El martes por la mañana, Esther Chambers, muy poco acostumbrada a holgazanear a la hora del desayuno, echó un vistazo al reloj del comedor y se dio cuenta de que era hora de arreglarse. Eran las diez menos cuarto y Thomas Desmond de la Comisión de Valores llegaría a su apartamento a las once.
Ella le había telefoneado el día anterior por la tarde y al ver que no contestaba, Esther, demasiado afectada para entrar en detalles, se limitó a dejarle recado de que la habían despedido y que tenía que hablar con él. Desmond le devolvió la llamada una hora después, y le dijo simplemente: «Iré mañana a las once en punto, si le va bien».
Nerviosa ante la perspectiva de tener que contarle a Desmond que había intentado avisar a Arthur Saling para que no invirtiera su dinero, y que esa era la razón por la cual Greg la había despedido, Esther se duchó y se vistió. Optó por ponerse un suéter y unos pantalones de algodón, y no uno de sus habituales y discretos trajes de trabajo. Hoy es el primer día del resto de mi vida, sea lo que sea eso, pensó.
A las once en punto, anunciaron a Desmond desde la recepción.
Después de intercambiar saludos y de rechazar su oferta de café, él le dijo:
—Señora Chambers, ¿provocó algo para que el señor Gannon la despidiera precipitadamente? ¿Sospecha que lo estamos investigando?
Esther emitió un prolongado suspiro.
—Esto no va a gustarle, señor Desmond, pero pasó lo siguiente: —Le explicó al detalle por qué había decidido avisar a Arthur Saling. Era como ver a un cordero conducido al matadero—. No me extraña que la familia hubiera puesto todo su capital en un fondo de inversiones. Y ahora, en cuanto ha podido meter mano a todo ese dinero, es incapaz de esperar y decide confiárselo a alguien como Greg, que promete duplicar o triplicar la inversión. El señor Saling tiene cinco hijos adultos y once nietos. Lo siento, pero saber que en cuanto su dinero estuviera en poder de Greg, él lo usaría únicamente para pagar a otros inversores cuyo dinero ha perdido en una de sus últimas operaciones especulativas, me pareció excesivo, sencillamente.
—Lo comprendo —dijo Desmond—, de verdad.
—Y contestando a su pregunta: cuando Greg me dijo que estaba seguro de que era yo quien le había enviado ese aviso a Arthur Saling, también me pidió, como prueba final de lealtad, que le dijera si la Comisión de Valores estaba investigándolo.
—¿Y usted qué le contestó? —preguntó Desmond inmediatamente.
—Mi respuesta fue preguntarle por qué se le había ocurrido hacer una pregunta como esa.
Desmond asintió, satisfecho.
—Buena respuesta, y por favor no se preocupe por haber intentado advertir a Arthur Saling. ¿Quién sabe? Puede que tenga suerte y aún no se haya completado el traspaso de su cartera de valores. Vamos a detener a Greg Gannon esta tarde. Ya no se pondrá en contacto con ningún informador más, ahora que sospecha que vamos tras él.
—¿Van a detener a Greg hoy? —preguntó Esther con tristeza—. Sí. La verdad es que eso no debería habérselo contado, pero quería que supiera que seguramente el dinero de Arthur Saling está a salvo.
—No se me ocurriría decírselo a nadie —dijo Esther—. Pero todo esto me parece increíble. Peter Gannon está acusado del asesinato de su antigua novia. Su hija está en un hospital, y nadie la quiere. Su ex mujer, Susan, era y es una joya. Greg Gannon tenía una mujer excepcional y dos hijos estupendos, y los abandonó por una caza fortunas como Pamela.
Y por lo que pasó ayer por la tarde en la oficina, ahora ha caído en la cuenta de que ella está liada con otro. ¿Cree usted que Pamela permanecerá a su lado cuando lo detengan? ¡Jamás en la vida!
Desmond se levantó para marcharse.
—Por desgracia en nuestro trabajo vemos cosas de este tipo continuamente. Volveremos a ponernos en contacto con usted, señora Chambers. Pero un consejo de amigo: no lo sienta demasiado por los Gannon. Se han ganado a pulso su propia desgracia. Y han provocado una gran desgracia a muchos otros.
Hasta que Desmond se hubo marchado, Esther no cayó en la cuenta de que Diana Blauvelt, la decoradora que vivía en París a quien le había dejado un recado, podía haberle devuelto la llamada. Marcó el número de teléfono de su propio escritorio en la oficina, confiando que nadie más hubiera revisado sus mensajes grabados. Pero si Blauvelt le había dejado algún recado, ya lo habían borrado.
Tengo que averiguarlo, pensó. El abogado de Peter dijo que era muy importante. Había anotado el teléfono parisino de Diana Blauvelt en su agenda. En París son las cinco y media, pensó. Espero pillarla.
Un adormecido «Alio», le confirmó que había contactado con Blauvelt. Oh, por Dios santo, pensó Esther, no practiques tu francés conmigo.
—Diana —dijo, en tono de disculpa—, suenas como si estuvieras haciendo la siesta, pero es importante que hable contigo. ¿Oíste mi mensaje y recuerdas algo de ese escritorio con doble fondo?
—Ah, Esther, eres tú. No te preocupes por haberme despertado.
Voy a salir a cenar más tarde, y se me ocurrió descansar un rato. Claro que recuerdo lo del escritorio. Como le dije a Greg Gannon, cuando te devolví ayer la llamada justo cuando acababas de irte, yo compré esos dos escritorios.
—¿Dos? —exclamó Esther.
—Sí, uno para Peter y uno para el doctor Langdon. No llegué a ver a Peter y no pude enseñarle el doble fondo del cajón grande, pero sí se lo enseñé al doctor Langdon. Él quiso que le enviaran la mesa al despacho de la consulta psiquiátrica donde visita a sus pacientes, no a su oficina de la fundación.
—¿Estás segura de eso, Diana?
—Totalmente. Y le dije a Greg Gannon que su mujer podía respaldarme, porque estaba presente cuando le enseñé al doctor Langdon el compartimiento secreto del escritorio.
Atónita, Esther se dio cuenta de las posibles implicaciones de lo que acababa de oír. Entonces, tras un momento de vacilación, Diana añadió:
—Esther, según me ha dicho Greg te has jubilado. Tengo que preguntártelo. ¿Tú no crees que esa Pamela Gannon lleva años engañando a Greg Gannon con el doctor Langdon?