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Olivia fue una de las primeras inquilinas de Schwab House en la zona oeste de Manhattan. Ahora, cincuenta años después, seguía viviendo allí. El edificio de apartamentos se había construido en unos terrenos donde previamente estuvo la mansión de un industrial adinerado. El constructor había decidido conservar el nombre, confiando en que parte del esplendor asociado a la propiedad se contagiara a la edificación que lo sustituyó.

El primer apartamento de Olivia había sido un estudio frente a West End Avenue. A medida que había ido ascendiendo en la escala ejecutiva de B. Altman & Company, había empezado a buscar algo más amplio. Había previsto mudarse a la zona este de Manhattan, pero cuando en Schwab House quedó disponible un apartamento de dos dormitorios, con una vista magnífica sobre el Hudson, se lo quedó encantada. Más adelante, cuando el edificio se convirtió en cooperativa, había comprado la vivienda con mucho gusto, porque de ese modo sentía que realmente tenía una casa. Antes de trasladarse a Manhattan, ella y su madre, Regina, habían vivido en una casita detrás de la vivienda que la familia Gannon poseía en Long Island. Donde su madre había trabajado como ama de llaves.

A lo largo de los años, Olivia había reemplazado lenta y cuidadosamente su mobiliario de segunda mano. Autodidacta y con un buen gusto innato, había adquirido buen ojo para el arte y el diseño. Las paredes de color crema de todo el apartamento se convirtieron en el telón de fondo de los cuadros que había comprado en subastas y ventas de bienes. Las alfombras antiguas del salón, el dormitorio y la biblioteca, fueron la paleta a partir de la cual escogió el color de las telas para tapizar algunos muebles y pintar las ventanas.

El efecto global en el visitante que lo veía por primera vez era siempre el mismo. El apartamento era un refugio cálido y confortable, que transmitía una sensación de paz y serenidad.

A Olivia le encantaba. Durante todos aquellos años tan competitivos en Altman, pensar que al final del día se instalaría en su amplia butaca con una copa de vino en la mano, a contemplar la puesta de sol, le había supuesto una válvula de escape infalible.

Había sido su refugio cuarenta años atrás, durante una desgarradora crisis vital, cuando por fin había afrontado el hecho de que Alex Gannon, el brillante médico e investigador a quien amaba desesperadamente, nunca permitiría que su relación fuera más allá de una amistad profunda… Era Catherine a quien él había querido siempre.

Después de su cita con Clay, Olivia se fue directa a casa. El cansancio, motivo por el que había consultado a Clay dos semanas antes, la dominaba por completo. Aunque estaba demasiado agotada para tomarse la molestia de cambiarse de ropa, se obligó a desnudarse y a sustituir el traje de calle por una confortable bata azul cuyo tono, constató con vanidad a pesar de todo, combinaba perfectamente con el color de sus ojos.

Una ligera e indeseada protesta ante su destino, la llevó a decidir tumbarse en el sofá del salón en lugar de en la cama. Clay le había advertido que esa fatiga abrumadora era previsible «hasta el día en que, simplemente, ya no te sientas capaz de levantarte».

Pero aún no, pensó Olivia, mientras cogía la manta que estaba siempre a los pies de la butaca. Se sentó en el sofá, recolocó uno de los decorativos cojines para que le quedara justo bajo la cabeza, se tumbó, y se tapó con la manta. Entonces lanzó un suspiro de alivio.

Dos semanas, pensó. Catorce días. ¿Cuántas horas son? No importa, se dijo mientras se adormecía.

Cuando despertó, las sombras de la habitación le indicaron que era más de media tarde. Esta mañana solo me bebí una taza de té antes de ver a Clay, pensó. No tengo hambre, pero he de comer algo. Cuando apartó la manta y se levantó despacio, sintió una necesidad irresistible de repasar esas pruebas sobre Catherine. De hecho, tenía la aterradora sensación de que quizá habrían desaparecido de la caja fuerte del estudio.

Pero allí estaban, en la carpeta que su madre le había dado apenas unas horas antes de morir. Las cartas de Catherine dirigidas a mi madre, pensó Olivia con un temblor en los labios; una copia del certificado de nacimiento de Edward; la apasionada nota que él le había dado a mi madre para que se la entregara a Catherine.

—Olivia.

Había alguien en el apartamento y estaba acercándose a ella por el pasillo. Clay. A Olivia le temblaron los dedos cuando, sin volver a guardarlas en el sobre, tiró las cartas y el certificado de nacimiento a la caja fuerte, cerró la puerta, y apretó el botón del bloqueo automático.

Salió de allí.

—Estoy aquí, Clay. —No intentó disimular el gélido tono de censura de su voz.

—Estaba preocupado por ti, Olivia. Prometiste llamarme esta tarde.

—Yo no recuerdo haber hecho esa promesa.

—Bien, pues la hiciste —dijo Clay cordialmente.

—Tú me diste dos semanas. Yo diría que no han pasado más de siete horas. ¿Por qué no le dijiste al conserje que te anunciara?

—Porque confiaba en que quizá estarías dormida y en ese caso, me habría marchado sin molestarte. Pero ¿por qué no digo la verdad? Si él me hubiera anunciado, quizá me habrías rechazado y yo quería verte. Esta mañana te solté una bomba.

Como Olivia no contestó, Clay Hadley añadió con su tono amable:

—Olivia, hay una razón por la cual me diste una llave, y permiso para entrar si creía que podía haber algún problema.

Olivia notó que su enfado por la intromisión empezaba a remitir. Lo que Clay había dicho era absolutamente cierto. Si hubiera llamado desde abajo, yo le habría dicho que estaba descansando, pensó. Entonces vio hacia dónde dirigía Clay la mirada.

Estaba mirando la carpeta que ella tenía en la mano. Desde donde él estaba, era obvio que podía ver la única palabra que su madre había escrito allí.

CATHERINE.