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El jueves por la tarde, Tony García limpió y pulió su Cadillac recién comprado con mucho orgullo. Pasó el aspirador por el interior con manos amorosas, y un trapo húmedo por el salpicadero y las manillas de las puertas. Finalmente, abrió el maletero y fue entonces cuando recordó que no había comprobado aún si estaba la carpeta que Olivia Morrow le había pedido que pusiera allí.

Tony había leído con desconcierto absoluto, que el doctor Hadley había admitido el asesinato de la señora Morrow. La señora más amable que he conocido en mi vida, pensó. Por miedo a que quizá perdería el coche, había telefoneado a su cuñado, quien lo había tranquilizado diciendo que mientras tuviera un recibo por el efectivo que le había entregado a Hadley, no debería tener ningún problema para poner el coche a su nombre.

El maletero era muy hondo y la manta con la que había tapado la carpeta era casi tan negra como el oscuro interior. Me pregunto si seguirá ahí, pensó Tony, cuando se inclinó para comprobarlo. El doctor Hadley le había dicho que los empleados del garaje habían sacado del coche todos los objetos personales de la señora Morrow. Pero a lo mejor no se molestaron en mirar bajo la manta.

La levantó y allí estaba. La carpeta. La sacó y la sostuvo en la mano, preguntándose qué debía hacer con ella. Tal vez debía entregarla a la policía.

Subió tres pisos hasta su apartamento. Rosalie estaba en el parque con el niño. Tony dejó la carpeta sobre en la mesa, se cambió, volvió a bajar, llevó el coche a la estación de servicio donde su amigo le dejaba aparcarlo por poco dinero, y luego se dirigió al Waldorf porque tenía que trabajar en uno de aquellos eventos de gala.

Cuando volvió a casa a la una de la madrugada, Rosalie estaba sentada a la mesa, leyendo, con la cara demudada.

—Tony —le dijo—, esta carpeta pertenece a la doctora Monica Farrell. Contiene muchas cartas de su abuela a la madre de la señora Morrow, y pruebas sobre los abuelos de la doctora. Su abuela era una monja. Cuando leas lo que escribió en las cartas sobre ceder a su propio hijo y dedicar su vida a ocuparse de otros niños, te darán ganas de llorar. —Se secó los ojos—. Tony, estas cartas las escribió una santa.