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Con sentimientos encontrados, pero creyendo que la preocupación de Susan Gannon era sincera, Monica la acompañó hasta la cuna de Sally. La niña tenía los ojos abiertos, y sostenía una botella de agua casi llena. Le habían reemplazado la máscara de oxígeno por unos tubos en las ventanillas de la nariz.

Al ver a Monica se puso de pie con cierto esfuerzo y extendió los brazos.

—Monny, Monny.

Cuando Monica la cogió, empezó a darle golpes con sus pequeños puños.

—Oh, vamos, Sally —dijo Monica, con dulzura—. Ya sé que estás enfadada conmigo, pero no pude evitar hacerte daño con esas agujas. Tenía que hacerlo para que mejoraras.

La enfermera de cuidados intensivos le enseñó la gráfica.

—Como ya le dije cuando telefoneó, doctora, Sally ha pasado bastante buena noche. Odia el gotero, como es natural, y estuvo peleándose con él hasta que se quedó dormida. Esta mañana se bebió el biberón y comió un poco de fruta.

Susan se había mantenido a cierta distancia.

—¿Aún tiene neumonía? —preguntó en voz baja.

—Todavía tiene algo de líquido en los pulmones —dijo Monica—. Pero gracias a Dios, ya no está entre los pacientes graves. Cuando la canguro la trajo el jueves por la mañana, tuve miedo de perder a esta señorita. No podíamos permitir que pasara eso, ¿verdad que no, Sally?

La niña dejó de agitar los puños y apoyó la cabeza en el hombro de Monica.

—Es la viva imagen de su padre —murmuró Susan—. ¿Cuánto tiempo estará en el hospital?

—Una semana más, como mínimo —dijo Monica.

—¿Y después qué? —preguntó Susan.

—Si no la reclama algún pariente irá a una casa de acogida, temporalmente al menos.

—Ya veo. Gracias, doctora.

Susan Gannon se dio la vuelta bruscamente y se dirigió con prisas hacia el pasillo. Monica tuvo claro que se había emocionado mucho y que estaba ansiosa por marcharse.

Cuando Monica hubo examinado a Sally y la volvió a dejar en la cuna entre sollozos de protesta, conectó de nuevo el gotero y después examinó a otros pequeños pacientes. Uno de ellos era un niño de seis años con una faringitis aguda. Estaba rodeado de sus padres, sus hermanos mayores y su abuela.

Tenía libros y juegos apilados en la repisa de la ventana.

—Creo que deberías quedarte un par de días más, Bobby, así podrás leer todos esos libros —le dijo, mientras firmaba los papeles del alta.

Al ver que él la miraba alarmado, le dijo:

—Era una broma. Te marchas de aquí.

Su otra paciente era Rachel de cuatro años, ingresada por bronquitis. Ella también se había recuperado y podía irse a casa.

—Y ustedes, más vale que descansen un poco —les dijo Monica a los padres, que parecían exhaustos.

Ella sabía que ninguno de los dos se había separado de Rachel desde que la trajeron al hospital cuatro días antes. En realidad ni Bobby ni Rachel han estado graves, pensó. Los ingresaron por precaución, únicamente. Pero Sally estuvo a punto de no superarlo. Los otros niños tienen familiares que no los habían dejado solos ni un minuto. Las únicas visitas que ha recibido Sally han sido su canguro, que la conoce solo desde hace una semana, y la ex esposa de su padre, que ahora es sospechoso del asesinato de su madre.

Monica compró el Post y el News en el vestíbulo del hospital y en el taxi que la llevaba a casa leyó las noticias que ampliaban los titulares sobre Peter Gannon. Habían encontrado la bolsa grande de regalo, que según Gannon le había entregado a Renée Carter, arrugada dentro de la papelera de su despacho. El dinero que él había puesto en la bolsa, cien mil dólares en billetes de un dólar, estaba escondido en el doble fondo de un cajón de su escritorio.

Es tan culpable como Judas, pensó Monica. Ningún miembro de esa familia querrá nunca a la hija de Renée Carter.

Según estos artículos, Peter Gannon ni siquiera llegó a verla. Oh, Dios, con toda esa gente que ansía tener hijos, ¿por qué Sally tuvo que nacer de esas personas?

Pero Sally no sería Sally si no fuera hija de Peter Gannon y Renée Carter. No importa qué tipo de gente sean o fuesen, ella es una niña dulce y preciosa…

—Hemos llegado, señorita —dijo el taxista.

Monica, sobresaltada, levantó la vista.

—Ah, claro. —Le pagó la carrera, le dio una buena propina, y subió los escalones con la llave en la mano. Abrió la puerta de la calle, utilizó la llave de la puerta interior que daba al vestíbulo y recorrió el pasillo hasta su apartamento. Cuando ya estaba dentro, y había dejado el bolso y los periódicos en la butaca, acudieron a su mente los acontecimientos de los últimos días.

Se quedó mirando el viejo bolso que había estado usando e n lugar del nuevo que el autobús había destrozado. Revivió una vez más el pánico de aquel momento espantoso, en que el autobús se le acercaba a toda velocidad. Entonces pensó en la profunda decepción de que Olivia Morrow hubiera muerto apenas horas antes de su cita, en su intento fútil de encontrar a un posible confidente de Morrow en el funeral, y finalmente en el dolor emocional de saber que Ryan tenía una relación con otra mujer. Un sentimiento de intensa tristeza la envolvió.

A punto de llorar, se fue a la cocina, encendió el hervidor y buscó en la nevera los ingredientes para preparar una ensalada.

Estoy más destrozada de lo que creía, pensó. Tengo la espalda y los hombros magullados y doloridos.

Pero hay algo más, se dijo. ¿Qué es? Tiene que ser por Sally, por algo que dije esta mañana. ¿Qué fue?

Olvídalo, pensó. Si es importante, ya lo recordarás.

Hay algo que yo sé que es importante, meditó, mientras abría una lata de cangrejo. La reunión en la Fundación Gannon se había fijado para el martes. Me pregunto si intentarán cancelarla con todo lo que está pasando. Necesitamos los quince millones de dólares que nos prometieron para la ampliación del hospital. Necesitamos esa nueva ala de pediatría que va incluida en ella. ¿No es increíble que uno de los Gannon sea el padre de Sally?

La ensalada y dos tazas de té hicieron que Monica se sintiera un poco mejor. Sabía que su teléfono fijo estaba cargado de mensajes de sus amigos que se habían enterado del incidente del autobús. Se puso a escucharlos con una libreta en la mano. Todos eran parecidos: Enterarse de que había esquivado por los pelos el autobús los había dejado atónitos y preocupados.

¿Había algo de verdad en la versión de esa anciana sobre que la habían empujado? Tres de los que habían llamado querían que se instalara en sus apartamentos, por si alguien la estaba acosando.

Monica empezó a devolver las llamadas. Localizó a seis amigos, al resto le dejó un mensaje, y declinó varias invitaciones para salir a cenar, aunque no tenía planes para esa noche.

Cuando terminó, fue al cuarto de baño, se desnudó y se metió en el jacuzzi. Estuvo cuarenta y cinco minutos en aquella agua caliente y balsámica, relajándose, y empezó a notar que la tensión desaparecía de su cuerpo magullado.

Tenía pensado ponerse un jersey y unos pantalones cómodos y dar un buen paseo, pero haber pasado toda una noche sin apenas dormir le estaba pasando factura. En lugar de eso, se tumbó en la cama, se tapó con la colcha y cerró los ojos.

Cuando volvió a abrirlos supo que era media tarde por la luz sesgada de la habitación. Permaneció envuelta en la colcha durante unos minutos. Se sentía más centrada. Me alegro de no tener planes, pensó. Llevo siglos sin ir al cine… escogeré una película, iré sola a la sesión de la tarde y a la vuelta me compraré algo para comer.

La verdad es que ya no me apetece dar un paseo. Pero quiero tomar un poco el aire…

Metió los pies en unas zapatillas de felpa, fue del dormitorio a la cocina, abrió la puerta trasera que daba al pequeño patio y salió. Hacía frío, y la bata que le había parecido tan confortable no era suficiente para la temperatura exterior.

Inspiro un par de bocanadas de aire y ya está, pensó. Entonces, al mirar a su alrededor, sus ojos se fijaron en la regadera decorativa que había a la izquierda de la puerta.

La habían movido.

Estaba convencida.

Ella siempre la dejaba sobre esa losa del patio que estaba muy agrietada. Pesaba tanto que ni siquiera un vendaval podía moverla. Ahora estaba algo más desplazada, sobre la baldosa contigua.

Pero ayer no estaba ahí.

Antes de ir al funeral, salí al patio, pensó Monica. Había dormido tan mal que me sentía aturdida y necesitaba aire fresco. Recuerdo perfectamente que vi la regadera y pensé que tenía que ocuparme de cambiar la losa rota. ¿O quizá Lucy la puso en otro sitio si barrió el patio cuando vino ayer?

De pronto se puso a temblar, volvió a entrar en la cocina, cerró la puerta y pasó el cerrojo.

Siempre me aseguro de dejarlo puesto, pensó, inquieta.

Pero ahora mismo no estaba puesto. A veces, si salgo solo unos minutos como ayer, me olvido del cerrojo. Eso debí de hacer ayer. Anoche, cuando por fin me quedé dormida, algo me despertó de repente. ¿Sería porque oí un ruido y me sobresalté?

Si no hubiera tenido el sueño ligero y no hubiera encendido la luz, ¿alguien habría intentado entrar? ¿Había alguien ahí fuera?

Y a su mente acudió la incongruente idea de que la razón por la que no había dormido bien tenía un nombre.

Y era Ryan Jenner.