Con la garganta seca, Peter Gannon invitó a los detectives Barry Tucker y Dennis Flynn a pasar al salón de su apartamento.
¿Por qué han venido?, se preguntó. ¿Hice alguna locura cuando perdí la conciencia? No creo que cogiera el coche.
¡Dios, espero que no atropellara a nadie!
Incluso decidir dónde sentarse le parecía angustioso. En el sofá no. Era más bajo que las butacas. Se sentiría aún más intimidado.
Escogió el sillón orejero negro, que obligó a los detectives a sentarse de lado en el sofá.
La expresión sombría de ambos indicó a Peter que fuera cual fuese el motivo de su visita, el asunto era grave. La pareció que esperaban que él hablara primero. No tenía pensado ofrecerles un café, pero se dio cuenta de que seguía teniendo en la mano la taza que se estaba bebiendo cuando le llamó el conserje.
—¿Puedo ofrecerles…?
Antes de que terminara la frase ambos le dijeron que no con la cabeza. Luego habló el detective Tucker:
—Señor Gannon, ¿vio usted a Renée Carter el pasado martes por la noche?
Renée, pensó Peter, consternado. ¡Ella fue a contarle a la policía que Greg utiliza información privilegiada! Ve con cuidado, se dijo. Eso no lo sabes aún. Colabora.
—Sí, me vi con ella el martes por la tarde —dijo, intentando mantener un tono tranquilo.
—¿Dónde se citaron? —preguntó Tucker.
—En un bar-asador de esos, cerca de Gracie Mansión.
Ni siquiera me acuerdo del nombre del local, pensó. Tengo que mantener la cabeza fría.
—¿Por qué se encontraron allí?
—Lo propuso ella.
—¿Se pelearon?
Eso ya lo saben, pensó Peter. Probablemente en el bar había alguien mirándonos. Alguien que debió de oír que ella levantaba la voz, y que luego debió de ver que se largaba de repente.
—Tuvimos una discusión —dijo—. Oigan, ¿de qué va todo esto?
—Todo esto, señor Gannon, va de que Renée Carter ya no volvió a su casa el martes por la noche. Ayer encontraron su cadáver metido en una bolsa de basura, en la zona peatonal del East River, cerca de Gracie Mansión.
Peter, atónito, se quedó mirando a los dos detectives.
—¿Renée está muerta? Eso no puede ser —protestó.
Barry Tucker le soltó una pregunta:
—¿Es usted el padre de su hija?
Renée está muerta. Saben que nos peleamos. Puede que crean que yo la maté. Peter se humedeció los labios.
—Sí, yo soy el padre de la hija de Renée Carter —dijo.
—¿Ha estado pagando por su manutención? —preguntó el detective Flynn, con toda tranquilidad.
—¿Pagando su manutención? La respuesta a eso es sí y no. —Parezco tonto, se dijo Peter—. Dejen que explique qué quiero decir con eso —añadió enseguida—. Conocí a Renée hace cuatro años, en la fiesta del estreno de una obra que yo produje. Mi ex mujer es abogada y no solía asistir a ese tipo de acontecimientos que empiezan tan tarde. Yo acabé acompañando a Renée a casa y liándome con ella. La cosa duró algo menos de dos años.
—¿Quiere decir que lleva dos años sin salir con ella?
—Renée sabía que yo estaba harto de ella y que me arrepentía incluso de haber empezado la relación. Entonces fue cuando se las arregló para quedarse embarazada. Me dijo que quería que le diera dos millones de dólares para poder mantenerse hasta que naciera el niño, y que después pensaba darlo en adopción.
—¿Usted aceptó? —preguntó Flynn.
—Sí. Eso fue antes de mi serie de espectaculares y estrepitosos fracasos en Broadway. Pensé que valía la pena a cambio de apartar a Renée de mi vida. Ella me dijo que conocía a unas personas muy agradables, gente estable que daría cualquier cosa por tener hijos y que los haría muy felices adoptarlo.
—¿A usted no le interesaba su propio hijo? —preguntó Flynn.
—No es que me sienta satisfecho de ello, pero la verdad es que no. Renée me costó mi matrimonio. Mi mujer se había enterado de la aventura y se divorció de mí. Cuando recuperé un poco de sentido común, me di cuenta de que había tirado por la borda algo muy valioso y que lo lamentaría durante toda la vida. Lo último que quería era hacerle más daño aún, permitiendo que supiera que Renée estaba embarazada de un hijo mío. Renée estaba aburrida de Nueva York. Me dijo que se iba a Las Vegas para siempre y que con esos dos millones de dólares no volvería a verla ni a oír hablar de ella.
—¿Estaba usted seguro de que el hijo era suyo, señor Gannon?
—Lo creía sin duda cuando le pagué el dinero. Sabía cómo funcionaba la mente de Renée. A ella le valió la pena quedarse embarazada para sacarme ese dinero. Después, cuando nació la niña, me envió una tarjeta de felicitación con una copia de las pruebas de ADN suyas, mías y del bebé. Fue tan astuta que incluso consiguió mi ADN antes de marcharse, por si me asaltaban las dudas. Yo hice que lo comprobaran. Soy el padre de esa niña.
—¿Cuándo volvió a saber de Renée Carter?
—Hace unos tres meses. Me dijo que volvía a vivir en Nueva York, que había decidido quedarse con la niña, y que necesitaría ayuda para criarla.
—¿Se refiere a una pensión alimenticia? —inquirió Tucker.
—Me pidió un millón de dólares más. Yo le dije sencillamente que ya no tenía tanto dinero. Le recordé que el pacto que hicimos cuando le di los dos millones era que con eso terminaba cualquier tipo de obligación mía con ella y con la niña.
—¿Ha visto alguna vez a su hija, señor Gannon? —preguntó Flynn.
—No.
—Entonces, ¿no sabe que está en el hospital y que ha tenido una neumonía muy grave?
Peter enrojeció al oír el desdén en la voz de Tucker.
—No, no lo sabía. Dice que ha estado grave, ¿y ahora cómo está?
—Bastante enferma. Por cierto, se llama Sally —le dijo Flynn—. ¿Lo sabía?
—Sí, eso sí —replicó Peter.
—Cuando le dijo usted a la señora Carter que no podía conseguir esa cantidad de dinero, ¿cómo reaccionó ella? —preguntó Flynn.
—Me exigió que buscara la forma de conseguirlo. Yo estaba aterrado y le dije que tenía que darme tiempo. La verdad es que he estado evitándola. El martes por la noche, cuando me vi con ella, llevaba cien mil dólares para darle y le dije que no habría más.
—Aunque tuviera usted un millón de dólares, ¿cómo podía estar seguro de que ella no acudiría a los tribunales para exigirle una pensión alimenticia? —Tucker se inclinó hacia delante mientras hacia la pregunta, y dirigió una mirada penetrante a la cara de Peter.
Ten cuidado, se dijo Peter de nuevo. No puedes permitir que sepan que ella te estaba haciendo chantaje. Eso hundiría a Greg.
—El viernes por la noche, le advertí a Renée que habíamos hecho un pacto y que si no se comportaba, yo iría a la policía y la denunciaría por extorsión. Me parece que me creyó.
—De acuerdo —le dijo Tucker—. Se vieron. Usted intentó asustarla. Le dio cien mil dólares, no un cheque por un millón.
¿Cómo reaccionó ella?
—Se puso furiosa. Supongo que yo le había dado la impresión de que iba a llevarle el millón. Me quitó de la mano la bolsa con el dinero y se fue.
—¿Cree usted que alguien la vio arrebatarle la bolsa?
—No me sorprendería. Casi todos los taburetes de la barra estaban ocupados y aún quedaba gente que había ido a cenar.
Renée levantó la voz.
—¿Qué pasó cuando ella salió del restaurante y usted la siguió?
—La atrapé en la calle. La sujeté del brazo y le dije algo como: «Renée, sé razonable. Ya lo has leído en los periódicos, acabo de perder una fortuna con el musical. No tengo ese dinero».
—¿Qué pasó entonces?
—Ella me apartó de un empujón, me dio una bofetada, y dejó caer la bolsa. —Cuéntales que habías bebido mucho, se dijo Peter. Dilo ahora.
—¿Quién recogió la bolsa? —preguntó Tucker.
—Debió de recogerla ella. No creerá que Renée Carter dejaría cien mil dólares en mitad de la calle, ¿verdad? Francamente, yo había estado tan deprimido por lo de la cancelación de la obra, la acumulación de facturas que no podía pagar, y además tener que verme con Renée, que me había pasado el día bebiendo en el despacho. Llegué el primero a ese bar, y me bebí dos whiskies dobles mientras la esperaba. Cuando eché a correr tras ella, estaba a punto de desmayarme. Lo que recuerdo es que le dije algo bastante desagradable y luego me largué. Es todo lo que recuerdo. Hasta que me desperté en la oficina ayer por la tarde.
—¿La dejó usted en medio de la calle, sin más?
—Ahora que lo pienso, estoy seguro de que sí. Ella se estaba agachando para recoger la bolsa. Yo creí que iba a vomitar y me fui corriendo.
—Ah, ahora recuerda con claridad que ella se inclinó para coger la bolsa. Eso nos ayuda mucho, señor Gannon —dijo Tucker, sarcástico—. Veo que tiene un arañazo en la cara.
¿Cómo se lo hizo?
—Renée me rascó con la uña cuando me abofeteó.
—¿Y se acuerda de eso?
—Sí.
Tucker se puso de pie.
—¿Estaría dispuesto a darnos una muestra de su ADN? Sólo tiene que pasarse un poco de algodón por el interior de la boca. Hemos traído un kit. No podemos obligarlo a hacer la prueba ahora, pero si se niega conseguiremos una orden judicial y tendrá que cumplirla.
Creen que la maté yo, pensó Peter, aterrado. Intentó conservar la voz serena.
—Estoy más que dispuesto a hacer la prueba ahora. No tengo ningún motivo para negarme. Tuve una discusión con Renée, pero no la maté, ni mucho menos.
Tucker no parecía impresionado.
—Señor Gannon, ¿dónde está la ropa que llevaba el martes por la noche?
—En mi baño privado del despacho. Siempre tengo una muda de ropa allí. Cuando me desperté ayer en el sofá, me duche y me cambié. La chaqueta azul oscuro y los pantalones beis están en el armario. La ropa interior y los calcetines en el cesto del baño. Los mocasines marrones me los puse para volver a casa.
—¿Se refiere a su oficina de la calle Cuarenta y siete Oeste?
—Sí, es la única que tengo.
—Muy bien, señor Gannon, debe usted abandonar ahora mismo este apartamento. Un agente de policía permanecerá en la puerta hasta que obtengamos la orden de registro de este piso y de su oficina. ¿Tiene usted coche?
—Sí. Un BMW negro. Está en el garaje de este edificio.
—¿Cuándo lo usó por última vez?
—Creo que el lunes pasado.
—¿Cree que el lunes pasado?
—Sencillamente no recuerdo si lo usé después de dejar a Renée. La verdad es que pensé que quizá lo había usado, y que ustedes habían venido porque le había abollado el coche a alguien.
—Obtendremos una orden de registro de su coche también —le dijo Tucker, con sequedad—. ¿Estaría dispuesto a acompañarnos a la comisaría para hacer una declaración oficial de todo lo que acaba de contarnos? Eso no significa que esté detenido. Sin embargo, lo consideramos sospechoso de la muerte de Renée Carter.
Peter se dio cuenta de que estaba en la situación más grave de su vida. Todo lo que había pasado antes, todos los problemas de dinero y los fracasos en Broadway, no eran comparables a lo que le estaba pasando ahora. Fui violento con ella, pensó. Estaba indignado y frustrado. ¿La maté? Dios santo, ¿la maté?
Miró a los ojos a Tucker.
—Pueden tomar la muestra de ADN. Pero, no cooperaré más con ustedes. No contestaré ninguna otra pregunta, ni firmaré ninguna declaración hasta que haya consultado con un abogado.
—Muy bien. Como le he dicho, de momento no está detenido. Tendrá noticias nuestras muy pronto.
—¿En qué hospital está mi hija?
—En el hospital de Greenwich Village, pero no podrá visitarla, así que, por favor, no lo intente.
Diez minutos más tarde, después de autorizar una muestra de su ADN, Peter Gannon salió del edificio de su apartamento.
Amenazaba lluvia, tenía un dolor de cabeza espantoso y estaba al borde de la desesperación. Ayúdame, Dios mío, ayúdame, por favor, suplicó. No sé qué hacer.
Profundamente traumatizado, empezó a recorrer la manzana sin rumbo.
—¿Adónde voy? —dijo angustiado—. ¿Qué hago?