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Todo había ido muy bien. Sammy Barber había recogido el dinero del tonto de Dougie Langdon, fue hasta un edificio de almacenes de Long Island, y escondió todos esos preciosos billetes de cien dólares en la caja fuerte del espacio que tenía alquilado allí. Después, a las cinco y media y sintiéndose en la cima del mundo, había llamado a la consulta de Monica Farrell.

Se presentó como doctor Curtain, en honor a un tipo que había sido su compañero de celda cuando estuvo en la cárcel esperando que lo juzgaran. La secretaria le había dicho que la doctora Farrell había anulado todas sus citas, debido a una emergencia en el hospital.

Tenía el dinero. Estaba preparado para la vida. De hecho, se sentía cómodo con la vida. Sammy estaba convencido de que aquel era su día de suerte y quería completar el trabajo. Por ese motivo se apresuró en llegar al hospital y encontró una plaza de aparcamiento frente a la entrada principal, la misma que la doctora había utilizado un par de veces anteriormente cuando él la había seguido. Sammy había cambiado de opinión y decidió que intentaría empujarla bajo las ruedas de un autobús.

Esperó una hora y media más o menos, hasta que vislumbró a Farrell bajando la escalera. Pasaron dos taxis, pero ella no les hizo caso y giró a la derecha hacia la calle Catorce.

A la una menos diez volverá andando a su despacho, pensó Sammy, mientras se inclinaba sobre el asiento del copiloto para sacar los guantes y las gafas oscuras. Se los puso, salió del coche, y empezó a seguirla desde una distancia de un cuarto de manzana. Monica no andaba deprisa, al menos no tanto como cuando la había seguido la semana pasada. Esa noche había mucha gente en la calle, y eso también le venía bien.

En Union Square vio su oportunidad. El semáforo iba a ponerse en rojo, pero la gente seguía cruzando la calle a toda prisa, intentando correr más que los coches que se acercaban.

Un autobús avanzaba por la calle Catorce en dirección a la parada. Farrell estaba en un extremo del bordillo.

En un segundo Sammy se le colocó detrás y, cuando el autobús estaba a pocos centímetros de distancia, le pegó un empujón y luego vio sin dar crédito que ella se las arreglaba para rodar y esquivar las ruedas. Mientras, con los frenos chirriando, el autobús derrapaba intentando parar sin conseguirlo.

Sammy sabía que la anciana que estaba de pie a su lado lo había visto empujar a Farrell y, tratando de no ceder al pánico, agachó la cabeza, pasó junto a ella con prisas, y se dirigió al centro de la ciudad.

Al cabo de tres manzanas, giró a la derecha, se quitó los guantes y las gafas oscuras y la capucha de la sudadera. Tratando de aparentar indiferencia, anduvo a ritmo normal de vuelta a su coche. Pero cuando llegó a un punto desde donde podía verlo, se quedó mirando sin creer lo que veía: el coche tenía cepos en las ruedas, y lo estaban cargando en un transporte policial.

El parquímetro. Con las prisas por seguir a Monica Farrell, había olvidado meter dinero en la máquina. Sintió el impulso de ir a discutir con el conductor del remolque, pero en lugar de eso se obligó a dar la vuelta, y se encaminó a casa. Sé que llevan los coches aun depósito cerca de la autovía de West Side, pensó, intentando mantener la concentración. Si esa vieja les cuenta a los polis que a Farrell la empujaron y me describe, no puedo presentarme con esta ropa a reclamar el coche…

Notó que el sudor le empapaba la frente. Si la vieja habló con los polis y ellos la tomaron en serio, puede que deduzcan que alguien estaba vigilando a la doctora, y luego seguirán la pista de mi coche, que se llevó la grúa de la acera de enfrente del hospital. Puede que quieran saber qué estaba haciendo aparcado delante del hospital y dónde estaba cuando se agotó el tiempo del parquímetro, más o menos en el momento en que empujaron a la doctora…

Mantén la calma. Mantén la calma. Sammy anduvo hacia el centro, hasta su apartamento del Lower East Side. Se puso una camisa, una corbata, una chaqueta deportiva, unos pantalones y unos zapatos lustrosos. Desde su móvil de prepago llamó a información, y después de enfadarse muchísimo con el sonsonete de la voz grabada, «le paso con un operario», obtuvo el número que necesitaba.

Una voz aburrida le dijo que se asegurara de que tenía el permiso de conducir, los papeles del seguro, y de la matrícula, y que llevara dinero en efectivo para reclamar su vehículo.

Sammy le dio el número de su carnet de conducir.

—¿Está ahí ya?

—Sí. Acaba de entrar.

Después de pasar veinte minutos de frustración circulando en un taxi por las calles estrechas del centro de Manhattan hasta la calle Treinta y ocho Oeste, Sammy estaba enseñándole su carnet de conducir al empleado del depósito.

—El seguro y los papeles de la matrícula están en la guantera —dijo, tratando de parecer amigable—. Estaba visitando a un amigo en el hospital y me olvidé del parquímetro.

¿Debería haber dicho eso? ¿Lo estaba mirando el empleado como si supiera que estaba mintiendo? Sammy estaba casi seguro de que el joven agente le había echado una mirada penetrante.

Pero puede que solo sea que estoy nervioso, pensó, intentando tranquilizarse mientras iba hacia su coche para coger los papeles del seguro y la matrícula. Finalmente rellenó el papeleo, pagó la multa, y pudo marcharse.

Había conducido apenas una manzana cuando sonó su móvil. Era Doug Langdon.

—Vaya, has hecho una buena chapuza —dijo Langdon con un temblor de indignación en la voz—. Toda la ciudad está enterada de que a una doctora joven y atractiva la empujaron delante de un autobús y estuvo a punto de morir. Dieron una descripción que se te parece bastante. Un hombre de mediana edad, robusto, y con una sudadera negra. ¿También le diste tu tarjeta a la doctora, por casualidad?

Por alguna razón, el pánico de la voz de su interlocutor obligó a Sammy a tranquilizarse. No quería que Langdon se subiera por las paredes.

—¿Cuántos hombres robustos caminan por las calles de Manhattan con una sudadera negra? —preguntó—. Ahora mismo te diré lo que pensarán los polis. Si hacen caso de esa vieja cacatúa, pensarán que es uno de esos tipos que no se toman la medicación. ¿Cuántos de esos pierden la chaveta y empujan a la gente a las vías del tren? Así que deja de preocuparte. Tu doctora agotó esta noche su dosis de buena suerte. La próxima vez me toca a mí.