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Hasta última hora de la tarde del día siguiente a su reunión con Sammy Barber, Douglas Langdon, de cincuenta y dos años, no se dio cuenta de que la fotografía que le había hecho a Monica Farrell había desaparecido. Estaba en su espectacular despacho de Park Avenue con la calle Cincuenta y uno, cuando tuvo una percepción clara y persistente de que algo iba mal.

Echó un vistazo a la puerta para asegurarse de que estaba cerrada, se puso de pie y vació los bolsillos de su costoso traje a medida. Siempre llevaba la cartera en el bolsillo derecho trasero de los pantalones. La sacó y la dejó sobre el escritorio. Lo único que le quedaba ahora en el bolsillo era un pañuelo blanco limpio.

Pero anoche yo no llevaba este traje, pensó esperanzado. Llevaba el gris oscuro. Entonces recordó consternado que lo había metido en la bolsa de la tintorería para que su asistenta se la diera al mozo. Vacié los bolsillos, pensó. Siempre lo hago. La foto no estaba allí, si no me habría dado cuenta.

Solo en una ocasión había tenido un motivo para sacar la cartera, y fue cuando pagó el café en el bar. O bien la había sacado entonces o, aunque eso era menos probable, quizá se le había caído del bolsillo en algún sitio entre el bar y el lugar donde aparcó el coche.

Supón que alguien la encontró, se dijo. Había dos direcciones escritas al dorso. No había ningún nombre, pero sí dos direcciones de mi puño y letra. La mayoría de la gente la habría tirado sin más, pero ¿y si algún buen samaritano intentó devolverla?

Su instinto le decía que esa fotografía podía causarle problemas. La cafetería de Queens donde se había visto con Sammy se llamaba Lou's. Cogió el teléfono y al cabo de un momento estaba hablando con Lou, el propietario.

—No tenemos ninguna fotografía… pero, espere un momento, un chico que trabaja aquí comentó que un cliente perdió algo la otra noche. Ahora se lo paso.

Después de tres minutos interminables, Hank Moss empezó disculpándose.

—Estaba sirviendo una mesa de seis. Siento haberle hecho esperar.

El chico parecía despierto. Doug Langdon intentó hablar con un tono despreocupado.

—No pasa nada, pero me parece que se me cayó una fotografía de mi hija la otra noche cuando estuve en la cafetería.

—¿Es rubia, lleva el pelo largo y tiene un crío en brazos?

—Sí —dijo Doug—. Enviaré a un amigo a buscarla. Vive cerca de la cafetería.

—De hecho ya no tengo la foto. —La voz de Hank adquirió cierto matiz de nerviosismo—. Me pareció que una de las direcciones del dorso era de un despacho, así que escribí al «residente» y la mandé allí. Espero haber hecho bien.

—Fue muy amable. Gracias. —Doug colgó el aparato sin darse cuenta de que tenía la palma de la mano húmeda y todo el cuerpo sudoroso. ¿Qué habrá pensado Monica Farrell cuando vio esa foto? Afortunadamente tanto la dirección de su casa como la de su consulta aparecían en el listín telefónico. Si su dirección particular de la calle Treinta y seis Este no figurara en la guía, probablemente le habría hecho pensar que alguien podía estar acosándola.

Claro que había una explicación sencilla y verosímil. Alguien que la conocía le había hecho esa foto con el niño en brazos, y pensó que a lo mejor le gustaría tenerla.

—No tiene motivos para sospechar —dijo Doug con voz queda, y entonces se dio cuenta de que trataba de tranquilizarse a sí mismo.

El timbre sordo del intercomunicador interrumpió sus pensamientos. Apretó el botón del aparato.

—¿Qué hay? —preguntó con brusquedad.

—Doctor Langdon, la secretaria del señor Gannon llamó para recordarle que debe presentarlo esta noche en la cena que Apoyo a Adolescentes Problemáticos celebra en su honor…

—No necesito que me lo recuerden —interrumpió Doug, irritado.

Beatrice Tillman, su secretaria, hizo caso omiso de la interrupción:

—Y Linda Coleman llamó para decir que está atrapada en un atasco y llegará tarde a la visita que tenía con usted a las cuatro.

—No llegaría tarde si hubiera salido con tiempo suficiente.

—Estoy de acuerdo, doctor. —Beatrice, muy acostumbrada a aliviar el mal humor a su atractivo y divorciado jefe desde hacía muchos años, agregó con una sonrisa—: Como suele decirme, con pacientes como Linda Coleman, también usted necesita un psiquiatra.

Douglas Langdon apagó el intercomunicador sin contestar. Una idea escalofriante le vino a la cabeza. Sus huellas dactilares estaban en esa fotografía que le había hecho a Monica Farrell. Si esa copia seguía circulando, en cuanto le sucediera algo a ella la policía podría comprobar las huellas.

No tenía sentido cancelar lo de Sammy. ¿Cómo soluciono esto?, se preguntó Doug.

Tres horas después seguía sin saber la respuesta. Estaba en el hotel Pierre de la Quinta Avenida, sentado a la mesa de honor de una cena de gala celebrada en homenaje a Greg Gannon, cuando este le preguntó en voz baja:

—¿La reunión de ayer tarde fue satisfactoria?

Doug hizo un gesto de asentimiento y después, cuando anunciaron su nombre, se levantó y se dirigió al micrófono para pronunciar un elogioso discurso sobre Greg Gannon, presidente de la Firma de Inversiones Gannon y considerado, como presidente de la junta de la Fundación Gannon, uno de los filántropos más generosos de Nueva York.