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Cuando Nan Rhodes dejó a Monica en la puerta de la oficina el lunes por la tarde, subió a un autobús en la Primera Avenida para encontrarse con cuatro de sus hermanas, en su tradicional cena mensual en el pub Neary's de la calle Cincuenta y siete.

Para Nan, viuda desde hacía seis años y con un solo hijo que vivía con su familia en California, había resultado una bendición trabajar para Monica. Apreciaba a la doctora, y durante esos encuentros hablaba a menudo de ella. Nan venía de una familia de ocho hermanos y solía lamentar el hecho de que Monica no los tuviera, que tanto su madre como su padre, ambos hijos únicos, la hubieran tenido después de los cuarenta y ya hubieran muerto.

Esa noche, en su habitual mesa del rincón de Neary's, Nan sacó de nuevo el tema mientras tomaba un cóctel de aperitivo.

—Cuando estaba esperando el autobús vi a la doctora Monica Farrell subiendo la manzana. Había tenido un día muy agotador y pensé, pobrecilla, no puede recibir una llamada de su madre ni de su padre para poder comentar las cosas. Es una tremenda lástima que cuando adoptaron a su padre en Irlanda, en el certificado de nacimiento solo incluyeran los nombres de Anne y Matthew Farrell, sus padres adoptivos. Los verdaderos padres se aseguraron realmente de que no pudieran localizarlos.

Sus hermanas asintieron inclinando la cabeza.

—La doctora Farrell tiene un aspecto muy distinguido. Seguro que su abuela era de buena familia, y puede que fuera estadounidense —apuntó Peggy, la hermana menor de Nan—. En aquellos tiempos, cuando una chica soltera se quedaba embarazada se la llevaban de viaje hasta que nacía el niño, y después lo daban en adopción, sin que nadie se enterara. Hoy, si una chica soltera se queda embarazada, presume de ello en Twitter o en Facebook.

—Yo sé que Monica tiene muchos amigos —suspiró Nan mientras cogía el menú—. Tiene el don de caerle bien a la gente, pero no es lo mismo, ¿verdad? Por mucho que digan, la sangre tira mucho.

Sus hermanas asintieron al unísono solemnemente, aunque Peggy señaló que Monica Farrell era una joven preciosa, y que probablemente solo era cuestión de tiempo que conociera a alguien.

Una vez agotado el tema, Nan quiso compartir un chisme.

—¿Recordáis que os conté que existe la posibilidad de que beatifiquen a la hermana Catherine, porque un niño que tenía un cáncer cerebral mortal se curó después de una cruzada de oración a esa monja?

Todas lo recordaban.

—Era paciente de la doctora Monica Farrell, ¿verdad? —dijo Rosemary, la hermana mayor.

—Sí. Se llama Michael O'Keefe. Supongo que la Iglesia cree que hay suficientes pruebas que demuestran que es realmente un niño milagro. Y esta misma tarde conseguí convencer a la doctora Farrell para que declare al menos que cuando les dijo a los padres que el niño estaba desahuciado, la madre, sin pestañear siquiera, le contestó que su hijo no iba a morir, porque ella iba a empezar una cruzada de oración a la hermana Catherine.

—Si la madre dijo eso, ¿por qué no estaba dispuesta a declarar la doctora? —preguntó Ellen, la mediana.

—Porque es médico y una persona de ciencia, y porque sigue buscando la forma de demostrar que hubo una razón médica convincente para que Michael se curara del cáncer.

Liz, la camarera que llevaba casi treinta años trabajando en Neary's, estaba al lado de la mesa con los menús en la mano.

—¿Listas para pedir, chicas? —preguntó, jovial.

A Nan le gustaba entrar a trabajar a las siete de la mañana. No necesitaba dormir mucho, y vivía a pocos minutos del despacho de Monica, en un edificio de apartamentos al que se había trasladado después de la muerte de su marido. Llegar temprano le proporcionaba tiempo de sobra para tener al día el correo, y ocuparse de los interminables formularios de las aseguradoras médicas.

Alma Donaldson, la enfermera, apareció a las nueve menos cuarto, mientras Nan estaba abriendo el correo que acababa de llegar. Era una atractiva mujer de color que aún no había cumplido los cuarenta, con una mirada perspicaz y una sonrisa cálida, que había trabajado con Monica desde el día en que abrió la consulta cuatro años antes. Juntas formaban un equipo médico envidiable, y enseguida se habían hecho amigas.

Mientras se quitaba el anorak, Alma detectó de inmediato la expresión de preocupación en la cara de Nan. Estaba sentada detrás del mostrador, con un sobre en una mano y una fotografía en la otra. Alma se saltó su usual saludo campechano.

—¿Qué pasa, Nan? —preguntó.

—Mira esto —dijo Nan.

Alma pasó detrás del mostrador y observó por encima del hombro de su compañera.

—Alguien le hizo una foto a la doctora con aquel niño, Carlos García —dijo Alma—. A mí me parece tierna.

—Llegó en un sobre en blanco —dijo Nan, con sequedad—. No puedo creer que su madre o su padre la hubieran enviado sin algún tipo de nota. Y mira esto —le dio la vuelta a la fotografía—: alguien anotó la dirección de la casa y de la consulta de la doctora. Eso me parece muy raro y me da mala espina.

—A lo mejor el que la mandó estaba intentando decidir a qué dirección hacerlo —sugirió Alma con tino—. ¿Por qué no telefoneas a los García y les preguntas si la enviaron ellos?

—Me juego el sueldo a que no —masculló Nan, al descolgar el teléfono.

Rosalie García respondió al primer tono. No, ellos no habían enviado la fotografía y no se les ocurría quién podía haberlo hecho. Ella tenía pensado enmarcar la que le hicieron a la doctora con Carlos y enviársela, pero todavía no había tenido tiempo de comprar el marco. No, ella no sabía la dirección de la casa de la doctora.

Monica entró cuando Nan le repetía esa conversación a Alma. La enfermera y la recepcionista intercambiaron una mirada y luego, tras un gesto de asentimiento de Alma, Nan volvió a meter la foto en el sobre y lo dejó caer sobre el mostrador.

—Hay un detective jubilado de la oficina del fiscal que vive en mi rellano. Voy a enseñársela. Hazme caso, Alma, hay algo siniestro relacionado con esta fotografía —le confió Nan más tarde a Alma.

—¿Crees que está bien no enseñársela a la doctora? —preguntó Alma.

—Está dirigida al «residente», no a ella directamente. Se la enseñaré, pero primero me gustaría saber la opinión de John Hartman.

Aquella noche, después de telefonear a su vecino, Nan recorrió el pasillo hasta el apartamento de este. Hartman, un viudo de setenta años con un cabello recio y canoso y la saludable complexión de un golfista veterano, la invitó a pasar y escuchó sus disculpas y la razón por la cual había ido a molestarlo.

—Siéntate, Nan; tú no me molestas.

Él volvió a sentarse en su sillón, en cuyo reposapiés se acumulaban los periódicos que obviamente había estado leyendo, y giró el regulador de la lámpara de pie, para ponerlo al máximo. Nan, que lo miraba muy atenta, vio cómo fruncía cada vez más el ceño mientras examinaba la fotografía y el sobre que sostenía con la punta de los dedos.

—Tu doctora Farrell no forma parte del jurado de ningún proceso, ¿verdad?

—No, ¿por qué?

—Probablemente hay una explicación, pero en mi negocio este es el tipo de cosas que se considera una amenaza. ¿La doctora Farrell tiene algún enemigo?

—Ni uno solo en el mundo.

—Eso que tú sepas, Nan. Tienes que enseñarle esta fotografía y luego me gustaría hablar con ella.

—Espero que no crea que me estoy excediendo en mis funciones —dijo Nan, inquieta, cuando se levantó para marcharse. Entonces dudó—: En el único que se me ocurre pensar es en alguien que llama desde Boston de vez en cuando. Se llama Scott Alterman. Es abogado. No sé qué pasó entre ellos, pero cuando él telefonea a la consulta ella nunca se pone.

—Podría ser un buen punto de partida para investigar —dijo Hartman—. Scott Alterman. Haré un par de averiguaciones sobre su pasado. Yo solía ser un detective bastante bueno. —Entonces se quedó pensando—. La doctora Farrell es pediatra, ¿verdad?

—Sí.

—¿Ha tenido muchos pacientes últimamente? Quiero decir, ¿murió algún niño de forma inesperada, cuyos padres puedan echarle la culpa?

—No, todo lo contrario, le han pedido que declare acerca uno de sus pacientes que estaba desahuciado, y que no solo sigue vivo, sino que ha superado un cáncer cerebral.

—No creí que pudiera tratarse de eso, pero al menos sabemos que esa familia no se dedicará a acosar a la doctora Farrell. —John Hartman se mordió la lengua. No tenía pensado usar esa palabra, pero su instinto le decía que había alguien por ahí acosando a la joven doctora para quien Nan trabajaba.

Extendió la mano.

—Nan —dijo—, devuélveme la foto. ¿Alguien más la tocó aparte de ti?

—No.

—Mañana no tengo nada importante que hacer. La llevaré al cuartel general y veré si puedo obtener alguna huella dactilar clara. Probablemente será una pérdida de tiempo, pero la verdad es que nunca se sabe. ¿Te importa si tomo tus huellas dactilares? Es para poder compararlas. Aún tengo un equipo en mi escritorio y tardaré solo un minuto.

—Claro que no me importa —contestó ella, pero cuando cerró la puerta de su casa y pasó el pestillo, se puso a pensar en lo vulnerable que era Monica en su apartamento. Esa puerta de la cocina al patio tiene un ventanal enorme, pensó Nan. Cualquiera podría cortar el cristal, meter la mano y abrir el cerrojo. Yo ya le he advertido que debería poner una reja mucho más gruesa en esa ventana.

Nan no durmió bien esa noche. Tuvo unos sueños aterradores en los que aparecían imágenes distorsionadas de Monica de pie en los escalones del hospital, con Carlos en brazos y su melena rubia ondeando sobre sus hombros, que luego se transformaba en unos tentáculos que se le enrollaban alrededor del cuello.