21

Cuando Olivia Morrow se despertó el martes por la mañana, sintió como si cierta cantidad de la poca energía que le quedaba hubiera desaparecido mientras estaba durmiendo. Por alguna extraña razón, apareció clara en su mente una escena de Mujercitas, un libro que le había encantado cuando era jovencita. Beth, la chica de diecinueve años que se está muriendo de tuberculosis le dice a su hermana mayor que sabe que no se recuperará, que la marea estaba subiendo.

La marea está subiendo para mí también, pensó Olivia. Si Clay tiene razón, y mi cuerpo me dice que la tiene, me queda menos de una semana de vida.

¿Qué voy a hacer?

Haciendo acopio de la fuerza que le quedaba, se levantó despacio, se puso una bata, y fue hacia la cocina. Cubrió esa pequeña distancia, pero se sentía demasiado exhausta para coger la tetera, y se sentó en una silla de la antecocina hasta que recuperó la respiración. Catherine, suplicó, oriéntame. Hazme saber lo que quieres que haga.

Pasados unos minutos pudo ponerse de pie, preparó el té, y planificó el día. Quiero volver a Southampton, pensó. Me pregunto si la residencia Gannon sigue allí, y la casita donde vivíamos Catherine, mi madre y yo…

En el cementerio de Southampton había un panteón impresionante donde estaban enterradas generaciones de la familia Gannon. Allí estaba enterrado Alex. No es que tenga la sensación de que él estará esperándome en el más allá, pensó Olivia con tristeza. Su amor era Catherine, aunque la verdad es que cuando ella murió no estaba ansiosa por reunirse con él.

¿O sí?

Un recuerdo de la infancia que en estos últimos días había emergido una y otra vez a la superficie de su mente, volvió a ocupar sus pensamientos. ¿Me estoy inventando todo esto, o lo presencié?, se preguntó. ¿Mi mente se está burlando de mí o recuerdo haber visto a Catherine vestida con el hábito, poco después de que ingresara en el convento? Yo creía que las novicias no podían ver a sus familiares durante una temporada. Fue en un muelle y había otra religiosa con ella. Catherine y mi madre estaban llorando. Debió de ser cuando embarcó hacia Irlanda…

¿Por qué de pronto me parece tan importante saberlo?, se preguntó. ¿O es que estoy intentando alejar la muerte, a base de recuperar escenas de mi infancia, como si pudiera empezar a revivir mi vida?

Ese día pensaba llamar a la agencia de chóferes e ir a Southampton. No puedo perder ni un solo día, o puede que ya sea demasiado tarde, pensó. Me pregunto si podrán enviarme a ese joven tan amable que me llevó la semana pasada. ¿Cómo se llamaba? Sí, ya me acuerdo. Tony García.

Terminó de beberse el té y meditó sobre si debía hacer un esfuerzo y comerse una tostada; decidió que no. No tengo hambre, pensó, ¿y a estas alturas qué importancia tiene si como o no cómo?

Se levantó despacio, llevó la taza al fregadero, la enjuagó y la puso en el lavavajillas, y de pronto se dio cuenta de que este tipo de actividad tan banal pronto se habría terminado para siempre.

Llamó a la agencia de chóferes desde su dormitorio y tuvo una decepción cuando le dijeron que Tony García no iría ese día.

—Le tocaba trabajar —dijo una voz irritada—, pero telefoneó para decir que su mujer y su hijo están enfermos y que ha de quedarse en casa.

—Ah, lo siento —dijo Olivia enseguida—. No es nada grave, ¿verdad? Me contó que su hijo había tenido leucemia.

—No. Solo es un resfriado. Pero en cuanto ese niño moquea, Tony monta un drama.

—Yo haría lo mismo en su situación —contestó Olivia con cierta aspereza.

—Ya, claro, señora Morrow. Le enviaré un buen chófer.

El conductor, un hombre fornido con la cara quemada por el sol, apareció en el vestíbulo a mediodía. Esta vez ella ya estaba allí esperándolo. Al contrario que Tony García, él no le ofreció el brazo para ir hasta el garaje. Pero le dijo que sabía que era una buena dienta, que todo el mundo comentaba lo amable que era, y que si le apetecía algo como pararse por el camino a Southampton, o si necesitaba ir al baño, solo tenía que decirlo.

Olivia se había hecho el firme propósito de pedirle que sacara la bolsa con la carpeta de Catherine de debajo de la manta del maletero, pero cambió de opinión.

Conozco de memoria las cartas que Catherine le escribió a mi madre, pensó. Puedo reproducirlas mentalmente. Y no quiero que este hombre las saque y luego las vuelva a meter en el maletero. Es obvio que ha estado hablando de mí con otra gente.

¿Y por qué escondo esa carpeta? ¿Qué sentido tiene?

No tenía respuesta, solo el instinto de dejarla en el maletero, de momento.

Era uno de esos días de octubre inesperadamente cálidos, con el sol alto y luminoso, y unas ráfagas de nubes moviéndose a través de un cielo tranquilo. Pero aunque llevaba una capa gruesa encima del vestido, Olivia estaba helada. Cuando atravesaban la ciudad le pidió al conductor que retirara el protector del panel de vidrio del techo, para que el sol se filtrara y calentara el asiento trasero del coche.

¿Cuál era esa plegaria o ese salmo que mi madre guardó junto a su cama el último año? Empezaba «Cuando ante la muerte me fallen los miembros…». Quizá sería mejor que la busque y empiece a recitarla, pensó. Sé que a mi madre la confortó.

La densidad del tráfico provocó que tardaran casi media hora en llegar al túnel Midtown. Olivia descubrió que miraba con nuevos ojos los escaparates y los restaurantes, recordando la época en la que había comprado o comido en alguno de ellos.

Pero cuando ya habían atravesado el túnel y estaban en la autopista de Long Island tuvo la sensación de ir más aprisa. Mientras pasaban por las diversas ciudades, Olivia recordó a amigos fallecidos hacía mucho tiempo. Lillian vivía en Syosset… Beverly tenía aquella casa tan bonita en Manhasset…

—No tengo la dirección de la calle de Southampton —le dijo el conductor cuando se acercaban a la ciudad.

Olivia se la indicó y el simple hecho de hacerlo le devolvió el aroma de agua salada que había impregnado su habitación en la casita. Incluso la casita estaba delante del mar, pensó. Y la mansión Gannon era muy bonita con ese porche cubierto. Los Gannon siempre se vestían para cenar.

Otro recuerdo. Catherine paseando por la playa, descalza, con la melena ondeando a la espalda. Sé que tengo razón. Yo estaba allí. Debió de haber sido poco antes de que se marchara al convento. Entonces Alex llegó por detrás y la abrazó…

Olivia cerró los ojos. Cuántos recuerdos están aflorando, pensó. ¿Le pasa esto a todos los que se están muriendo? Supuso que quizá se había adormecido, porque le pareció que solo habían pasado un par de minutos cuando el conductor ya le estaba abriendo la puerta.

—Hemos llegado, señora Morrow.

—Oh, no voy a salir. Solo quería volver a ver la casa. Yo viví aquí cuando era joven.

Miró más allá del chófer, e inmediatamente vio que habían subdividido la propiedad y que la casita había desaparecido, sustituida por una mansión enorme. Pero la residencia Gannon era exactamente como la recordaba. Ahora estaba pintada de un amarillo pálido que resaltaba su belleza centenaria. Olivia visualizó a la madre y al padre de Alex en el porche, recibiendo a la gente que llegaba a una de sus frecuentes fiestas.

El apellido Gannon estaba en el buzón. De manera que todavía es suya, pensó. Debieron dejársela a Alex, el hijo mayor. Lo cual significa que la propietaria legal es la nieta de Alex, Monica Farrell.

—¿Usted vivió en esta casa, señora Morrow? —preguntó el chófer, con evidente curiosidad.

—No, yo vivía en una casita que ya no está. Tengo que hacer una parada más.

Fui a la tumba de Catherine buscando una respuesta, pensó Olivia, y no la conseguí. Quizá seré capaz de tomar una decisión si me detengo en el cementerio y visito el mausoleo Gannon. Alex está allí.

Pero cuando el conductor aparcó frente al panteón, ella estaba demasiado cansada para salir del coche, y aún más para batallar con su conciencia. La única emoción que experimentó fue una sensación de pérdida inmensa, porque Alex no la había amado nunca. Empezamos cenando juntos después de encontrarnos en el funeral de su padre, y estuvimos seis meses viéndonos a menudo. Olivia recordó de nuevo lo impresionado y atónito que se había quedado Alex cuando ella le pidió que se casaran. Él le había dicho: «Olivia, tú siempre serás una gran amiga mía. Pero nunca habrá nada más entre nosotros».

Esa fue la última vez que lo vi, pensó. Me dolía demasiado tenerlo cerca. ¡Eso fue hace más de cuarenta años! Ni siquiera fui a la misa de su funeral. Alex prefirió vivir solo toda la vida, antes que compartirla aunque fuera en parte con otra mujer, ni siquiera con una que lo amaba tan apasionadamente como yo.

Contempló el apellido Gannon en la parte superior de la puerta del mausoleo. Este es el lugar en el que Monica Farrell tiene derecho a descansar en un futuro lejano, pensó. Sus abuelos y sus bisabuelos yacen aquí.

Pero eso no significa que yo tenga derecho a romper la promesa que mi madre le hizo a Catherine. Yo nunca habría sabido la verdad si mi madre no me la hubiera revelado bajo los efectos de la medicación.

Ella había ido hasta allí en busca de orientación y no halló ninguna. La única consecuencia del viaje había sido sacar a relucir recuerdos dolorosos.

—Creo que ya es hora de irnos —le dijo al conductor. Estoy segura de que hablará de esta visita en el trabajo, pensó. Bueno, dentro de una semana, más o menos, comprenderán hasta cierto punto por qué he venido aquí. Es mi peregrinaje de despedida.

Cuando Olivia llegó a casa se desnudó y se fue directa a la cama. Demasiado agotada para pensar siquiera en prepararse comida, solo constató que aún no tenía clara esa decisión que necesitaba tomar de modo inmediato.

Se le empezaron a cerrar los ojos. El timbre del teléfono fue una intromisión indeseada. Estuvo tentada de no hacerle caso, pero entonces se le ocurrió que podía ser Clay Hadley. Si no contestaba a esas horas, eso significaría casi con toda seguridad que él llamaría al conserje, verificaría que estaba en casa, y vendría corriendo.

Suspirando, Olivia buscó a tientas el teléfono y descolgó.

—¿Señora Morrow?

Era una voz desconocida. Una voz de mujer.

—Señora Morrow, es probable que esto solo le suponga una pérdida de tiempo. Me llamo Monica Farrell. Soy pediatra. Usted contrató a un chófer la semana pasada cuyo hijo e paciente mío. Resulta que ese chófer, Tony García, me contó que usted le dijo que conocía a mi abuela. ¿Es cierto?

La nieta de Catherine me ha telefoneado, pensó Olivia Fue justo después de abandonar la tumba de Catherine cuando le dije a Tony García que conocía a la abuela de Monica él se lo contó a ella. Catherine me ha enviado una señal.

Con la voz temblorosa, contestó:

—Sí. La conocía muy bien y quiero hablarle de ella. Es muy importante que lo sepa usted todo antes de que sea demasiado tarde. ¿Podría venir mañana a verme?

—Hasta media tarde no. Por la mañana he de ir a la consulta, y después tengo una cita en New Jersey a la que no puedo faltar. Seguro que podré estar en su apartamento hacia las cinco, como muy tarde.

—Me parece muy bien. Monica, estoy muy contenta de que haya llamado. ¿Tony le dio mi dirección?

—Sí, la tengo. Señora Morrow, una pregunta, ¿estamos hablando de la madre adoptiva de mi padre, o de mi abuela biológica?

—Yo estoy hablando de los padres biológicos de su padre de sus abuelos de sangre, Monica. Estoy muy cansada. He estado fuera todo el día. Mañana lo dedicaré a descansar. Tengo muchas ganas de verla.

Olivia colgó. Sabía que estaba a punto de llorar y no quería que Monica se lo notara en la voz.

Cerró los ojos y se durmió enseguida. Estaba soñando con el momento en el que conocería a la joven que era la nieta d Catherine y Alex, cuando volvió a sonar el teléfono.

Esta vez era Clay Hadley.

—Oh, Clay, estoy tan contenta… —dijo Olivia, aún medio dormida—. Monica Farrell me llamó. ¿No es increíble? ¡Ella me llamó! Es una señal. Voy a contárselo todo. Es un alivio tan grande estar segura, ¿verdad? Ahora puedo morir en paz.