Barry Tucker dejó a su compañero, Dermis Flynn, en el apartamento de Renée Carter, esperando a un técnico de la policía que cerrara la puerta con un candado.
—Seguro que esta señora no era cuidadosa con sus joyas —comentó Flynn—. Hay un montón de cosas que parecen de valor desparramadas por la bandeja del tocador, y más cajas en el armario.
—Sigue buscando alguna pista de sus parientes más próximos —le dijo Tucker—. Y haz una lista de toda la gente que aparezca en su agenda. Luego empieza con los hombres y comprueba sus direcciones en el listín telefónico de Manhattan.
Averigua si hay alguno que viva por aquí. Me voy a ese bar donde Carter debía encontrarse con ese tipo que podría ser el padre de la niña.
Mientras hablaba sacó una fotografía de Renée de un marco.
—Con un poco de suerte quizá resolveremos esto bastante rápido.
—Tú siempre confías en eso —observó Flynn con sarcasmo.
—Dennis, aquí hay una niña involucrada que va a terminar en una casa de acogida si no encontramos a algún familiar dispuesto a quedársela —le recordó Barry Tucker.
—Después de lo que nos dijo la canguro, imagino que esa niña estará mejor en una casa de acogida que con su madre —dijo Flynn en voz baja.
Barry Tucker no podía quitarse ese comentario de la cabeza, mientras conducía a través de la ciudad hasta ese restaurante cercano a Gracie Mansión, donde Renée Carter se había detenido para verse con ese hombre misterioso. Intentó imaginar a uno de sus hijos solo en el hospital, sin ningún familiar ni amigo íntimo que se ocupara de ellos. Ni en un millón de años, pensó. Si a Trish y a mí nos pasara algo, las dos abuelas, por no hablar de las tres hermanas de Trish, se pelearían por la custodia de los niños.
El restaurante resultó ser un pub de estilo inglés. La barra estaba justo a la entrada, y Barry vio que en el comedor que estaba más allá no había más que una docena de mesas. Un local de barrio, pensó. Apuesto a que tiene muchos clientes habituales.
Esperemos que Carter fuera una de ellos. Por lo que veía todas las mesas parecían ocupadas, y también la mayoría de los taburetes de la barra.
Fue hasta el extremo, esperó a que el camarero se acercara a servirle, y entonces deslizó su placa dorada y una fotografía de Renée sobre el mostrador.
—¿Reconoce usted a esta señora?
El camarero abrió los ojos como platos.
—Sí, claro. Esa es Renée Carter.
—¿Cuándo la vio por última vez?
—Anteanoche, el martes sobre las diez y media, más o menos.
—¿Estaba sola?
—Llegó sola, pero había un tipo esperándola. Apartó un taburete para que ella se sentara en la barra, pero Renée le dijo que debían ir a una mesa.
—¿Qué actitud tenía ella con ese hombre?
—Cortante.
—¿Sabe usted quién es él?
—No. Creo que no había venido nunca por aquí. —¿Cómo era?
—Entre cuarenta y cincuenta años. Pelo negro. Con muy buena planta y por la ropa que llevaba, seguro no venía de trabajar en una obra…
—¿Qué actitud tenía con Renée?
—No estaba contento. Diría que estaba nervioso. Incluso antes de que ella llegara, se pulió un par de whiskies.
—¿Así que se sentaron a una mesa?
—Sí. La mayoría estaban vacías en aquel momento. Cerramos la cocina a las diez. Cuando aún estaban en la barra, él pidió dos whiskies y le dijo a ella algo como: «Imagino que te sigue gustando el whisky de malta».
—¿Y ella qué dijo?
—Algo como: «Yo ya no puedo permitirme beber escocés de malta, pero está claro que tú sí». Me refiero a que me sonó a una tontería, viniendo de alguien que iba tan bien arreglada como Renée Carter.
—Vale. O sea que fueron a la mesa. ¿Cuánto tiempo se quedaron?
—No lo bastante como para terminarse las bebidas. Quiero decir que los estuve mirando porque como en aquel momento no había trabajo, no tenía nada mejor que hacer. Vi que él le daba una bolsa enorme de una tienda que llevaba encima. Ya sabe, una de esas bolsas de regalo. Ella se la quitó, se levantó tan aprisa que casi tira la silla, y se largó de aquí con una expresión en la cara que habría resucitado a un muerto. Él tiró cincuenta pavos encima de la mesa y salió corriendo detrás de ella.
—¿Reconocería usted al hombre si lo viera?
—Claro. Yo nunca olvido una cara. ¿Le ha pasado algo a Renée, detective?
—Sí. La mataron al salir de este restaurante. Esa noche ya no llegó a casa.
El camarero se puso pálido.
—Oh, Dios, qué pena. ¿La atracaron?
—No lo sabemos. ¿Renée venía por aquí a menudo? —Una o dos veces al mes. Casi siempre para una copa de última hora, y nunca estaba sola. Siempre con algún tipo.
—¿Sabe usted los nombres de alguno de esos hombres con los que venía?
—Claro, de algunos al menos. Le haré una lista.
El camarero cogió una libreta y un bolígrafo.
—Veamos —murmuró para sí—. Está Les…
Consciente de que el resto de la gente del bar lo estaba mirando, cerró la boca con firmeza, y luego se irguió y recorrió la barra hasta un rincón donde había un hombre solo dando sorbos de cerveza.
Creyendo que el camarero podía haber recordado algo sobre Renée Carter, Barry Tucker lo siguió hasta el final de la hilera de taburetes, y llegó a tiempo de oírle decir:
—Rudy, tú estabas aquí la noche que los dos vimos a Renée Carter salir a toda prisa. Acabo de acordarme de que dijiste algo sobre que te sorprendía que el tipo que iba con ella tuviera dinero para pagar la copa. ¿Sabes cómo se llama?
Rudy, un hombre con las mejillas coloradas, se echó a reír.
—Claro que lo sé. Peter Gannon. Es ese tipo a quien llaman «el productor-fracaso». Seguro que has leído algo sobre él.
Ha puesto más pasta en Broadway que peces hay en el mar.