Después de haber conseguido reanimar a Sally, Monica estuvo cuatro horas sin separarse de su cuna. La niña todavía tenía los pulmones llenos de líquido y seguía ardiendo de fiebre.
Finalmente, Monica bajó el lateral de la cuna, se inclinó, y acunó a Sally en sus brazos.
—Vamos, pequeña —susurró—. Tienes que superarlo. —Le vino a la cabeza el recuerdo de lo que el monseñor le había contado, sobre que la hermana Catherine rezaba por los niños enfermos.
Hermana Catherine, pensó, yo no creo en milagros, pero sé que muchos creen que salvaste vidas, no solo de niños desahuciados como Michael O'Keefe, sino de otros chicos que estaban a las puertas de la muerte. Sally tiene un panorama muy malo. Una madre que no la cuida y un padre inexistente, y me ha llegado al corazón. Si sobrevive, prometo que me ocuparé de ella.
Fue una tarde larga, pero a las siete en punto Monica tuvo la impresión de que ya podía marcharse. A Sally le había balado la fiebre, y aunque seguía llevando la máscara de oxígeno sujeta a la cara, respiraba mejor.
—Llámeme si hay algún cambio —le dijo Monica a la enfermera.
—Lo haré, doctora. No creí que consiguiéramos salvarla.
—Yo tampoco.
Con un amago de sonrisa, Monica dejó la planta de pediatría del hospital. La temperatura había bajado, pero se abrochó el abrigo y decidió ir paseando hasta la consulta. Revisaré mis mensajes, pensó, y veré hasta qué punto Nan ha podido reorganizar las visitas. Iré andando. Me servirá para aclarar las ideas.
Se colgó el bolso al hombro, metió las manos en los bolsillos y caminando en dirección este con su habitual paso ligero, cruzó la calle Catorce. Ahora que se sentía razonablemente tranquila respecto a Sally, volvió a pensar en la devastadora decepción de encontrar muerta a Olivia Morrow. Era capaz de reproducir mentalmente todos los detalles de la cara de la anciana: la delgadez descarnada de sus rasgos, la palidez grisácea de su piel, las arrugas alrededor de los ojos, los dientes clavados en la comisura del labio inferior.
Debió de haber sido una persona exquisitamente pulcra, pensó Monica. Todo estaba perfectamente en orden, y el apartamento estaba amueblado con muy buen gusto. O bien murió justo después de meterse en la cama, o desde luego no debía de ser una persona con el sueño ligero. No había una sola arruga, ni en la sábana de encima ni en el edredón. Incluso la almohada donde apoyaba la cabeza parecía recién estrenada.
La almohada. Era rosa, y tanto las sábanas como el resto de los cojines eran de color melocotón. Eso fue lo que me llamó la atención, pensó Monica. Pero ¿qué cambia eso? Nada. La única esperanza que tengo es preguntarle al doctor Hadley si puede darme una lista de los amigos de Olivia. A lo mejor ella habló de mí con alguno.
Estaba en la concurrida esquina de Union Square con Broadway, junto a una parada de autobús atiborrada. El semáforo estaba cambiando de ámbar a rojo, y ella vio con cierto disgusto cómo la gente cruzaba la calle corriendo, mientras el tráfico se acercaba a toda velocidad. Un autobús se aproximaba a la parada, cuando de pronto notó un violento empujón y cayó del bordillo a la calzada. Mientras los testigos gritaban y chillaban, Monica consiguió rodar para esquivar la trayectoria del autobús, pero sin poder evitar que pasara por encima y pulverizara el bolso de bandolera que se le había soltado del brazo.