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Las oficinas del prestigioso gabinete de abogados de empresa donde trabajaba Susan Gannon estaban en Park Avenue, en el décimo piso del antiguo edificio de la Pam Am. En la planta doce estaba el igualmente respetado gabinete de criminalistas que dirigía Harvey Roth. Ambos se conocían del trabajo, y a veces bromeaban diciendo que los dos seguían llamando al edificio por su nombre original, y no por el actual: Edificio Met Life.

Antes de contratar a Roth para que defendiera a Peter, Susan había estudiado minuciosamente quién sería el mejor abogado para ese trabajo. Cuatro de los cinco letrados que había consultado le recomendaron a Harvey Roth. El otro se había propuesto a sí mismo.

El lunes al mediodía, Susan y Harvey se reunieron en la oficina de este último. Después de encargar sandwiches a un delicatessen, fueron a la sala de reuniones y se sentaron a la mesa.

—Harvey, ¿qué impresión te dio Peter cuando lo viste el sábado? —preguntó Susan.

—Aturdido. Conmocionado. Desconcertado. Podría seguir, pero esto basta para que te hagas una idea —contestó Harvey—. El defiende que no tenía ni idea de que hubiera un cajón con doble fondo en su escritorio. Yo telefoneé a la secretaria de su hermano hace una hora para preguntárselo.

—Esther Chambers, y ¿ella qué dijo?

—Que tampoco tenía ni idea, que ella no tuvo nada que ver con la decoración, aparte de autorizar las facturas. Me dijo que los precios fueron, y cito: «ridículamente caros».

—¿Te dio el nombre de la decoradora?

—No lo tenía a mano, pero me comentó que sabe que esa mujer está jubilada, y que vive casi todo el año en Francia.

Dijo que la localizaría y se pondría en contacto con ella. Añadió que haría cualquier cosa por ayudar a Peter.

—Lo creo —dijo Susan—. Harvey, dime la verdad. Si el juicio de Peter empezara ahora, ¿qué pasaría?

—Susan, sabes tan bien como yo que lo declararían culpable. Pero el juicio no va a empezar ahora. Repasemos los hechos a fondo. Peter estaba en medio de la calle con Renée Carter. Él dice que la dejó allí a ella y la bolsa con el dinero.

Pero aunque no se alejara de ella, ¿qué pasó después? Esa bolsa debía de pesar bastante. Seguro que no cargó con ella y además arrastró a Renée Carter por York Avenue. Casi seguro que alguien lo habría visto, aunque no hubiera mucha gente en la calle.

Susan asintió.

—Si yo fuera policía, querría comprobar si hay alguna constancia de que Peter entrara en un taxi.

—Estoy seguro de que ya lo están haciendo —admitió Harvey—. Claro que hay muchísimos de esos chóferes de limusina sin licencia dando vueltas por ahí. Puede que él parara a alguno, con Renée o sin ella, o que ella subiera a uno sola. Hay otra posibilidad que estamos considerando. Había al menos ocho o diez personas merodeando por el bar del restaurante donde Peter se citó con Renée. La otra noche conseguimos los nombres de los clientes habituales, y vamos a seguir investigando por ahí. Si alguien sospechó que había dinero en esa bolsa, pudo haber seguido a Renée a la calle. Puede que algún tipo tuviera el coche aparcado cerca y se ofreciera a llevarla. El coche de Peter está limpio, por cierto. No existe prueba física de que Renée haya entrado allí en ningún momento, ni viva ni muerta.

Harvey Roth vio que de pronto brillaba la esperanza en los ojos almendrados de la mujer que estaba en el otro extremo de la mesa.

—Susan —le dijo enseguida—, no olvides que puede aparecer alguien que recuerde haber visto a Renée yendo hacia el este, y a Peter siguiéndola.

—¿Por qué fue hacia el este? —Preguntó Susan—. Ella vivía en la zona oeste. Seguro que a esa hora de la noche no se le ocurrió dar un paseo a lo largo del río, sola y con una bolsa llena de dinero.

Harvey Roth se encogió de hombros.

—Esas son las respuestas que estamos buscando, Susan —dijo con franqueza—. No pasaremos nada por alto. Como le dije a Peter cuando lo vi el sábado, nuestros investigadores visitarán todos los bares de esa zona, para comprobar si él entró dando tumbos en alguno, solo, esperemos.

Crucemos los dedos para que así sea. Ahora he de volver al trabajo.

Se levantó y metió el plato de plástico que había usado en la bolsa de papel de donde había sacado el sandwich.

—Comida preparada —dijo con una leve sonrisa.

Susan metió el suyo, que apenas había mordisqueado, en la bolsa de papel que tenía delante. La tiró en la papelera junto al recipiente de café, luego cogió su bolso y una bolsa de la librería Barnes & Noble.

Contestando a la pregunta implícita de Harvey, Susan sonrió con ironía.

—Voy al hospital, a ver a la hija de Peter —dijo—. Yo no soy muy buena en este tipo de cosas, pero el vendedor de la sección infantil me aseguró que los libros que me ayudó a escoger eran perfectos para una niña de diecinueve meses. Ya te haré saber si tenía razón.