Aunque estaba conmocionada, y sangraba por los profundos arañazos que tenía en la mano y en la pierna, Monica rechazó el consejo de varios transeúntes de que llamara a una ambulancia.
El conductor del autobús que creyó que la había atropellado temblaba tanto, que durante veinte minutos fue incapaz de continuar su ruta.
Un coche de la policía, alertado por una mujer angustiada que también pensó que Monica acabaría bajo las ruedas y había llamado al 911, apareció en la escena y la convirtió en el centro de atención de Union Square.
—La verdad es que no sé cómo pasó —contestó Monica, aturdida—. Yo no tenía la menor intención de cruzar la calle, porque el semáforo se iba a poner en rojo. Supongo que la persona que estaba detrás de mí tenía prisa, y yo le impedía el paso.
—No fue un accidente. Un hombre la empujó a propósito —insistió una anciana en primera fila de la multitud, levantando la voz por encima de los comentarios de los demás espectadores.
Sobresaltada, Monica se volvió para mirarla.
—Oh, eso es imposible —protestó.
—¡Sé de lo que estoy hablando! —La testigo, que llevaba un pañuelo atado a la cabeza, el cuello del abrigo levantado unas gafas de montura redonda que le tapaban media cara, y tenía unos labios muy finos, le dio un golpecito en el hombro al oficial de policía e insistió—: Él la empujó. Yo estaba justo detrás y me apartó de un codazo, luego echó los brazos atrás y le dio un empujón que la lanzó volando.
—¿Cómo era? —preguntó el agente enseguida.
—Un tipo grande. Gordo no, grande. Llevaba una sudadera con la capucha puesta y gafas oscuras. ¿Quién necesita gafas oscuras cuando es de noche? Vi que no era muy joven, más de cuarenta, o así. Y llevaba guantes gruesos. ¿Ve usted a alguien por aquí que lleve guantes? ¿Y acaso hizo lo mismo que los demás cuando creímos que esta pobre chica podía estar muerta? ¿Gritó o chilló, o intentó ayudar? No. Se dio la vuelta, se abrió camino entre la gente a empujones, y se largó.
El policía miró a Monica.
—¿Tiene usted la sensación de que pueden haberla empujado?
—Sí. Sí que la tengo, pero puede que no haya sido ex profeso.
—Eso no lo sabemos —dijo el agente, comedido—. Hay personas trastornadas que empujan a la gente bajo los trenes o los autobuses. Puede que haya topado usted con una de ellas, simplemente.
—Entonces supongo que tengo mucha suerte de seguir aquí.
Quiero irme a casa, pensó Monica. Pero pasaron otros quince minutos: tuvo que decirle al agente que era médico y que podía curarse las heridas. Luego le dio su nombre, dirección y número de teléfono para el informe policial, antes de poder entrar en un taxi que la esperaba y escapar. Se sentó junto a su bolso de bandolera destrozado, apoyó la cabeza y cerró los ojos.
En un segundo revivió el dolor agudo en el brazo y la pierna al impactar contra el pavimento, y después el olor acre del autobús que se le echaba encima. Intentó calmarse, pero el conductor del taxi había visto el alboroto y tenía ganas de hablar.
Tratando de no temblar, ella contestó con monosílabos a su diatriba solidaria, sobre que debería haber una forma de asegurarse de que esos chalados se tomaran la medicación con regularidad, y no acabaran yendo por ahí medio idos y atacando a gente inocente.
Ya estaba en su apartamento con la puerta cerrada a cal y canto, cuando experimentó realmente la sensación de haber estado muy cerca de la muerte. Quizá debería haber ido al hospital, pensó. No tengo ningún calmante en el botiquín.
Fue entonces, al ver las costras de sangre en la mano y la pierna, cuando se dio cuenta de que había olvidado que Ryan Jenner iba a ir a buscar el historial de Michael O'Keefe.
Tengo el teléfono de su casa, pensó. Me lo dio la otra noche.
Lo llamaré y me disculparé. ¿Le contaré lo que pasó? Sí, y si se ofrece a venir, aceptaré. Me irá bien la compañía.
Me iría bien la compañía de Ryan, se dijo.
Venga, reconócelo, pensó.
Te gusta horrores.
Tenía los números de teléfono de su apartamento y de su móvil en la libretita de direcciones que llevaba siempre en el bolso. Con un gesto de disgusto al ver que la polvera y las gafas de sol estaban destrozadas, rebuscó en el bolso. Sin levantarse de la mesa, y sin haberse quitado todavía el abrigo, marcó el número del apartamento de Jenner, el primero que había anotado. Pero cuando contestó una mujer y le dijo que Ryan se estaba cambiando de ropa, Monica dejó recado de que le mandaría el historial por la mañana.
Acababa de colgar el auricular cuando sonó el teléfono.
Era Scott Alterman.
—Monica, estaba escuchando la radio y oí que un autobús estuvo a punto de atropellarte, ¿y que alguien te empujó?
A ella le sorprendió que los periodistas hubieran dado su nombre, y se preguntó cuántos amigos y colegas suyos habrían oído también la noticia.
La voz de Scott sonaba sorprendida y preocupada, y Monica se sintió confortada. Le vino a la memoria lo cariñoso que había sido él con su padre cuando estaba en la residencia, y que fue él quien le telefoneó con la noticia de que había fallecido.
—No puedo creer que eso sea verdad —dijo ella con voz temblorosa—. Quiero decir que me empujaran, que no fuera un accidente.
—Monica, pareces bastante afectada. ¿Estás sola?
—Sí.
—Yo no tardaría ni diez minutos en llegar. ¿Me dejas que vaya?
De repente ella sintió un nudo en la garganta y los ojos llenos de lágrimas.
—Eso estaría bien. La verdad es que ahora mismo me iría muy bien un poco de compañía.