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Ahora que Esther Chambers era consciente de que la Comisión de Bolsa y Valores estaba investigando a Greg Gannon, se daba perfecta cuenta de la creciente tensión interior de su jefe. Tenía la impresión de que el gesto de preocupación de Greg aumentaba de día en día excepto, naturalmente, cuando aparecía algún cliente en el despacho.

Si él tenía la puerta entreabierta, ella lo oía hablar por teléfono y el tono de su voz oscilaba entre cálido y jovial cuando hablaba con un cliente, y seco y cortante si hablaba con alguno de sus tres colegas de la junta de la Fundación: el doctor Hadley, el doctor Langdon, o su hermano, Peter. Esther captaba que, en esencia, les decía que se olvidaran de cualquier subvención que pensaran proponer, que ya habían gastado demasiado dinero apoyando las malditas investigaciones en cardiología de Hadley, y las clínicas de salud mental de Langdon, y que no habría ni un céntimo más para los proyectos teatrales de Peter.

El jueves por la mañana él entró en la oficina con el ceño fruncido y los hombros hundidos, y le tiró una lista sobre su mesa.

—Llámalos —dijo bruscamente—. Si alguno de ellos está dispuesto a charlar conmigo, házmelo saber enseguida.

—Por supuesto, señor Gannon.

Esther solo tuvo que echar un vistazo a la lista para saber que todos eran clientes potenciales, y que él iba a intentar captarlos.

Los tres primeros no pudieron atenderlo. Hubo otros que estuvieron apenas unos minutos al teléfono. Esther supuso que cualquier fondo o cartera de valores que Greg hubiera estado pregonando había sido rechazado. Pero a las once y veinte, Arthur Saling aceptó la oferta. Saling era un posible cliente, que había almorzado con Greg la semana anterior. Era un hombre con aspecto tímido, de sesenta y pocos años, que había vuelto a la oficina con Greg y se había quedado debidamente impresionado por el lujoso escenario. Saling le había confesado a Esther que estaba pensando en invertir a través de unos cuantos gestores financieros, y que había oído informes entusiastas sobre Greg.

—Quiero estar muy seguro de a quién escojo —había dicho en voz baja—. Uno nunca es demasiado prudente hoy en día.

Llena de curiosidad, Esther lo había investigado en internet.

Tras el reciente fallecimiento de su madre, Saling había accedido a un capital de un fideicomiso familiar de unos cien millones de dólares.

La puerta estaba cerrada, pero oyó el sonoro tono jovial de Greg, aunque hablara en voz baja. Después, durante un buen rato, no se oyó ningún sonido procedente de su despacho. Lo cual significa, decidió Esther, que ahora está desplegando su encanto y hablándole a Saling con su tono confidencial. Ella lo sabía de memoria. «Yo he estado vigilando estas acciones desde hace cuatro años, y ahora ha llegado su momento. La compañía está a punto de venderse, y ya puede imaginar lo que significa eso. Es la mejor oportunidad del mercado desde que salió Google».

Pobre Saling, pensó ella. Si a Greg le urge cubrir sus pérdidas, probablemente muchos de esos beneficios que ha estado anunciando ni siquiera existen, y se trata únicamente de conseguir una nueva víctima. Ojalá pudiera avisarle.

Cuando terminó de hablar con Saling, Greg volvió al intercomunicador.

—Ha resultado ser una mañana de trabajo muy rentable, Esther —le dijo, ahora con un tono amable y aliviado—. Creo que podemos posponer las demás llamadas hasta la tarde.

He quedado a comer con mi mujer y ya debería haberme ido.

—Por supuesto.

Ojalá yo me hubiera ido, pensó Esther, cuando el reloj de su escritorio marcó las doce del mediodía. No solo a comer, sino del todo. Informar a la Comisión de Valores sobre las actividades Greg hace que me sienta como una traidora, aunque puede que ahora mismo él haya convencido a alguien más para que le confíe su dinero.

Greg seguía en su despacho cuando Pamela Gannon irrumpió a las doce menos cuarto.

—¿Está con alguien? —le preguntó a Esther.

—No, señora Gannon —dijo ella, intentando darle un matiz amistoso a su voz.

He de reconocer que esta mujer es preciosa, se dijo cuándo Pamela pasó junto a su mesa, con un traje rojo ribeteado de piel espectacular y unas botas de ante. Pero las de su clase solo se casan con gente como Greg Gannon por una razón, una palabra de seis letras que se deletrea: dinero.

Esther vio que Pamela, sin llamar, daba la vuelta al pomo de la puerta y la abría de golpe.

—Sorpresa, estoy aquí, Papá Oso —exclamó—. Ya sé que es pronto, pero me sentía incapaz de esperar hasta la una para reunirme contigo en Le Cirque. Siento no haber estado despierta cuando te fuiste esta mañana. Quería desearte un feliz décimo aniversario de aquel día maravilloso en que nos conocimos.

¡Papa Oso!, Dios nos asista, pensó Esther, impresionada Por la encandilada respuesta de Greg.

—Yo no he dejado de pensar en ti ni un segundo —estaba diciendo Greg—, y he tenido una mañana tan buena, que pensaba parar en Van Cleef & Arpéis antes de encontrarme contigo a la hora de comer. Pero ahora podrás venir conmigo y me ayudarás a escoger algo realmente especial.

¿Qué tal una tiara?, se preguntó Esther cuando ellos pasaron junto a su mesa sin hacerle caso. Van a comprar una joya carísima a cargo de ese pobre tipo que, probablemente, acaba de comprometerse a dejar que Greg gestione su fortuna.

Eso no pasará, se dijo Esther. Cuando salió a comer, se paró en una tienda y compró un papel y un sobre blanco, y escribió en letras mayúsculas:

«ESTO ES UNA ADVERTENCIA.

NO INVIERTA CON GREG GANNON. PERDERÁ SU DINERO».

Firmó: «Un amigo». Luego pegó un sello en el sobre, anotó la dirección, y cogió un taxi hasta la central de correos, donde echó el sobre en un buzón.