A las tres y media de la tarde, llegó el momento que Greg Gannon había estado temiendo durante mucho tiempo. Dos agentes federales con ademanes bruscos, pasaron junto a la secretaria que estaba sentada a la mesa de Esther y abrieron la puerta de su despacho privado.
—Señor Gannon, levántese y ponga las manos a la espalda.
—Tenemos orden de arrestarlo —dijo uno de ellos.
Greg, repentinamente exhausto, obedeció. Mientras oía cómo le leían sus derechos, bajó la mirada hacia la papelera.
Había destruido los papeles que Arthur Saling le había firmado y que le daban el control de su cartera de acciones. Un último y leve acto de decencia, pensó sombrío.
Todo va a estallar ahora. Van a investigar la fundación también.
Todos nosotros la hemos estado usando como una hucha.
Todos podemos acabar imputados por eso. Estoy seguro de que yo voy a caer, pero haré que también Pam y Doug caigan conmigo. Estoy encantado de haber descubierto por fin su nidito de amor en la avenida Doce. Seguro que ella tiene más joyas guardadas allí. Quiero que los dos se queden sin un céntimo.
Cuando lo condujeron fuera de su despacho por última vez, comenzaron a venirle a la mente ideas encadenadas. Mi hermano es un asesino. Yo soy un ladrón. Uno de mis hijos es abogado de oficio.
Me pregunto si a mi hijo le importará defender a alguno de los dos.
No estaba nada convencido de ello.