Tras compartir un café con Monica y Nan, después del funeral de Olivia Morrow, Sophie Rutkowski se fue al apartamento cercano donde vivía, con la mente dominada por los recuerdos de los muchos años que estuvo con Olivia.
Ojala hubiera estado presente cuando murió, pensó Sophie, mientras se cambiaba la chaqueta y los pantalones de vestir por la ropa de trabajo: mallas de algodón y una sudadera.
Me da una pena enorme que estuviera sola. Yo sé que mis hijos estarán a mi alrededor para decirme adiós, cuando llegue mi hora. Nada en el mundo podría retenerlos lejos, si supieran que me estoy muriendo…
La doctora Farrell…, qué aspecto tan encantador tiene.
Cuesta creer que sea médico y muy respetada, por lo que decían los periódicos cuando ese autobús estuvo a punto de matarla.
Al funeral de la señora Morrow no acudió ni un solo pariente.
El sacerdote incluso lo mencionó en el sermón. Habló tan bien de la señora Morrow… La doctora Farrell se quedó muy decepcionada cuando no pude contarle a qué se refería la señora cuando le dijo que conocía a sus abuelos. La doctora Farrell tampoco tiene familia. Ay, Dios bendito, la gente tiene tantos problemas y es tan duro afrontarlos solo…
Con ese ánimo triste, Sophie cogió sus agujas de hacer punto. Estaba tejiendo un jersey para su último nieto, y tenía una hora libre antes de que llegara el momento de ir a un trabajo que no le gustaba. Era en Schwab House, los sábados por la tarde a partir de la una. Tres pisos por debajo del apartamento donde había vivido Olivia Morrow.
Los propietarios eran una pareja de escritores, y ambos trabajaban en casa. El motivo por el que les gustaba que les limpiaran el apartamento los sábados por la tarde, era porque hacia las doce del mediodía se iban a su casa de campo de Washington, Connecticut.
Sophie seguía en ese trabajo por una sola razón: le pagaban el doble por ir los sábados. Y con quince nietos, ese dinero le permitía cubrir todos los pequeños extras que sus padres no podían permitirse.
Aun así, cada vez me cuesta más trabajar aquí, pensó Sophie, cuando a la una en punto exactamente, metió su llave en la puerta del apartamento. Estos dos no son como la señora Morrow, se dijo, por enésima vez. Al cabo de pocos minutos empezó a vaciar papeleras rebosantes, recogió montones de toallas húmedas del suelo del baño, y limpió la nevera de cajas de comida china medio vacías. Hay una palabra para definirlos, suspiró: dejados.
Cuando se marchó a las seis en punto, el apartamento estaba impoluto. Había vaciado el lavaplatos, guardó la ropa de cama doblada en el armario, bajó los estores de las cinco habitaciones justo hasta la mitad. Ellos me dicen siempre que es muy agradable llegar el lunes y encontrarlo así, pensó Sophie.
¿Por qué no intentan mantenerlo igual?
El apartamento de la señora Morrow, suspiró. Ya debe de haber ido gente a verlo. Es tan bonito que mucha gente querrá comprarlo. La señora Morrow le había dicho que el doctor Hadley se encargaría de todo.
Cuando Sophie apretó el botón del ascensor, se le ocurrió una cosa. Si la señora Morrow había manchado de sangre la almohada cuando se mordió el labio, la funda sucia debía estar en la bolsa de la lavandería. ¿Y la cama? Apuesto a que cuando se llevaron el cuerpo de la pobre señora Morrow, nadie se molestó en hacer la cama. Yo no quiero que entren unos desconocidos en su casa y vean una cama deshecha, y una funda de almohada manchada en la bolsa de la colada, pensó.
Llegó el ascensor. Sophie apretó el botón para subir al piso catorce. «Tengo una llave de su apartamento», pensó. «Voy a hacer lo último que podré hacer jamás por esa pobre mujer: cambiarle las sábanas. Llévate esa funda manchada a casa, lávala y plánchala, hazle la cama y pon la colcha. Así, todo el que entre en su piso podrá valorar el aspecto que tenía cuando ella vivía allí».
Confortada con la idea de que podía ofrecerle un último servicio a una señora que había sido tan considerada con ella, Sophie bajó en el piso catorce, sacó su llave y abrió la puerta del apartamento de Olivia Morrow.