65

El lunes, a las cinco y media de la tarde, Peter Gannon salió de Tombs con un brazalete electrónico en la muñeca, libre gracias a la fianza que Susan había cubierto. Le habían explicado con detalle los términos de su libertad provisional en presencia de Harvey Roth. No podía abandonar Manhattan sin permiso del juez, y no podía visitar a su hija en el hospital.

Finalmente, Roth y él salieron. Peter inhaló profundamente el frescor del aire de finales de octubre.

—He venido en coche —le dijo Roth—. Lo dejaré en casa si lo desea. Yo le aconsejaría que descansara un poco. Estoy seguro de que estas dos últimas noches en Tombs no ha dormido demasiado.

—Aceptaré su consejo —musitó Peter—. Tengo la sensación de que será lo mejor que conseguiré durante una temporada.

El chófer de Roth se acercó al bordillo y los dos entraron en el coche. Peter esperó a que estuvieran camino a West Side para decir:

—No estoy seguro de que usted sea el abogado que más me conviene. Necesito a alguien que crea que no soy un asesino, y tengo la impresión de que usted cree que lo soy. Quiero un abogado que haga algo más que buscar lagunas legales. Quiero a alguien que pelee con ahínco para probar mi inocencia.

—Yo prefiero no considerarme un abogado que opera a base de lagunas legales —apuntó Harvey Roth.

—Ya sabe lo que quiero decir. He conseguido empezar a pensar con más claridad. ¿Qué ha averiguado sobre la ropa que llevaba puesta cuando me vi con Renée? ¿Había manchas de sangre? ¿O algún resto del ADN de ella?

—El detective que dirige el caso me dijo que no hay restos de sangre visibles, pero el resultado de las pruebas de ADN aún tardará un tiempo. Por otro lado, usted mantiene que cuando la dejó, tenía náuseas. Tengo entendido que en su ropa no hay el menor indicio de que vomitara esa noche.

Peter sonrió con tristeza.

—Lo que está usted diciendo es que soy un borracho pulcro.

Pensemos en lo siguiente: el bar donde me cité con ella está en York Avenue, a la altura de las calles ochenta. Mi oficina está casi a tres kilómetros de allí. Puede que fuera allí directamente y me desmayara. ¿Tan improbable es eso?

—Es una gran desgracia que en el edificio de su despacho no haya cámaras de seguridad para comprobar esa posibilidad, señor Gannon —dijo Roth—. Por lo visto llevan un tiempo fuera de servicio.

—El edificio donde está mi oficina actual es un vertedero —reconoció Peter.

—No obstante —dijo Roth—, para entrar allí se necesita una llave de la puerta exterior, además de la llave de su oficina.

¿Insinúa usted que fue directamente allí y que alguien entró mientras estaba inconsciente y escondió ese dinero en su escritorio? ¿No es eso lo que me está diciendo? ¿No es un poco absurdo?

—Señor Roth, el sofá donde me quedé dormido está en la recepción de las oficinas. Mi despacho es la habitación de al lado. Tiene un acceso independiente, por si quiero entrar sin pasar por la sala de espera.

—Peter, creo que ya es hora de que nos tuteemos. Vamos a pasar mucho tiempo juntos. No perdamos el tiempo agarrándonos a un clavo ardiendo. ¿Quién más tenía llaves del edificio donde tienes la oficina, de los locales y de tu despacho privado?

—Como Susan puede confirmar, yo soy bastante desorganizado. Soy una de esas personas que siempre pierden las llaves.

—Peter, mucha gente es descuidada con las llaves. Pero la mayoría no lleva a cuestas una bolsa de regalo con cien mil dólares y la deja en tu oficina, por no hablar de que además guarda el dinero en un doble fondo de tu escritorio.

Entonces, incluso en la penumbra, Roth vio cómo la expresión de Peter cambiaba de pronto.

—Peter —le preguntó con brusquedad—. ¿Se te ocurre alguien que tenga acceso a una copia de las llaves, y que también pudiera estar al corriente de esos cien mil dólares?

Peter no contestó. Miró por la ventana del sedán que avanzaba lentamente entre el tráfico vespertino.

—Deja que lo piense —contestó.

Sabía que no se sentía capaz de pronunciar el nombre de esa persona que, estaba casi convencido, era quien había puesto ese dinero en su despacho.

Empiezo a recordar, pensó. Aquel coche que estaba aparcado en la acera de enfrente cuando Renée me abofeteó. Me resultó familiar. Ella habría aceptado que él la llevara a dar un paseo. Si él sospechó que ella lo sabía, pudo haberle dicho que le daría dinero para que no revelara que él había utilizado información privilegiada.

Mi hermano, Greg.