El viernes por la tarde, después de que la policía lo obligara a dejar su piso, Peter Gannon fue a parar a la esquina de la Quinta Avenida con la calle Setenta, frente a la puerta del edificio de apartamentos donde había vivido con Susan durante veinte años. Él le había cedido la propiedad en cooperativa cuatro años antes, en el acuerdo de divorcio, y aunque el portero lo saludó cordialmente, no le pasó por alto el gesto de incomodidad de su cara.
—Señor Gannon, me alegro de verlo.
—Yo también me alegro de verte a ti, Ramón. —Peter comprendía el apuro de aquel hombre, que no podía dejarle entrar en el edificio sin permiso de Susan—. ¿Podrías llamar y ver si mi esposa está en casa? —Preguntó, y entonces deseó haberse mordido la lengua—. Quiero decir, ¿puedes comprobar si está la señora Gannon?
—Por supuesto, señor.
Mientras Ramón marcaba el número del apartamento de Susan, Peter esperó, nervioso. Probablemente estará trabajando, pensó. No debe de estar en casa un viernes a esta hora.
¿Qué me pasa? Soy incapaz de pensar con claridad. ¿Qué le estaba diciendo Ramón?
—La señora Gannon dice que puede usted subir, señor.
Peter detectó la curiosidad en la mirada del portero. Ya sé que tengo mala pinta, pensó. Entró en el vestíbulo y pisó la familiar alfombra de camino al ascensor. La puerta estaba abierta. El ascensorista, otro empleado de muchos años, lo recibió con simpatía y apretó el botón del piso dieciséis, sin que se lo pidiera.
Mientras subía, Peter se dio cuenta de que no sabía qué podía esperar de Susan. Al pasar junto a un quiosco había visto la fotografía de Renée, y los titulares sobre su muerte tanto en la primera página del Post, como del News. Susan también debía de haber visto los periódicos de la mañana. Recordaría a Renée inmediatamente y supondría que ese era el motivo por el que él le había suplicado que le prestara un millón de dólares.
El ascensor se paró. Peter dudó antes de salir y vio que el empleado lo miraba intrigado. Después, cuando la puerta se cerró a sus espaldas, se quedó allí un minuto. Su apartamento era el dúplex de la esquina. Sintió un frío glacial, metió las manos en los bolsillos de su chaqueta de piel y se giró para ir hacia allí.
La puerta estaba entreabierta y antes de que pudiera llamar, Susan apareció de pie en la entrada. Durante un par de minutos ambos se miraron sin decir nada. Peter se dio cuenta de que a ella le había impresionado su aspecto. Supongo que ducharme y afeitarme no logró disimular los efectos de una borrachera de campeonato, pensó.
Susan llevaba un vestido ceñido de lana gris, que acentuaba su reducida cintura, y un pañuelo de colores alrededor del cuello.
Unos pendientes de plata eran las únicas joyas, que combinaban con su pelo canoso de ondulado perfecto, que enmarcaba su rostro. Parece justo lo que es, pensó Peter, una mujer con clase, inteligente y maravillosa; y yo en veinte años, no fui lo bastante listo para darme cuenta de la suerte que tenía por estar con ella.
—Pasa, Peter —le dijo Susan, y se apartó para dejarlo entrar. Él estaba seguro de que ella quería evitar cualquier intento de besarla por su parte. No te preocupes, Susan. No tendría la frescura de probarlo.
Peter cruzó el recibidor en dirección al salón, sin decir palabra.
Se acercó a los ventanales con vistas al Central Park.
—La vista no cambia —comentó, y luego se volvió hacia ella—. Sue, tengo un problema muy serio. No tengo derecho a molestarte, pero no sé a quién más acudir para que me aconseje.
—Siéntate, Peter. Parece que vayas a desplomarte. He leído los periódicos esta mañana. Renée Carter, esa mujer con la estabas o estás, liado, es la misma Renée Carter que ha sido asesinada, ¿verdad?
Peter, sintiendo que sus piernas ya no tenían fuerzas para sostenerlo, se dejó caer en el sofá.
—Sí, es ella. Sue, te juro por Dios que no la he visto ni he sabido de Susan en dos años. Desde que volvió a Las Vegas. Yo estaba harto de ella, y sabía que había cometido un error terrible. Lo lamenté entonces y lo lamentaré todos los días de mi vida.
—Peter, según los periódicos, Renée Carter es madre de una niña de diecinueve meses. ¿Es tuya?
Esa era la pregunta que Peter Gannon había esperado no tener que contestar jamás.
—Sí —murmuró—. Sí. Nunca quise que te enteraras de lo del bebé. Sabía que los abortos te dejaron destrozada.
—Qué considerado eres. ¿Cómo puedes estar seguro de que es tuya?
Desolado, Peter afrontó la mirada desdeñosa de su ex mujer.
—Sí, estoy seguro de que es mía. Renée fue muy lista y me envió los resultados de ADN, como prueba. Nunca he visto a la niña. Ni quiero verla nunca.
—Pues deberías avergonzarte —espetó Susan—. Es sangre de tu sangre. Según dice la prensa está ingresada en el hospital por una neumonía muy grave, ¿y no estás preocupado por ella? ¿Qué eres, un monstruo?
—Sue, yo no soy un monstruo —manifestó Peter—. Renée me dijo que tenía unos amigos que estaban desesperados por tener un hijo, que eran buenas personas y estables. Yo pensé que era lo mejor que se podía hacer. Hace dos años le di a Renée dos millones de dólares, para que pudiera tener el crío y después desaparecer de mi vida. Pero ella me llamó hace tres meses, y me exigió un millón más. Por eso te pedí el préstamo. No podía conseguirlo en ningún otro sitio.
Peter vio que la expresión de Susan cambiaba del desdén a la alarma.
—Peter, ¿cuándo viste a Renée Carter por última vez?
—El martes por la noche. —Sácalo, pensó. No intentes que suene como lo que no es—. Sue, yo no tenía un millón de dólares. No pude conseguirlos. Llevé una bolsa con cien mil en efectivo para dárselo. Me encontré con Renée en un bar y se lo dije. Ella cogió la bolsa y salió corriendo del bar. Yo la seguí. La agarré del brazo y dije algo como «no puedo conseguir más». Ella me dio una bofetada y la bolsa se cayó. Cuando ella la recogió, yo supe que iba a vomitar. Me había pasado el día bebiendo whisky. La dejé en medio de la calle.
—¿Qué hiciste luego?
—Perdí el conocimiento. No sé nada más, hasta que me desperté en el sofá de mi despacho la tarde siguiente.
—¿En tu despacho? ¿No te despertó nadie por la mañana?
—No entró nadie más. Les había dicho a todos que se marcharan.
Ya no podía pagar el sueldo de nadie. Sue, hoy vino la policía a mi apartamento, y dejé que cogieran una muestra de mi ADN. Van a conseguir una orden de registro del piso y la oficina, y me obligaron a dejar el apartamento.
—Peter, ¿me estás diciendo que dejaste a Renée Carter en York Avenue, después de haberos peleado y de que ella te diera una bofetada, y que estaba recogiendo la bolsa con cien mil dólares en efectivo, y que te dijo que no era suficiente dinero? ¿Y ahora dices que no te acuerdas de nada hasta que despertaste en tu despacho, y que descubrieron su cadáver cerca de donde tú la dejaste? No solo eres un posible sospechoso. Eres el sospechoso principal.
—Susan, te juro que no sé qué le pasó a Renée.
—Peter, lo que estás diciendo es que tú no sabes lo que pasó. Punto. ¿Le dijiste a la policía que Renée Carter te estaba chantajeando por el dinero de la fundación y lo que sospechas que Greg está haciendo en la bolsa?
—No. No. Claro que no. Tengo que mantener a Greg al margen de esto. Les dije que ella me acosaba para pedirme más dinero del que le di hace dos años. —Peter sabía que estaba a punto de llorar. No quería derrumbarse delante de Susan, y se puso de pie—. Perdona que te importune con todo esto, Sue —dijo, intentando que su voz recuperara la prestancia—, simplemente necesitaba hablar con alguien. Tú eras la primera de la lista. —Intentó sonreír—. De hecho, tú eres la lista.
—Eso no dice mucho en tu favor. Peter, tú no irás a ninguna parte hasta que te tomes un café y un sandwich. ¿Hace cuánto que no comes?
—No lo sé. Cuando me desperté en la oficina el miércoles, me fui a casa y me metí en la cama. Ayer estuve todo el día en el apartamento, hasta que nos vimos. Luego, cuando tú me dejaste plantado, volví a emborracharme.
—Peter, el martes por la tarde ya le habías dicho a Renée Carter que no podías darle más dinero. ¿Por qué intentaste que yo te lo prestara el miércoles por la noche?
—Porque sabía que ella no me dejaría en paz, y que si ponía a la policía sobre la pista de Greg, él tendría un grave problema.
—Peter, dices que la policía va a conseguir una orden de registro. ¿Encontrarán algo en tu despacho o en tu apartamento que pueda incriminarte?
—No, Susan, nada en absoluto.
—¿Recuerdas si te peleaste con ella? ¿Si le devolviste el golpe cuando te abofeteó?
—Juro que nunca le habría hecho daño. Solo quería alejarme de ella.
—Peter, ya le has dicho a la policía que Renée Carter estaba intentando sacarte más dinero. Escúchame. Vas a necesitar un abogado. Yo soy abogado de empresa, no criminalista, pero un estudiante de primero de derecho encontraría lagunas en esa pérdida de conciencia tuya tan conveniente. Por suerte no pueden citarme como testigo, porque soy abogado, y les diré que hablaste conmigo solo para obtener consejo profesional. Pero no le cuentes ni una palabra de esto a nadie, ni contestes ninguna pregunta más de la policía. A estas alturas ya deben de haber terminado de registrar tu apartamento, así que en cuanto te prepare algo para comer, quiero que te vayas a casa y descanses un poco. Lo necesitarás. Quédate allí hasta que tengas noticias mías. Yo haré algunas llamadas y contrataré al mejor abogado criminalista que encuentre.
Una hora más tarde, cuando salía del apartamento de Susan, Peter Gannon echó un vistazo al salón exquisitamente amueblado, con sus sofás mullidos, confortables butacas a juego, una alfombra antigua y el impresionante piano que le había comprado a Susan en uno de sus aniversarios. Pensó en tumbarse en el sofá y escucharla tocar. Era una gran pianista, mucho más que «una aficionada bastante buena», como se calificaba a sí misma.
¡Y yo perdí todo esto a cambio de Renée Carter!, pensó.
Y ahora puede que pierda el resto de mi vida por Renée. Ni siquiera eso sería suficiente para ella, pensó con amargura.
Cuando llegó de nuevo a su apartamento, lo encontró en absoluto desorden. Habían sacado todos los cajones y tirado el contenido sobre la alfombra. Todo lo que había en la nevera estaba sobre la mesa de la cocina. Los cojines de las butacas y el sofá en el suelo. Habían trasladado los muebles al centro del salón. Habían descolgado los cuadros de las paredes y los habían apilado unos encima de otros. Habían dejado una copia de la orden de registro sobre la mesa del salón.
Peter empezó a ordenar, como un autómata. El esfuerzo físico le ayudó a tonificar la espalda, agarrotada por la inactividad.
Susan cree que pueden detenerme, pensó. Esa perspectiva le parecía imposible. Siento como si estuviera en una película mala. Yo nunca he movido un dedo para hacerle daño a nadie. Crecí sin pelearme nunca con otro chico. Aun cuando ya sabía que Renée no iba a conformarse con cien mil dólares, seguí intentando que Susan me prestara dinero para comprarla.
No habría hecho eso si ya la hubiera matado. Yo no la habría matado. ¿Por qué no puedo recordar lo que hice después de dejar a Renée en York Avenue?
Mientras volvía a colocar el contenido de los cajones, ordenaba los muebles, y colgaba otra vez los cuadros, su mente seguía dando vueltas a preguntas sin respuesta. ¿Adónde fui cuando dejé a Renée? ¿Hablé con alguien, o me lo estoy imaginando?
¿Vi a alguien que me pareció familiar al otro lado de la calle? No lo sé. Simplemente no lo sé.
El conserje le telefoneó poco después de medianoche.
—Señor Gannon, los detectives Tucker y Flynn han venido para verlo.
—Hágalos subir. —Prácticamente paralizado por el miedo, Peter esperó junto a la puerta hasta que sonó el timbre.
Abrió, y los dos detectives, sin sonreír y con actitud profesional, entraron en el apartamento.
—Señor Gannon —dijo Barry Tucker—, queda detenido por el asesinato de Renée Carter. Dese la vuelta, señor Gannon.
—Mientras le esposaba las manos a la espalda, Tucker procedió con el ritual Miranda[1]: Tiene derecho a guardar silencio Cualquier cosa que diga puede ser usada en su contra…
Cada palabra era como un puñetazo.
—Tiene derecho a un abogado…
Intentando reprimir las lágrimas, Peter rememoró el momento en que, en aquella fiesta después de la obra, Renée Carter lo había cogido del brazo y le preguntó si estaba solo.