No era una misión que le entusiasmara. La desaparición de una joven doctora en Nueva York era un tema para la prensa sensacionalista, que se aseguraría de explotarlo a fondo. El dinero estaba bien, pero el instinto de Sammy Barber le decía que lo dejara correr. Sammy solo había estado detenido una vez, pero luego el tribunal le absolvió, porque era un hombre muy cuidadoso y nunca se acercaba lo suficiente a sus víctimas como para dejar pruebas de ADN.
Los astutos ojos avellana de Sammy eran el rasgo dominante de una cara enjuta, que parecía no encajar con un cuello ancho y corto. Tenía cuarenta y dos años, una musculatura que sobresalía de las mangas de su chaqueta deportiva y, oficialmente, un trabajo de gorila en una discoteca de Greenwich Village.
Estaba sentado con una taza de café, frente al representante de su futuro patrón, en una cafetería de Queens. Sammy, escrupulosamente atento a los pequeños detalles, ya le había tomado la medida. Unos cincuenta años. Muy atractivo. Gemelos de plata con iniciales D.L. Le habían dicho que no era necesario que supiera el nombre del tipo, que con el número de teléfono bastaría para estar en contacto.
—Sammy, no estás en posición de negarte —le dijo Douglas Langdon con amabilidad—. Por lo que tengo entendido, esa birria de trabajo que tienes no te permite vivir como un rajá precisamente. Es más, debo recordarte que si mi primo no hubiera contactado con varios miembros del jurado, ahora mismo estarías en la cárcel.
—Tampoco habrían podido probarlo —empezó a decir Sammy.
—Tú no sabes lo que hubieran podido probar, y uno nunca sabe lo que decidirá el jurado. —El tono amable había desaparecido de la voz de Langdon. Le pasó una fotografía con un manotazo—. Esta la hicieron esta tarde frente al hospital Village. La mujer con el niño en brazos es la doctora Monica Farrell. Las direcciones de su casa y de su trabajo están al dorso.
Antes de tocar nada, Sammy cogió una servilleta de papel arrugada y la usó para asir la fotografía, que sostuvo bajo la mugrienta lámpara de la mesa.
—Una escena preciosa —comentó mientras la estudiaba. Dio la vuelta a la foto y echó un vistazo a las direcciones; después se la devolvió a Langdon, sin que él se la pidiera.
—Vale. No quiero llevar la fotografía encima, por si en algún momento me para la policía. Pero me haré cargo de todo.
—Ocúpate de que así sea. Y rápido.
Langdon volvió a guardar la foto en el bolsillo de su chaqueta. Cuando Sammy y él se levantaron, metió otra vez la mano en el bolsillo, sacó una billetera, cogió un billete de veinte dólares y lo lanzó sobre la mesa. Ni él ni Sammy se dieron cuenta de que la fotografía se había quedado pegada a la cartera, y había planeado hasta el suelo.
—Muchas gracias, señor —gritó Hank Moss, el joven camarero, mientras Langdon y Sammy salían por la puerta giratoria. Cuando recogió las tazas de café, se percató de la fotografía. Volvió a dejar las tazas y corrió hacia la puerta, pero no vio a nadie.
Probablemente no la necesitan, pensó Hank, pero por otro lado el tipo había dejado una buena propina. Le dio la vuelta a la foto y vio las direcciones escritas, una en la calle Catorce Este y la otra en la Treinta y seis Este. En la de la calle Catorce Este constaba el número de unos locales; en la de la calle Treinta y siete Este, el número de un apartamento. Hank se acordó de una clase de correo determinado, que a veces llegaba a casa de sus padres en Brooklyn. Vale, se dijo: por si acaso es importante para alguien, meteré esto en un sobre y lo mandaré al «residente». Lo enviaré a los locales de la calle Catorce. Deben de ser las oficinas del tipo al que se le cayó. Así, si es algo importante, al menos lo tendrá él.
Cuando Hank terminó el turno a las nueve en punto, volvió a entrar al cuchitril que había junto a la cocina.
—¿Te importa si cojo un sobre y un sello, Lou? —le preguntó al propietario, que estaba cuadrando las cuentas—. Un tipo olvidó una cosa.
—Claro. Adelante. Te descontaré el precio del sello del sueldo —gruñó Lou con una especie de sonrisa. Malcarado por naturaleza, sentía afecto por Hank. El chico trabajaba bien y sabía cómo tratar a los clientes—. Mira, usa uno de estos. —Le dio un sobre blanco a Hank, donde este garabateó en un momento la dirección que había decidido usar. Luego cogió el sello que Lou le tendió en la mano.
Diez minutos después, mientras volvía corriendo a su residencia de la Universidad de St. John, echó el sobre a un buzón.