La doctora Monica Farrell tuvo un escalofrío mientras posaba para la fotografía con Tony y Rosalie García, en la escalera del hospital Greenwich Village. Tony llevaba en brazos a Carlos, su hijo de dos años, que acababa de recibir el alta tras superar una leucemia que casi le había costado la vida.
Monica recordaba el día en que estaba a punto de marcharse de su despacho y Rosalie telefoneó presa del pánico. «Doctora, el niño tiene manchas en la barriga». Carlos tenía entonces seis semanas. Incluso antes de verlo, Monica tuvo la terrible corazonada de que lo que iba a descubrir era un principio de leucemia infantil. Las pruebas diagnósticas confirmaron dicha sospecha, y las posibilidades de Carlos eran del cincuenta por ciento como mucho. Monica había prometido a sus desconsolados padres que las probabilidades de salir adelante eran bastante buenas, y que desde su punto de vista Carlos ya era una personita con la fuerza suficiente para ganar esa batalla.
—Ahora una de usted con Carlos en brazos, doctora Farrell —le pidió Tony, mientras recuperaba la cámara del transeúnte que había accedido a hacer de fotógrafo.
Monica cogió al inquieto niño de dos años, que para entonces había decidido que ya llevaba demasiado rato sonriendo.
Será una buena fotografía, pensó mientras saludaba a cámara, confiando en que Carlos siguiera su ejemplo. Pero en lugar de eso, el niño tiró de la pinza que ella llevaba en la nuca y su melena castaña clara se derramó sobre sus hombros.
Después de un torbellino de adioses y «Dios la bendiga, doctora Farrell, no lo hubiéramos conseguido sin usted, y ya nos veremos en la visita de control», los García se fueron, con un gesto de despedida final desde la ventanilla del taxi. Cuando Monica volvió a entrar en el hospital y se dirigió hacia los ascensores, levantó la mano para recogerse el pelo y volver a colocarse la pinza.
—Déjalo así. Te favorece.
El doctor Ryan Jenner era un neurocirujano que había entrado en la facultad de medicina de Georgetown unos años antes que Monica, pero habían acabado trabajando juntos. Jenner se había incorporado recientemente al Greenwich Village, y las pocas veces que ambos habían coincidido, él se había parado a charlar sobre los viejos tiempos. En ese momento llevaba la bata de quirófano y un gorro de plástico. Era obvio que había estado operando o se disponía a hacerlo.
Monica se echó a reír y pulsó el botón de llamada del ascensor.
—Ah, claro. Y quizá debería pasarme por tu sala de operaciones con el pelo suelto.
La puerta de un ascensor que subía se abrió.
—Quizá no me importaría —dijo Jenner mientras entraba.
O quizá sí. De hecho tendrías un infarto, pensó Monica al tiempo que entraba en un ascensor abarrotado. Ryan Jenner, a pesar de su aspecto juvenil y su sonrisa fácil, ya era conocido por ser un perfeccionista que no toleraba el más mínimo error en el cuidado de los pacientes. Entrar en su quirófano sin cubrirse el cabello era algo impensable.
Cuando Monica bajó en la planta de pediatría, el primer sonido que oyó fue el de una niña que berreaba. Sabía que era su paciente de diecinueve meses, Sally Carter, y la falta de visitas de su madre soltera era irritante. Antes de entrar a tratar de consolar al bebé, se detuvo en el mostrador de las enfermeras.
—¿Alguna señal de la queridísima mami? —preguntó, y enseguida lamentó haber sido tan franca.
—Desde ayer por la mañana no —contestó Rita Greenberg, la veterana enfermera de la planta, en un tono tan molesto como el de Monica—. Pero consiguió escaparse para llamar por teléfono hace una hora, decir que no podía salir del trabajo, y preguntar si Sally había pasado buena noche. Doctora, le digo que hay algo raro en toda esta situación. Los animales de peluche de la sala de juegos tienen un comportamiento más maternal que esa mujer. ¿Va a darle el alta hoy a Sally?
—No hasta que averigüe quién va a cuidarla si su madre está tan ocupada. Sally tenía asma y neumonía cuando la trajeron a urgencias. No consigo imaginar en qué estaban pensando la madre o la canguro para tardar tanto en llevarla al médico.
Seguida de la enfermera, Monica entró en el pequeño cubículo con una sola cuna, donde habían trasladado a Sally, porque su llanto despertaba a los demás bebés. Sally estaba de pie, aguantándose en los barrotes, con su pelo castaño y encrespado alrededor de la cara manchada de lágrimas.
—Va a provocarse otro ataque de asma —dijo Monica, enfadada, mientras se inclinaba a sacar a la niña de la cuna. En cuanto Sally se agarró a ella el llanto disminuyó de inmediato, y se convirtió en apagados sollozos que finalmente fueron desapareciendo.
—Dios mío, qué apegada está a usted, doctora. Está claro que tiene un don —dijo Rita Greenberg—. No hay nadie como usted con los más pequeños.
—Sally sabe que ella y yo somos colegas —dijo Monica—. Démosle un poco de leche caliente y seguro que se calmará.
Mientras esperaba que volviera la enfermera, Monica acunó al bebé en sus brazos. Tu madre debería estar haciendo esto, pensó. Me pregunto hasta qué punto está pendiente de ti en casa. Sally apoyó sus suaves manitas en el cuello de Monica, y sus ojos empezaron a cerrarse.
Monica dejó a la niña adormecida en la cuna y le cambió el pañal húmedo. Después la tumbó de lado y la tapó con una manta. Greenberg volvió con un biberón de leche caliente, pero antes de dárselo a la pequeña, Monica cogió una punta de algodón y limpió el interior de la mejilla de Sally.
Se había fijado varias veces que cuando la madre de Sally había venido a visitarla durante la semana anterior, se había parado en el mostrador de bebidas de la sala de espera y se había llevado una taza de café a la habitación de Sally. Invariablemente la dejaba medio vacía encima de la mesilla de noche que había junto a la cuna.
Solo es una corazonada, se dijo Monica, y sé que no tengo derecho a hacerlo, pero voy a mandarle el recado a la señora Carter de que he de verla antes de darle el alta a Sally. Me encantaría comparar el ADN de la niña con el ADN de la taza de café. Ella jura que es la madre biológica de la niña y, ¿por qué iba a molestarse en mentir sobre ello si no lo fuera? Entonces, diciéndose una vez más que no tenía derecho a comparar en secreto los ADN, tiró la muestra a la papelera.
Después de examinar a sus demás pacientes, Monica fue a su consulta de la calle Catorce Este, para atender las visitas de la tarde. Eran las seis y veinte cuando, intentando disimular su fatiga, se despidió del último paciente, un niño de ocho años con una infección de oído.
Nan Rhodes, la recepcionista contable, estaba recogiendo en su mesa. Voluminosa, con sesenta años cumplidos, y una paciencia infatigable por mucho caos que hubiera en la sala de espera, Nan hizo la pregunta que Monica confiaba en dejar para otro día.
—Doctora, ¿qué hay de esa investigación de la oficina del obispo de New Jersey, donde le piden que testifique en el proceso de beatificación de esa monja?
—Nan, yo no creo en milagros. Ya lo sabe. Les envié una copia del escáner inicial y de la resonancia magnética que hablan por sí mismos.
—Pero usted creía que con un cáncer cerebral tan avanzado, Michael O'Keefe no llegaría a cumplir cinco años, ¿verdad?
—Absolutamente.
—Les aconsejó a sus padres que lo llevaran a la clínica Knowles de Cincinnati, porque es el mejor centro de investigación hospitalaria del cáncer cerebral, pero lo hizo sabiendo perfectamente que allí confirmarían su diagnóstico —insistió Nan.
—Nan, ambas sabemos lo que dije y lo que pensaba —dijo Monica—. Venga, no juguemos a las preguntas.
—Doctora, usted me contó también que cuando les comunicó el diagnóstico, el padre de Michael quedó tan afectado que estuvo a punto de desmayarse. Pero la madre le dijo que su hijo no iba a morir, que ella iba a iniciar una cruzada de oración a la hermana Catherine, la religiosa que fundó esos hospitales para niños discapacitados.
—Nan, ¿cuántas veces la gente se niega a aceptar que una enfermedad es terminal? En el hospital lo vemos a diario. Quieren más pruebas. Quieren firmar una autorización para recibir tratamientos de riesgo. A veces lo inevitable se retrasa, pero al final el resultado es el mismo.
Nan suavizó su expresión al mirar a aquella joven esbelta, cuya postura corporal mostraba de forma tan clara el cansancio. Sabía que Monica había pasado la noche en el hospital, porque uno de sus pacientes infantiles tuvo un ataque.
—Doctora, sé que mi trabajo no es incordiarla, pero habrá testigos del personal médico de Cincinnati que declararán que era imposible que Michael O'Keefe sobreviviera al cáncer. Hoy está totalmente curado. Y creo que tiene usted la sagrada obligación de confirmar que tuvo esa conversación con su madre, al minuto siguiente de advertirle que el niño no podía curarse, porque ese fue el momento en que ella recurrió a la hermana Catherine en busca de ayuda.
—Nan, esta mañana vi a Carlos García. Él también ha superado el cáncer.
—No es lo mismo y usted lo sabe. Disponemos de tratamientos para combatir la leucemia infantil, no para un cáncer cerebral avanzado y extendido.
Monica se dio cuenta de dos cosas. Que era inútil discutir con Nan, y que sabía, en el fondo de su corazón, que esta tenía razón.
—Iré —dijo—, pero eso no beneficiará en nada a esa santa en potencia. ¿Dónde se supone que he de declarar sobre eso?
—Debe reunirse con un monseñor de la diócesis de Metuchen en New Jersey. Él propuso el próximo miércoles por la tarde. Y resulta que ese día no le he programado ninguna visita a partir de las once.
—Pues que así sea —consintió Monica—. Vuelva a llamarlo y confírmelo. ¿Está lista para marcharse? Llamaré el ascensor.
—Después de usted. Me encanta lo que acaba de decir.
—¿Que llamaré el ascensor?
—No, claro que no. Me refiero a que acaba de decir «que así sea».
—¿Y?
—Para la Iglesia católica, «que así sea» es la traducción de amén. Es bastante apropiado en este caso, ¿no le parece, doctora?