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En el camino de vuelta al piso de Renée Carter en Central Park West, Kristina Johnson telefoneó a su mejor amiga, Kerianne Kennan, con quien compartía un pequeño apartamento en Greenwich Village. Kerianne, alumna del Instituto Tecnológico de la Moda, contestó el móvil a la primera.

—Keri, soy Kris.

—Te noto en la voz que algo va mal. ¿Qué es? —preguntó Keri.

—Todo —gimió Kristina—. La niña que estoy cuidando está en cuidados intensivos y no sabemos dónde está su madre.

Veinte minutos después, cuando el taxi paró en la esquina de la calle Noventa y seis con Central Park West, Kristina contaba con la tranquilizadora confirmación de que Kerianne iría corriendo a hacerle compañía, y que se quedaría todo el día.

—Lo único que sé es que Renée Carter empezará a chillarme y a decirme que no cuido bien a Sally —había explicado Kristina, llorosa—. A lo mejor si estás tú no se pondrá tan furiosa. Y si esta tarde no ha vuelto, le dejaré una nota y me iré. No puedo seguir trabajando para esa mujer despreciable.

Kristina salió del taxi, entró en el vestíbulo, y cogió el ascensor hasta el apartamento. Cuando abrió la puerta, el ladrido frenético del perro le recordó que no lo había sacado a pasear desde la noche anterior. Oh, Dios, pensó mientras corría a coger la correa. No se paró a echar un vistazo por el apartamento, pero era obvio que todo estaba exactamente igual como lo había dejado, y que la señora Carter no había vuelto a casa.

De nuevo en la planta baja, mientras el labrador tiraba para arrastrarla, ella le dijo al recepcionista:

—Jimmy, cuando llegue mi amiga Kerianne, dile que volveré enseguida, ¿vale?

Quince minutos después, cuando volvió a entrar al edificio, se sintió aliviada al ver a Keri esperándola en el vestíbulo.

Pero antes de que ambas entraran en el ascensor, Kristina se detuvo de nuevo en el mostrador.

—Jimmy, ¿ha venido la señora Carter mientras yo estaba paseando al perro?

—No, Kristina —contestó el chico—. No la he visto en toda la mañana.

—Ni en todo el día de ayer —le susurró Kristina a Keri mientras subían al ascensor—. Lo primero que quiero hacer es una cafetera. Si no me dormiré de pie.

En cuanto entraron al piso, se fue directamente a la cocina.

—Echa una ojeada —le dijo a Kerianne—. Porque en cuanto llegue ella, nos largamos.

Al cabo de unos minutos, Kerianne fue a hacerle compañía a la cocina.

—Es un apartamento precioso —comentó—. Mi abuelo se dedicaba a las antigüedades y, créeme, aquí hay algunos muebles bastante buenos. La señora Carter debe de tener dinero, mucho dinero.

—Organiza eventos —dijo Kristina—. Ahora debe de tener algún asunto realmente importante entre manos, si no aparece ni contesta al móvil. Piénsalo un momento. Tiene una hijita que estuvo en el hospital la semana pasada y que vuelve a estar ingresada. Pienso dejar este trabajo definitivamente, pero me preocupa lo que le pase a Sally. —Suspiró profundamente mientras sacaba dos tazas de café y las ponía sobre el mostrador.

—¿Y qué hay del padre de Sally?

—¿Quién sabe? Yo llevo aquí una semana entera y no le he visto el pelo. Imagino que es otro padre modelo. El café está listo. Tomémoslo en el bar.

El bar, empotrado y ostentoso, estaba en el salón. Justo cuando acababan de instalarse en las sillas frente a la barra, sonó el interfono. Kristina se levantó de un salto.

—Ese debe de ser Jimmy avisándome de que la señora Carter está subiendo.

Pero cuando contestó, el recepcionista le dio un recado distinto.

—Aquí hay dos detectives preguntando por tu jefa. Querían saber si había alguien en el apartamento; yo les he dicho que estabais tú y tu amiga, y dicen que quieren hablar contigo.

—¿Detectives? —Exclamó Kristina—. Jimmy, ¿la señora Carter tiene problemas?

—¿Y cómo quieres que lo sepa?

Kristina encerró al perro en la sala, y cuando sonó el timbre abrió y se encontró con dos hombres de pie en el umbral.

Ambos le mostraron sus chapas para que las viera.

—Yo soy el detective Tucker —se presentó el más bajo—. Y este es el detective Flynn. ¿Podemos entrar?

—Claro —dijo Kristina, nerviosa—. ¿Le ha pasado algo a la señora Carter? ¿Ha tenido un accidente?

—¿Por qué lo preguntas? —inquirió Tucker al entrar en el apartamento.

—Porque no ha vuelto a casa desde anteanoche, y no contesta al móvil. Y su hijita Sally está tan enferma, que esta macana tuve que llevarla al hospital.

—¿Hay alguna fotografía de la señora Carter por aquí?

—Ah, sí, le traeré una.

Mientras Kerianne, atónita, se quedaba de pie con la taza de café en la mano, Kristina fue por el pasillo hasta el dormitorio de Renée Carter. En una mesa junto a la ventana, había fotografías enmarcadas de Renée en diversos actos de etiqueta.

Kristina cogió unas cuantas y volvió corriendo a la sala.

Cuando se las entregó a Tucker, vio la mirada sombría que este le dedicó a su compañero.

—Está muerta, ¿verdad? —Balbuceó Kristina—, y yo he estado criticándola.

—¿Por qué no nos sentamos y me hablas de ella? —Propuso Tucker—. Así que tiene un bebé. ¿Dices que la niña está en el hospital?

—Sí. La llevé esta mañana. Está muy enferma. Por eso yo estaba tan enfadada con la señora Carter. No sabía qué hacer, y tardé demasiado en llevar a Sally a urgencias. —Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¿Y el padre de la niña? ¿Has intentado ponerte en contacto con él?

—No sé quién es. La señora Carter iba muy arreglada cuando salió, así que supuse que iba a una de sus fiestas. Pero ahora que me acuerdo, creo que a lo mejor iba a reunirse con él. Cuando se despidió de Sally, le gritó algo como: «Cruza los dedos, nena. Tu padre por fin está soltando dinero».