tanto para ella como para él. Hace dos días nos dieron el alta definitiva. Se ha curado.
García rebuscó en el bolsillo de su chaqueta, sacó una fotografía y se la dio a Olivia.
—Este es Carlos con la doctora que lo trató —explicó.
Olivia miró la foto, sin creer lo que estaba viendo.
—Esta es la doctora Monica Farrell —dijo.
—¿La conoce? —preguntó García, ilusionado.
—No, no la conozco. —Y sin poder evitarlo, añadió—: Conocí a su abuela.
Cuando se acercaban al garaje del edificio, Olivia cogió la bolsa y dijo:
—Tony, por favor, aparque en la acera un momento. Me gustaría que metiera esta bolsa en el maletero. Hay una manta al fondo. Póngala debajo, por favor.
—Por supuesto.
García siguió sus instrucciones, sin expresar lo sorprendente que le parecía esa petición, y luego condujo a Olivia hasta su casa.