28

El jueves por la mañana, Monica fue directamente al hospital sin apenas haber dormido en toda la noche. Alrededor de las tres de la madrugada había intentado calmar su tremenda decepción por la muerte de Olivia Morrow, prometiéndose a sí misma que si era necesario, contrataría a un detective para investigar cualquier posible conexión entre Morrow y sus abuelos biológicos.

Pero aun así la angustiaba la sensación de una oportunidad perdida, y no le facilitó las cosas que Ryan Jenner se pasara por la planta de pediatría buscándola.

—¿Cómo fue esa entrevista en la oficina del obispo, Monica? —le preguntó.

—Parecida a lo que esperaba. Yo apunté la posibilidad de una remisión espontánea y ellos hablaron de milagros.

Mientras hablaba, Monica se dio cuenta sin querer de lo agradable que le resultaba tener a Jenner tan cerca, y revivir por un momento la sensación del viernes por la noche, cuando estuvo sentada a su lado en el restaurante, rozándole los hombros en aquella mesa abarrotada.

—Seré sincero contigo, Monica: no puedo quitarme el historial de Michael O'Keefe de la cabeza. Lo incluye todo, ¿verdad?, desde el primer TAC que programaste hasta las resonancias y los escáneres del año siguiente que mostraban la desaparición total del tumor canceroso…

—Contiene absolutamente todas las pruebas.

—¿Me dejarías ese historial unos cuantos días? La verdad es que quiero estudiarlo. Sigue costándome creer lo que vi.

—Yo también reaccioné así. Una vez que los médicos de Cincinnati confirmaron mi diagnóstico, los O'Keefe se llevaron a Michael a casa. Yo los llamaba de vez en cuando, pero lo único que me decían era que se iba defendiendo. Al principio siguió teniendo ataques, pero después la familia se trasladó a Mamaroneck y dejaron de venir a mi consulta. La señora O'Keefe no quería más tratamientos médicos, ni siquiera que le hicieran resonancias, porque asustaban a Michael.

Pero cuando finalmente me lo trajo, yo me di cuenta de que tenía delante a un niño sano, y las pruebas lo confirmaron.

—Entonces, ¿te parece bien que me quede el historial? Puedo pasar a recogerlo por tu consulta a última hora. Y seré puntual.

—Muy bien. Estaré allí hasta la seis. —Cuando Ryan se giró para irse, ella le preguntó—: ¿Qué tal el teatro?

Él se detuvo y se dio la vuelta.

—Estupendo. Era una reposición de Nuestra ciudad, que siempre ha sido una de mis obras favoritas.

—Yo interpreté a Emily en el instituto. —¿Por qué le estoy contando esto a Ryan?, se preguntó Monica. ¿Es que quiero prolongar la conversación?

Ryan sonrió.

—Bueno, me encanta que hicieras teatro. A mí todavía se me hace un nudo en la garganta al final, cuando George se tira a la tumba de Emily. Al girarse de nuevo para marcharse, le sonrió fugazmente, con una expresión que ella sabía que sustituiría enseguida por su gesto de seriedad habitual.

Monica se había quedado junto al mostrador de las enfermeras y se colocó frente a este. Rita Greenberg estaba sentada allí, observando la silueta de Ryan que se alejaba.

—Qué mono es, ¿verdad, doctora? —Rita suspiró—. Tiene mucha autoridad, pero parece un poco tímido.

—Hummm, hummm —respondió Monica sin comprometerse.

—Creo que usted le gusta. Es la segunda vez que viene a buscarla esta mañana.

Dios santo, pensó Monica. Solo me falta esto, que las enfermeras hablen sobre un romance en la consulta.

—El doctor Jenner quiere revisar el historial de uno de mis pacientes —dijo con sequedad.

Quedó claro que Rita había captado la reprimenda implícita.

—Por supuesto, doctora —respondió, en un tono igualmente seco.

—Me voy. Ya sabes dónde localizarme —dijo Monica, notando que su teléfono móvil vibraba en el bolsillo de la chaqueta.

Era Kristina Johnson.

—Doctora —dijo, con voz asustada—, estoy en un taxi camino del hospital. Sally está muy, muy enferma.

—¿Desde cuándo está mal? —preguntó Monica atropelladamente.

—Más o menos desde ayer. Tenía el pecho cargado, pero durmió bastante bien. Sin embargo esta mañana se puso bastante peor y yo me asusté mucho. Le costaba respirar.

Monica oyó la combinación de tos y sollozos de la pequeña Sally Carter, en segundo término.

—¿Cuánto te falta para llegar al hospital? —inquirió.

—Estamos en la autovía de West Side. No deberíamos tardar más de un cuarto de hora.

De pronto Monica se dio cuenta de que debería ser Renée Carter, la madre de Sally, quien la estuviera llamando.

—¿Estás con la señora Carter? —preguntó con brusquedad—.

—No. Lleva dos días fuera de casa, y no sé nada de ella.

—Nos veremos en urgencias, Kristina —dijo Monica. Cerró el móvil y se lo metió en el bolsillo.

Rita Greenberg había estado escuchando.

—Sally ha tenido otro ataque de asma. —No era una pregunta.

—Sí. Voy a ingresarla y antes de volver a darle el alta, haré que el Servicio de Atención a la Infancia revise la situación.

Ojalá lo hubiera hecho la semana pasada.

—Tendré lista la cuna y todo lo demás —prometió Rita.

—Vuélvela a instalar en la cabina. No conviene en absoluto que coja una infección.

Un cuarto de hora después, Monica estaba en la entrada de la sala de urgencias cuando el taxi aparcó. Corrió hacia allí, abrió la puerta y entró.

—Dámela.

Sin esperar a que Kristina pagara al taxista, volvió a entrar corriendo al hospital. Sally resollaba y jadeaba. Tenía los labios morados y los ojos en blanco.

No puede respirar, pensó Monica mientras la llevaba a una cabina y la tumbaba en una camilla. Había dos enfermeras esperándola.

Una de ellas desnudó rápidamente a la niña y Monica vio que los esforzados jadeos procedían de sus labios y no de su pecho. Ha cogido una neumonía, pensó mientras sujetaba la máscara de oxígeno que le tendía la enfermera.

Una hora después estaba instalando a Sally en la unidad de cuidados intensivos de la planta de pediatría. La niña seguía con la máscara de oxígeno. Llevaba un gotero conectado al brazo por donde recibía líquidos y medicamentos. Le habían atado las manos para evitar que se arrancara la aguja. Sus aterrados chillidos habían sido sustituidos por somnolientos quejidos.

Kristina Johnson, con los ojos bañados en lágrimas, las había seguido y estaba esperando que Monica se apartara de la cuna. Esta miró la cara cansada y angustiada de la joven, y se calló la regañina que había pensado darle.

—Sally está muy, muy grave —dijo—. Kristina, ¿es verdad eso que me dijiste de que su madre lleva un día o dos fuera de casa?

—Salió hace un par de noches. Se suponía que ayer era mi día libre. Pero cuando me levanté me di cuenta de que no había dormido en su cama. No sé nada de ella en absoluto.

Kristina se echó a llorar.

—Si a Sally le pasa algo, será culpa mía. Pero yo tenía miedo de que la señora Carter se indignara si la traía ayer, doctora. Y la verdad es que Sally no parecía tan enferma cuando que la acosté anoche. Así que puse el humidificador y me acosté en el sofá de su habitación. Estaba segura de que su madre volvería a casa y entraría a verla, y que entonces quizá traeríamos a Sally si volvía a costarle respirar…

Monica interrumpió aquel torrente de palabras.

—Kristina, no es culpa tuya. ¿Por qué no vuelves al apartamento de la señora Carter y duermes un poco? Yo me quedaré aquí hasta que esté segura de que Sally respira bien. Si la señora Carter no aparece esta mañana, yo te aconsejaría que le dejes una nota y te marches a casa. Tengo intención de informar de su ausencia a las autoridades.

—¿Puedo venir a ver a Sally mañana?

—Claro.

Un aviso de alarma procedente de la cuna hizo que Monica se diera la vuelta. Una enfermera de cuidados intensivos se acercó corriendo hacia Sally, cuando su trabajosa respiración se detuvo.