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El martes a la once menos cinco de la mañana, Monica Farrell, acompañada por dos miembros de la junta de dirección del hospital Greenwich Village, entró en el inmenso vestíbulo de Time Warner Center, y cogió el ascensor hasta el piso donde la Fundación Alexander Gannon y la empresa de Inversiones Gannon compartían despachos contiguos.

Justin Banks, presidente de la junta, y Robert Goodwin, director ejecutivo de desarrollo, tenían más de sesenta años.

Ambos, igual que Monica, estaban dedicados con pasión a convertir el hospital de Greenwich Village en el mejor centro médico posible. A lo largo de los años, aquel hospital centenario había pasado de ser una clínica pequeña con veinte camas, a la instalación magnífica y premiada que era hoy.

Tal como a Justin Banks le enorgullecía decir: «La mitad de los habitantes de Greenwich Village, como mínimo, vio por primera vez la luz en nuestro hospital». En la actualidad necesitaban de un modo acuciante un centro pediátrico con tecnología punta, para el que Greg y Pamela Gannon habían prometido quince millones de dólares hacía un año y medio con mucha fanfarria durante una cena de gala.

Cuando llegaron, una joven recepcionista les indicó que esperaran en una sala de reuniones y les ofreció café. Banks y Goodwin lo rechazaron, pero Monica aceptó.

—Esta mañana no he tomado mi segunda taza habitual —explicó, con una sonrisa—. Tenía pacientes a primera hora e iba con prisa.

Había otra razón por la que no se había tomado tiempo para beberse el segundo café. Supuso que Ryan ya estaría levantado, y le había telefoneado al móvil a las siete en punto.

Él la había tranquilizado diciendo que no solo estaba de pie, sino a punto de irse al hospital. Entonces ella dijo:

—Ryan, la verdad es que tengo que disculparme. Fui muy grosera contigo.

—Era obvio que estabas enfadada conmigo —había contestado él—. Pero, la verdad es que comprendo que no quieras convertirte en protagonista de chismorreos.

—Ni tú tampoco. —Monica no tenía pensado decir eso.

—De hecho a mí no me habría importado, pero en fin.

Y yo volví a enfadarme, pensó Monica, mientras le daba las gracias a la secretaria por el café. Dije que hablando de ese modo no estaba siendo justo con su novia.

—¡Mi novia! —había exclamado él—. ¿De qué estás hablando?

—Cuando te telefoneé el pasado jueves por la tarde para explicarte por qué no volví a mi despacho para entregarte el historial…

—¿Qué quieres decir con que llamaste el jueves por la tarde?

—Que telefoneé a tu apartamento. Tu pareja, o lo que sea, me dijo que te estabas cambiando. Yo di por sentado que te daría el recado.

—Oh, Dios, debí haberlo pensado. Monica, escúchame.

Cuando Monica oyó las explicaciones airadas, pero muy bienvenidas, de Ryan, había tenido la sensación de que le quitaban un peso del corazón. Él iba a ir a verla esa tarde a la consulta. Le enseñaré la almohada, también, a ver qué opina de eso. Las últimas palabras de la conversación la desconcertaron, aunque él las dijo riendo:

—De acuerdo, Monica, los dos hemos de ponernos en marcha, y yo tengo que hacer una cosa más antes de dejar este apartamento.

Yo le pregunté qué quería decir, pensó Monica, y él me contestó que tenía que tirar el resto de la lasaña.

—Te explicaré qué quiero decir cuando te vea —le dijo.

Ella había invertido un rato en cambiarse y ponerse un traje, porque iban a salir a cenar.

—Monica —dijo Justin Banks—, yo no soy muy dado a los piropos, pero esta mañana estás preciosa. Siempre deberías vestir de azul.

—Gracias. Este modelo representa mis compras de otoño hasta la fecha.

Robert Goodwin estaba mirando el reloj.

—Las once y diez. Esperemos que esta gente aparezca pronto con un cheque para nosotros. Tiene que quedarles algo de dinero. Estas oficinas son bastante lujosas para una fundación. Resulta que yo sé cuánto se paga de alquiler en este edificio.

Oyeron unos pasos que se acercaban. Al cabo de un momento entraron tres hombres en la sala. Monica se quedó atónita al ver que uno de ellos era el doctor Clay Hadley. Se dio cuenta de que él se quedaba también desconcertado al verla. Ella había asistido a la cena en que se anunció la subvención y allí había conocido a Greg Gannon. El otro hombre que les presentaron en aquel momento era el doctor Douglas Langdon.

—El doctor Hadley y el doctor Langdon son miembros de nuestra junta —explicó Gannon—. Mi esposa no podrá acompañarnos hoy, y estoy seguro de que ya saben por qué no ha venido mi hermano. Dejémoslo así.

Gannon se sentó entonces a la cabecera de la mesa con actitud solemne y adusta.

—No malgastemos el tiempo de nadie —dijo—. El hecho simplemente es que en este momento no podemos asumir la subvención que prometimos de muy buen grado el año pasado.

No necesito hablarles de la gravedad del clima económico que hemos vivido, y nuestra fundación, como muchas otras, ha sido víctima de la trama Ponzi, una estafa monumental, que lleva meses en los periódicos.

—Yo he seguido con mucha atención esa trama Ponzi a la que creo que se refiere —dijo Goodwin, con sequedad—. La Fundación Gannon no ha aparecido en la lista de los afectados.

—Ni queremos que aparezca —replicó Greg Gannon, en el mismo tono—. La otra rama de nuestro negocio es mi empresa de inversiones. No tengo la intención de que mis clientes se preocupen de que su dinero se haya perdido, porque no es así. La Fundación Gannon ha donado millones durante años. Tenemos un currículo de generosidad extraordinario, pero ahora ha llegado el final. La fundación cerrará. No podemos cumplir la promesa que les hicimos.

—Señor Gannon —dijo Justin Banks despacio, para enfatizar—. Usted es un hombre muy rico. ¿Consideraría invertir parte de su propio dinero en el ala de pediatría del hospital?

Le aseguro que la necesitamos mucho.

Greg Gannon suspiró.

—Señor Banks, si la mitad de las personas que tienen fama de ser muy ricas tuvieran que hacer una lista de sus auténticos bienes, descubriría que la casa de diez millones de dólares tiene una hipoteca de nueve millones, y que el yate es alquilado igual que los coches. No digo que ese sea necesariamente mi caso, pero sí que ya he asumido personalmente la financiación de algunos de los proyectos que tenemos en marcha. Ustedes aún no han puesto ni la primera piedra en los terrenos de ese centro pediátrico. Por otro lado, varios centros de investigación cardiológica y de salud mental necesitan subvenciones hasta que puedan fusionarse con otros servicios. Yo me ocuparé de eso, pero no puedo asumir nada más.

Durante todo el tiempo que Greg Gannon estuvo hablando, Monica estuvo estudiando la cara de Clay Hadley. Brillaba por el sudor. Tenía un tic nervioso en una comisura del labio que no había visto cuando lo conoció en el apartamento de Olivia Morrow. Su sospecha de que él hubiera podido causar la muerte de Morrow se estaba convirtiendo en una certeza.

Pero ¿por qué?

Douglas Langdon. Monica se preguntaba qué clase de médico era. Muy, muy atractivo. Pulcro. Su cara expresaba un disgusto ante la situación, obviamente fingido. No le importa lo más mínimo, pensó ella. Ese tipo es un farsante de primera magnitud.

¿Dónde vamos a conseguir el dinero para el centro pediátrico ahora?, se preguntó cuándo Greg Gannon se puso de pie, indicando que la reunión había terminado.

—Doug, Clay, esperad aquí —dijo. La rudeza del tono dejaba claro que aquello era una orden.

Los dos se disponían a marcharse, pero se sentaron al instante.

Monica, Banks y Goodwin siguieron a Greg Gannon hasta la zona de recepción. Fue entonces cuando ella lo vio: el retrato del doctor Alexander Gannon. Se quedó petrificada, mirándolo. Es papá, con el mismo aspecto que tenía antes de ponerse enfermo, pensó sin dar crédito. Es como si él hubiera posado para ese retrato. Ese pelo plateado, esas facciones atractivas y distinguidas, esos ojos azules, eran una copia idéntica de la foto que ella llevaba en la cartera. Incluso la expresión sabia y amable de los ojos de Alexander Gannon, era idéntica a la mirada de su padre.

—Era mi tío —estaba diciendo Greg Gannon—. Como ya deben saber, las prótesis ortopédicas que él inventó se utilizan en todo el mundo. Ese es el último retrato suyo que pintaron Estaba en nuestra casa de Southampton, pero el año pasado decidí que era más apropiado tenerlo aquí. Es una imagen suya muy exacta.

—Es magnífico —reconoció Monica, muy tensa. Metió la mano en el bolsillo y se alejó—. Disculpen —murmuró y sacó su teléfono móvil, como si hubiera notado que vibraba.

Cuando lo abrió, fingiendo que decía un par de cosas, hizo una foto del cuadro.

No me extraña que Scott siguiera insistiendo en que papá se parecía de un modo asombroso a Alexander Gannon. Estoy impaciente por comparar las fotografías de ambos.

—Es una verdadera lástima que la fundación del doctor Gannon cierre —dijo Justin Banks—. Estoy seguro de que él nunca hubiera deseado que una promesa como la que ustedes le hicieron al hospital Greenwich Village, se cancelara de una forma tan brusca. Adiós, señor Gannon. Por favor, no se moleste en acompañarnos a la salida.