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El lunes, a las dos en punto de la tarde, Arthur Saling telefoneó a Greg Gannon, y veinte minutos después estaba en su despacho. Esther intentó no mirar la hoja de papel que llevaba en la mano. Sabía que era la carta que ella le había enviado.

—Señor Saling, me alegro de volver a verlo —empezó—. Le diré al señor Gannon que está usted aquí.

No fue necesario anunciarlo. La puerta del despacho de Greg se había abierto, y él se apresuró a recibir a Saling con la mano extendida y una sonrisa de bienvenida.

—Arthur, no sé cómo decirle cuánto lamento que recibiera usted una de esas cartas envenenadas, que está enviando un antiguo empleado mío. Muchísimas gracias por traérmela.

Las han recibido unos cuantos clientes nuestros, y las han entregado al FBI. El hombre que las ha enviado se ha vuelto loco. Están a punto de detenerlo.

—No estoy dispuesto en absoluto a declarar en un juicio —dijo con ansiedad Arthur Saling.

—Por supuesto que no —convino Greg, mientras le pasaba una mano sobre el hombro amistosamente—. Tenemos pruebas de sobra y a ese chalado no le quedará otro remedio que declararse culpable. Es un hombre casado, con familia. Según me dijo el agente del FBI, probablemente acabará en libertad condicional y lo obligarán a ponerse en manos de un psiquiatra.

Eso será lo más conveniente para ese pobre tipo y su familia.

—Qué amable por su parte —dijo Arthur Saling—. Yo no sé si sería tan benevolente si alguien estuviera intentando arruinar mi buen nombre.

Con un suspiro que era en parte de alivio y en parte de compasión, Esther vio cómo los dos hombres desaparecían en el interior del despacho privado de Greg Gannon. Cuando cerraron la puerta, quedó convencida de que Saling estaba a punto de cederle a Greg el control de su cartera. Yo hice todo lo que pude para avisarle, pensó. No hay peor ciego que el que no quiere ver.

Esther tenía los nervios a flor de piel, y se dio cuenta de que apenas era capaz de esperar a que terminara el mes, para poder retirarse. Claro que es posible que la Comisión del Mercado de Valores caiga sobre Greg incluso antes de eso, pensó.

Yo no quiero estar aquí cuando suceda. ¿Qué pensaría todo el mundo si a Greg se lo llevan de aquí esposado? Dios me libre de esa escena, pensó.

Esther volvió a la tarea que tenía entre manos: intentar localizar a Diana Blauvelt, la decoradora que había diseñado esas oficinas cuatro años antes. Tardó casi una hora hasta que por fin consiguió encontrar su número de teléfono en París e hizo la llamada. No contestó nadie, solo una grabación en francés e inglés, diciendo que dejara un mensaje. Escogiendo cuidadosamente las palabras, Esther le pidió a Diana Blauvelt que intentara recordar si le había dicho alguna vez a Peter Gannon que había un doble fondo en el escritorio que ella había encargado para su despacho, y que por favor le devolviera la llamada lo antes posible.

Apenas había vuelto a colgar el aparato, cuando Greg Gannon y Arthur Saling salieron del despacho de Greg. Ambos sonreían ampliamente.

—Esther, por favor, da la bienvenida a un cliente nuevo y muy importante de nuestra firma —dijo Greg, en tono cordial.

Esther forzó una sonrisa y levantó la vista para mirar la cara de Arthur. Pobre diablo, pensó, mientras se ponía de pie y estrechaba la mano que él le tendía.

En aquel momento sonó el teléfono de su mesa. Esther descolgó.

—¿Está ahí mi marido? No contesta al móvil. —La voz de Pamela Gannon era aguda y crispada.

—Sí, está aquí —contestó Esther y miró a Greg.

—Es la señora Gannon, señor.

Greg, que estaba detrás de Arthur Saling, dijo con expresión airada, pero conservando el tono amigable:

—Dile a mi esposa que espere. Enseguida la atenderé.

—Nunca hay que hacer esperar a una dama —bromeó Arthur Saling, cuando Greg lo acompañó al ascensor.

—La atenderá enseguida, señora Gannon —empezó a decir Esther, pero la interrumpieron.

—Me importa un comino que me atienda o no. ¿Dónde están mis joyas? En la caja fuerte del apartamento no hay absolutamente nada. ¿Qué pretende conseguir con eso?

Piensa, se aconsejó Esther a sí misma.

—¿Es posible que utilizara las joyas para garantizar la fianza de Peter? —preguntó.

—Esas joyas son mías. Él tiene otros muchos bienes.

A estas alturas, Pamela estaba vociferando.

—Señora Gannon, por favor, no me corresponde a mí contestar a eso. —Esther se dio cuenta de que parecía que estuviera suplicando.

—Por supuesto que no le corresponde a usted contestar, Esther —espetó Pamela Gannon—. Pásemelo.

—Ahora mismo la atenderá.

Greg Gannon volvió a entrar corriendo en la oficina, y le arrebató el teléfono a Esther.

—Yo cogí las joyas —dijo en tono frío y furioso—, y ya puedes despedirte de ellas, a menos que seas capaz de darme una explicación satisfactoria de por qué estabas con un tipo en Southampton el sábado por la tarde. Pero no hay explicación, ¿verdad, Pam? Solo para que conste, no soy tan estúpido como tú crees.

Colgó dando un golpe y miró fijamente a Esther.

—Tú sabes que yo me fío de mis corazonadas, Esther —dijo—. Tú enviaste esa carta. Quiero que te largues de aquí.

Pero como última prueba de lealtad, dime la verdad: ¿la Comisión de Valores va tras de mí?

Esther se puso de pie.

—Me pregunto por qué se le habrá ocurrido hacer esta pregunta, señor Gannon. Me largo de aquí encantada. Pero ¿puedo hacer un comentario final? —Lo miró a los ojos—. Es una verdadera lástima que ni usted ni su hermano hayan conseguido parecerse en algo siquiera a esos hombres magníficos y respetables que fueron su padre y su tío. Ambos se avergonzarían de ustedes dos. Gracias por estos últimos treinta y cinco años. He de reconocer que no me he aburrido.