Tony, Rosalie y el pequeño Carlos García salieron con el coche el sábado por la tarde. Iban a visitar a Marie, la hermana de Rosalie y a su marido, Ted Simmons, a su casa de Bay Shore, en Long Island.
Tony había estado trabajando casi dos semanas sin parar, entre la agencia de conductores y los actos del Waldorf donde era camarero. Tal como le explicó a Rosalie, en cuanto llegaba octubre todas las organizaciones benéficas organizaban sus cenas de gala.
—A veces oigo a la gente que llevo en el coche comentar a cuántos actos de esos han asistido en una semana —le dijo Tony a su mujer—. Y no creas que son baratos.
Pero ese sábado estaba libre, y hacía un día bonito para ir a Bay Shore. A Tony le gustaban sus cuñados. Marie y Ted tenían tres hijos un poco mayores que Carlos, y también estarían allí la madre y el hermano de Ted. Su cuñado había abierto una ferretería en Bay Shore y le iba muy bien. Tenían una casa enorme de estilo colonial, y un patio vallado por donde Carlos y sus primos podían correr sin que nadie tuviera que preocuparse por los coches.
—Hoy nos divertiremos mucho, Tony —dijo Rosalie muy contenta, cuando salieron de la penumbra del túnel de Midtown a la autopista—. Me asusté mucho esta semana cuando el niño tuvo ese resfriado tan fuerte, pero hace cuatro días que ya no estornuda. —Miró hacia atrás—. ¿Verdad, cariño? —le preguntó a Carlos, que estaba arrellanado y seguro en su sillita del coche.
—No, no, no —contestó Carlos con un sonsonete.
—Vaya, es la última palabra que ha aprendido —se rió Rosalie.
—Y la única que dice últimamente —añadió Tony, y después pensó en algo que había querido contarle a su mujer—. Rosie, ¿te hablé de esa señora mayor tan amable que llevé hace dos semanas a Rhinebeck? Esa que dijo que conocía a la abuela de la doctora Monica Farrell. Pues leí en el periódico de ayer que había muerto. La entierran hoy.
—Qué pena, Tony.
—La verdad es que yo la apreciaba. ¡Oh, Dios! —Tony apretó el pedal del acelerador. El coche se paró en seco, en medio de aquel tráfico tan denso. Frenético, él giró la llave del contacto, cuando el chirrido de los frenos del camión que tenía detrás le indicó que iban a chocar—. ¡No!
Rosalie se dio la vuelta para mirar a Carlos.
—¡Oh, Dios mío! —aulló.
Mientras Rosalie chillaba, notaron una sacudida que los zarandeó hacia delante y hacia atrás, pero el conductor del camión consiguió reducir y frenar antes de chocar.
Temblando de alivio, se volvieron a mirar a su hijo de dos años. Carlos intentaba bajar de su asiento, con toda tranquilidad.
—Se cree que hemos llegado —dijo Tony, con la voz tomada y las manos todavía aferradas al volante. Al cabo de un momento, y temblando todavía, abrió la puerta del coche para saludar al hombre cuya rápida reacción les había salvado la vida.
Tres horas después estaban en la mesa del comedor de la casa de Ted y Marie en Bay Shore. La grúa había tardado cuarenta minutos en llegar, y habían provocado una enorme retención en la autopista. Ted había ido a recogerlos a la gasolinera donde se habían quedado.
A todos los adultos de la mesa: Rosalie y Tony, Marie y Ted, la madre y el hermano de Ted, los embargaba un profundo sentimiento de gratitud, porque estaban convencidos de que podían haber muerto si el conductor que llevaban detrás hubiera ido pegado a ellos o hubiera sido incapaz de frenar.
—Podía haber sido muy distinto —dijo Rosalie, mientras miraba por la ventana a Carlos, feliz, mientras uno de sus primos mayores le empujaba el columpio.
—Y aún puede ser muy distinto, si no te deshaces de ese coche viejo que tienes, Tony —dijo con franqueza Ted, un hombre corpulento con actitud resuelta—. Llevas demasiado tiempo cuidando ese cacharro. Sé que has estado posponiendo la compra de un coche nuevo, y sé por qué. Todas esas facturas médicas de Carlos te han comido vivo. Pero el chaval no superó la leucemia para que os matéis todos en un accidente de coche. Búscate uno bueno y yo te prestaré el dinero, ¿de acuerdo?
Tony miró agradecido a su cuñado. Sabía que aunque Ted dijera que le prestaba el dinero, nunca permitiría que se lo devolviera.
—Sé que tienes razón, Ted —admitió—. No voy a subir a mi familia a ese cacharro nunca más. Incluso antes de que se estropeara, ya estaba pensando en un coche que sería perfecto para nosotros y que no puede ser muy caro. Es un Cadillac que tiene diez años. Era de una señora mayor para la que trabajé hace un par de semanas. Fue un trayecto bastante largo.
Ya sabes que entiendo de coches. Ese está perfecto. Seguramente consume más gasolina que uno nuevo, pero apuesto a que lo puedo conseguir a precio de coste, que no puede ser mucho.
—¿Te refieres a esa señora de la que estuvimos hablando al venir, Tony? —Preguntó Rosalie—. ¿La del funeral que se celebra hoy?
—Sí, la señora Morrow. Era su coche y probablemente lo pondrán en venta.
—Compruébalo, Tony —dijo Ted—. No pierdas tiempo.
No hay mucho mercado para un Cadillac de diez años. Es fácil que lo consigas.
—Me acercaré al edificio donde ella vivía. Puede que alguien me diga con quién he de hablar para eso —prometió Tony—. Yo apreciaba realmente a la señora Morrow y tengo la sensación de que ella me apreciaba a mí.
Y tengo la absurda corazonada de que ella querría que yo tuviera su coche, pensó.