—Medía un metro sesenta y cinco más o menos, tenía buen tipo, unos treinta años, el pelo corto y rojizo, y llevaba ropa cara —le dijo el detective Barry Tucker a su mujer cuando la llamó para explicarle que llegaría tarde a casa—. La pareja de ancianos que encontró el cadáver me contó que todos los días dan un paseo después de desayunar.
Había vuelto a la comisaría, estaba dando sorbos de café y sonrió ante su respuesta.
—Sí, cariño, ya sé que a mí me iría bien dar un paseo todos los días. Incluso salir a correr, pero la ciudad de Nueva York me paga por arrestar delincuentes, no por pasear.
Se quedó de nuevo escuchando. Era un hombre rollizo de poco más de treinta años, con cara de buena persona.
—Ni joyas, ni bolso —contestó—. Suponemos que fue un robo que acabó mal. Puede que ella hiciera la tontería de resistirse.
La estrangularon. No tuvo la menor oportunidad.
Y con cierto tono de impaciencia, añadió:
—Oye, cariño, tengo que colgar. Te llamaré cuando esté a punto de salir. Buen…
Volvió a quedarse escuchando, un poco más impaciente.
—Sí. Todo lo que llevaba puesto parecía nuevo. Incluso los zapatos, esos tan extravagantes que son como zancos. Parecía que los acababa de estrenar. Cariño, yo…
Ella siguió hablando, pero entonces él la interrumpió.
—Cariño, eso es justamente lo que voy a hacer. Tanto el traje como el abrigo y los zapatos llevan etiquetas Escada.
Vale, de acuerdo. Sí, ya sé que la sucursal más importante de Nueva York está en la Quinta Avenida. Ahora mismo iré para allá con su descripción, y otra del traje que llevaba.
Barry cerró su teléfono móvil, dio un último sorbo de café, y miró a su compañero.
—Dios mío, cómo habla esta mujer. Pero me ha dicho una cosa útil. Se pronuncia Esczda, y no Escada.