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Andrew y Sarah Winkler habían vivido toda su vida conyugal en un confortable apartamento de York Avenue con la calle Setenta y nueve de Manhattan, a una manzana del East River.

No tenían hijos y nunca se habían sentido tentados a trasladarse a las afueras. «Dios me libre. Cuando veo un montón de hojas, quiero que sean responsabilidad de otro» decía Andrew.

Andrew, contable retirado, y Sarah, bibliotecaria jubilada, estaban muy satisfechos con la vida que llevaban. Iban varias noches a la semana al Lincoln Center o a una conferencia en la calle Noventa y dos, y una vez al mes se daban el gusto de ir a un espectáculo de Broadway.

Un paseo después de desayunar era parte de su rutina.

Nunca rompían ese compromiso personal, a menos que el tiempo fuera realmente malo. «La neblina pase, pero un chaparrón no —explicaba Sarah a sus amigos—. El frío pase, pero más de seis bajo cero no; el calor, vale, pero si el termómetro pasa de treinta no. No queremos apoltronarnos, pero tampoco queremos morir congelados, ni por una insolación».

A veces paseaban por Central Park. Otros días preferían el camino peatonal que bordeaba el East River. Aquel jueves por la mañana habían optado por el paseo junto al río, y salieron dispuestos a ello con sus chaquetones térmicos a juego.

Durante la noche había caído una lluvia inesperada, y Sarah le comentó a Andrew que el hombre del tiempo nunca acertaba, y que eso llevaba a pensar en lo mucho que cobraba por estar delante de las cámaras y señalar el mapa, moviendo los brazos para escenificar la dirección de los vientos.

—La mitad de las veces cuando dicen que puede que llueva, se quedarían calados si abrieran la ventana —señaló cuando se acercaban a la zona de Gracie Mansión, la residencia oficial del alcalde de Nueva York—. Pero al menos después ha clareado y hace una mañana bonita.

De pronto interrumpió su comentario sobre la exasperante imprevisibilidad de los meteorólogos, y agarró el brazo de su marido.

—¡Andrew, mira!, ¡mira!

Estaban pasando junto a un banco del sendero. Encasquetada debajo había una bolsa de basura enorme, como esas que se usan en las obras. De la bolsa sobresalía el pie de una mujer, con un zapato de tacón alto colgando.

—Oh, Dios mío, Dios mío… —gimió Sarah.

Andrew metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó su teléfono móvil y marcó el 911.