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El lunes por la tarde, el detective retirado John Hartman telefoneó a su vecina Nan Rhodes. A esas alturas ya estaba enterado de que a veces ella salía con sus hermanas los lunes por la noche, pero no estaba seguro de que fuera una cita semanal.

Hartman era un viudo sin hijos, hijo único de dos hijos únicos, y aunque tenía un amplio círculo de amistades, a menudo lamentaba no haber nacido en una familia más numerosa. Esa noche, por alguna razón, se sentía especialmente abatido y se alegró muchísimo cuando a las siete telefoneó a Nan y ella contestó a la primera.

Al insinuarle que no estaba seguro de si estaría en la cafetería con sus hermanas, Nan se echó a reír.

—Nos vemos una vez al mes —le dijo—. Si cenáramos juntas todas las semanas, seguro que acabaríamos recordando antiguas peleas como «¿te acuerdas de cuando te pusiste mi jersey nuevo, antes de que yo pudiera estrenarlo?». Es mejor así.

—Me he quedado la fotografía de la doctora Farrell más tiempo del que tenía previsto —dijo él—. Las huellas dactilares no corresponden con las de ningún criminal conocido. ¿Te la paso por debajo de la puerta?

¿Por qué he preguntado eso?, se dijo John. ¿Por qué no le he propuesto llevársela?

Le satisfizo mucho oír la respuesta de Nan.

—Acabo de preparar una tetera y aunque hoy en día se considere un pecado, me he comprado una porción de pastel de chocolate en la panadería. ¿Por qué no vienes y te quedas un ratito a compartirlo conmigo?

Sin ser consciente de que Nan estaba sorprendida por haberlo invitado, y a la vez encantada de que él hubiera aceptado, Hartman corrió a sacar una chaqueta de punto limpia del armario y se la abrochó por encima de la camisa informal que llevaba. Cinco minutos después estaba sentado frente a Nan en la mesita de su cocina.

Mientras ella le servía el té y le cortaba una generosa porción de pastel, decidió que no le daría la foto enseguida. Descubrió que disfrutaba de la calidez que transmitía Nan Rhodes. Sabía que tenía un hijo. Pregunta siempre por los hijos, se dijo.

—¿Cómo le va a tu hijo, Nan?

A ella se le iluminó la mirada.

—Acabo de recibir una fotografía suya con Sharon, su mujer, y el bebé. —Nan corrió a buscar la foto, y cuando volvió y él hubo hecho los comentarios correspondientes, empezaron a hablar sobre la familia de ella. Después John Hartman, habitualmente reservado, se vio hablándole de su infancia de hijo único, y contándole que desde niño supo de algún modo que un día sería detective.

Hasta la segunda taza de té y el segundo pedazo de tarta de chocolate, no sacó de su bolsillo el sobre con la fotografía de Monica y el niño de los García en brazos.

—Nan —le dijo muy serio—, soy un detective bastante bueno y cuando trabajaba en un caso y tenía una corazonada, solía acertar. Como te dije por teléfono, la persona que tuvo esa fotografía en las manos no tiene antecedentes penales. Pero eso no quita que sea muy preocupante el hecho de que esta foto exista y que aparezcan en ella las dos direcciones de la doctora Farrell.

—Ya te conté la semana pasada que yo tuve la misma corazonada, John —dijo Nan. Cogió el sobre, sacó la fotografía, la examinó, y luego le dio la vuelta para volver a leer las direcciones de Monica escritas en letra de imprenta—. Debo enseñársela a ella —dijo de mala gana—. A lo mejor le molesta que no se la diera la semana pasada, pero tendré que arriesgarme.

—El otro día me acerqué paseando al hospital —comentó John—. Hice unas cuantas fotos desde la acera de enfrente, para intentar captar el mismo ángulo de los escalones y el hospital que aparece en esta. Yo creo que quien hizo esta foto estaba metido en un coche.

—¿Quieres decir que alguien pudo haber estado esperando que la doctora Farrell saliera? —La voz de Nan tenía ahora cierto deje de incredulidad.

—Es posible. ¿Recuerdas si el lunes pasado telefoneó alguien preguntando por el horario de la doctora?

Nan frunció el entrecejo, e intentó repasar las múltiples llamadas que recibía la consulta.

—No estoy segura —dijo con cautela—. Pero no es raro que alguien, un farmacéutico por ejemplo, telefonee para preguntar cuándo estará la doctora. Yo lo habría considerado perfectamente normal.

—¿Qué habrías dicho si te hubieran telefoneado para saber el horario del lunes pasado?

—Habría dicho que la doctora llegaría alrededor de las doce del mediodía. Los lunes suele haber reuniones de personal en el hospital, y nunca le programo ninguna visita hasta la una.

—¿A qué hora salió del hospital con los García para hacerse esa foto? —No lo sé.

—Cuando se la entregues a la doctora, pregúntale por favor qué hora era.

—De acuerdo. —Nan se dio cuenta de que tenía la garganta seca—. Tú piensas realmente que alguien la está acosando, ¿verdad?

—Quizá acosar sea una palabra demasiado fuerte. He investigado a Scott Alterman, ese ex novio de la doctora, o lo que fuera. Es un abogado de Boston muy conocido y muy respetado, que se divorció hace poco, y se trasladó a Manhattan justo la semana pasada para unirse a un bufete de abogados estrella de Wall Street. Pero la fotografía no la hizo él. El lunes pasado su bufete le organizó una cena de despedida en el Ritz-Carlton de Boston, y él estaba allí.

—¿Es posible que otra persona hiciera la fotografía por encargo suyo?

—Puede ser. Pero lo dudo. No creo que se trate de eso. —Hartman empujó la silla hacia atrás—. Gracias por la hospitalidad, Nan. El pastel estaba buenísimo y siempre que tomo té de verdad, me juro a mí mismo que nunca volveré a beberlo de bolsita.

Nan también se levantó.

—Estaré muy pendiente de todo el que llame para saber el horario de la doctora —dijo, y luego se animó—. Oh, he de contarte algo interesante. Hoy ha venido el niño de los García, el que superó la leucemia. Solo tenía un resfriado, pero es muy comprensible que los padres se preocupen. Tony García, el padre, trabaja como chófer a media jornada. Le contó a la doctora que una señora anciana que llevó la semana pasada, le dijo que conocía a la abuela de Monica. Ella me dijo que creía que era un error, porque nunca conoció a sus abuelos, pero yo no pude resistirme a averiguar algo más. Telefoneé a Tony García y me dio el nombre de la señora. Se llama Olivia Morrow y vive en Riverside Drive. Yo se lo dije a la doctora e insistí en que le telefoneara. Tal como le dije, ¿qué puede perder?