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El jueves por la mañana, Doug Langdon telefoneó a Sam Barben Habló poco e intentó disimular la voz, porque era muy consciente de que lo que estaba a punto de decir probablemente se estaba grabando.

—Acepto los términos de su oferta.

—Ah, Dougie, tranquilo —le dijo Sammy—. Ya no está grabándote. Tengo todo lo que necesito en caso de que 1 condiciones no me satisfagan. Tienes el dinero en billetes usados, ¿verdad?

—Sí —espetó Langdon.

—He pensado hacerlo de la siguiente manera. Los dos cogemos una maleta grande negra, de esas con una cerradura que se puede bloquear. Nos encontramos en el aparcamiento de nuestra cafetería preferida de Queens. Dejamos los coche uno al lado del otro e intercambiamos las maletas en el aparcamiento. Sin molestarnos en pararnos a tomar un café, aunque el de ese sitio no estaba mal, si mal no recuerdo. ¿Qué te parece el plan?

—¿Cuándo quieres que nos encontremos?

—Dougie, no pareces contento, y yo quiero que estés contento. Cuanto antes mejor. ¿Qué tal esta tarde, pongamos hacía las tres? A esa hora hay poca gente y mi jefe del club quiere que llegue pronto esta noche. Han reservado mesas unos famosos, y me necesita por si algún gilipollas trata de molestarlos.

—Eso no me extraña en absoluto. Esta tarde a las tres en el aparcamiento de la cafetería. —Doug Langdon ya no intentaba disimular la voz. Si Sammy Barber se quedaba con el dinero y no cumplía el contrato, él no podía hacer absolutamente nada. Excepto, se dijo sombrío, buscar a alguien que se encargara de Sammy. Pero si eso llegaba a pasar, ya se aseguraría de que no hubiera manera de que lo relacionaran con su muerte.

Sin embargo, yo creo que cuando tenga el dinero cumplirá, pensó Langdon cuando se sentó en su despacho a esperar a su primera paciente. Roberta Waters, otra que llegaba sistemáticamente tarde. No es que le importara. Siempre la interrumpía al cabo de una hora exacta, aunque solo llevara quince minutos tendida en el diván, y si ella protestaba, él le decía:

—No puedo hacer esperar al siguiente paciente. Eso no sería justo. Piénselo un momento. Una de las razones que crispan la relación con su marido es que a él le pone frenético que usted no sea nunca puntual y que a consecuencia de eso, le haga sentirse avergonzado por llegar tarde cuando asisten juntos a un compromiso.

¡Dios, estaba harto de esa mujer!

Tenía que afrontarlo: estaba harto de todos. Pero ve con cuidado, se dijo a sí mismo. Últimamente has sido muy brusco con Beatrice, que al fin y al cabo es una buena secretaria, y que se quedó claramente muy intrigada cuando Sammy se presentó aquí.

Sonó el teléfono. Al cabo de un instante, Beatrice anunció:

—El doctor Hadley al teléfono, señor.

—Gracias, Beatrice. —Doug se esforzó en hablar con amabilidad.

La entonación cambió radicalmente en cuanto oyó que ella colgaba.

—Intenté localizarte anoche. ¿Por qué no contestaste al teléfono?

—Porque estaba destrozado —replicó Clay Hadley con la voz temblorosa—. Yo soy médico. Yo le salvo la vida a la gente. Una cosa es hablar sobre matar a alguien. Otra muy distinta es apretar una almohada contra la cabeza de una mujer que era paciente mía.

Doug Langdon oyó, sin dar crédito, el inconfundible sonido de un sollozo al otro lado de la línea. Si Beatrice no hubiera colgado inmediatamente habría oído ese arrebato, pensó indignado. Quiso gritarle a Hadley que se callara, pero luego decidió tomarlo con parsimonia y dijo tranquilamente:

—Clay, mantén la compostura. Olivia Morrow hubiera vivido unos días más, como máximo. Ahorrándote esos días te ahorras pasar el resto de tu vida en la cárcel. ¿No me dijiste que ella iba a hablarle a Monica Farrell sobre Alex y la fortuna Gannon?

—Doug, Monica Farrell estaba en el apartamento de Olivia cuando volví ayer a última hora de la tarde. Estaba en el dormitorio, sentada junto a la cama de Olivia. Es médico. Puede que notara algo.

—¿Algo como qué?

Langdon esperó. Hadley había dejado de sollozar, pero su voz vaciló cuando dijo:

—No sé. Supongo que simplemente estoy nervioso. Lo siento. Se me pasará.

—Clay —empezó Langdon, intentando un tono tranquilizador—, tienes que sobreponerte, por tu bien y por el mío. Piensa en todo el dinero que tienes en esa cuenta bancaria en Suiza, y en la vida que puedes darte con él. Y piensa en lo que nos pasará a ti y a mí si no conservas la calma.

—Ya te he oído. Ya te he oído. Se me pasará, te lo aseguro.

Langdon oyó el clic cuando Clay colgó el teléfono. Se secó el sudor de la frente y las manos con un pañuelo.

Sonó el intercomunicador.

—Doctor, ha llegado la señora Waters —anunció Beatrice—, y está muy contenta. Desea que le comente ahora mismo que hoy solo ha llegado cuatro minutos tarde. Dice que sabe que eso le alegrará el día.