El miércoles a las seis en punto de la tarde, Kristina Johnson telefoneó a su madre.
—Mamá, no sé qué hacer. La señora Carter no volvió a casa anoche y su móvil no contesta. Sigo aquí sola con la niña.
—Por Dios santo, esto es una locura. Hoy es tu día libre. ¿Quién se cree que es esa mujer?
—La semana pasada pasó una noche fuera, pero volvió a casa por la mañana. Nunca había estado ilocalizable tanto tiempo. Y estoy preocupada por Sally. Le cuesta un poco respirar. —Kristina miró a Sally, que estaba sentada en silencio en la alfombra, con una muñeca en el regazo.
—¿Has intentado que no se acercara al perro?
—Sí, pero Sally quiere mucho a ese animal y él a ella. El labrador suelta pelo, y la doctora le advirtió a su madre que Sally es alérgica a los animales.
—Renée Carter no debería tener una mascota si sabe que perjudica a su hija. Déjame que te diga que es una mala madre.
Kristina, agotada, recordó la imagen de su madre advirtiéndole de que ser niñera era un trabajo muy, muy duro, y que ella debería haber seguido estudiando para diplomarse en enfermería. Así no estaría a merced de una de esas mujeres ricas y malcriadas, que solo tienen un hijo para poder llevarlo de vez en cuando a Central Park, y hacer que el fotógrafo de la página seis del New York Post les saque una fotografía juntos.
Kristina evitó el sermón antes de que empezara.
—Mamá, solo he llamado para decir que obviamente no iré a casa esta noche. Pero has de admitir una cosa: como me he pasado toda la semana aquí, la señora Carter me está pagando el doble del sueldo. Seguro que no tardará en volver.
—¿Has intentado localizar a alguno de sus amigos?
Kristina vaciló.
—He llamado a un par de ellos, con los que sé que sale con frecuencia.
—¿Qué te dijeron?
—Uno se puso a reír y dijo: «Renée es así. Debe de haberle echado el anzuelo a uno nuevo». El otro solo dijo que no tenía ni idea de dónde estaba.
—Bueno, supongo que no te queda otro remedio que esperar. ¿Sabes con quién salía cuando se fue la otra noche?
—No, pero estaba de muy buen humor.
—Vale, pero quiero que pienses en dejar este trabajo. Y otra cosa, estate pendiente de la niña. Si respira mal, enciende el humidificador. Y si empeora, no te arriesgues y llama a la doctora. ¿Tienes su teléfono?
—Sí, la doctora Farrell llamó un par de veces para preguntar por Sally. Siempre que lo hace vuelve a darme su número de móvil.
—De acuerdo. Supongo que de momento no puedes hacer nada más. Pero si esa mujer no vuelve mañana, tendrás que llamar a la policía.
—Seguro que volverá. Ya hablaremos, mamá.
Con un suspiro, Kristina colgó el auricular. Había telefoneado desde la habitación de Sally, el único sitio donde había conseguido que no entrara el perro. Era amplia, con muebles de mimbre blanco, y las paredes pintadas con imaginativos motivos infantiles. Las ventanas enmarcadas en rosa y cortinas correderas. Había una hilera de estanterías frente a la cuna llena de juguetes y cuentos infantiles. Cuando Kristina vio el cuarto por primera vez había felicitado a Renée Carter.
—Tiene que ser bonita. El decorador me cobró una fortuna —le contestó ella.
Sally apenas había cenado. Se había puesto a jugar con sus muñecas, pero ahora, con gran preocupación por parte de Kristina, se fue tambaleando hacia la cuna, cogió su mantita y se tumbó en el suelo.
Está poniéndose enferma otra vez, pensó Kristina. Encenderé el humidificador, y dormiré aquí con ella, en el sofá cama. Si mañana no está mejor, haya vuelto su madre o no, telefonearé a la doctora Farrell. Estoy segura de que la señora Carter se enfadará muchísimo. Tendré que confesarle a la doctora que no está aquí, pero me da igual.
Kristina cruzó la habitación, se inclinó y cogió a la niña medio dormida.
—Pobrecita —dijo—. Desde luego has tenido mala pata de ser hija de esa mujer lamentable.