Sammy Barber había dedicado el fin de semana a reflexionar seriamente. El tipo con el que trataba era un pez gordo. Cuando lo había citado en la cafetería no le había dicho su nombre, solo su número de móvil, y naturalmente era uno de esos de tarjeta ilocalizables. Pero era evidente que no estaba acostumbrado a esa clase de tratos. ¡El muy idiota había ido al café en su propio coche, y creyó que aparcándolo al final de la manzana lo había despistado!
Sammy lo había seguido; utilizó la cámara de su teléfono para fotografiar la matrícula de Douglas Langdon y luego, a través de sus contactos, había averiguado su nombre.
No le había dicho a Langdon que sabía quién era cuando lo había llamado para subir el precio por cargarse a la doctora Farrell, porque quiso decidir primero cuál sería su siguiente paso. Cuando Sammy había telefoneado a Langdon, lo llamó al móvil que este le había dado. Pero Langdon no había respondido a su petición en todo el fin de semana, de manera que Sammy sabía muy bien qué haría a continuación.
Langdon era psiquiatra, pero lo mejor de todo era que esta iba en la junta de la Fundación Gannon, y eso valía millones y millones de dólares. Sammy concluyó que, si estaba lo bastante desesperado como para ordenar el asesinato de esa doctora, debía estar metido en algo muy grave. Seguro que podía meter mano en esa fundación y conseguir que aprobaran una donación de un millón de dólares para la obra benéfica preferida de Sammy Barber. Es decir, él mismo. Claro que no lo expondría de esa forma. Langdon podía desviar un millón de una donación legal. Seguro que eso se hacía constantemente.
Sammy lamentaba amargamente no haber grabado la reunión con Langdon, pero estaba seguro de que podía hacerle creer que sí. Y por supuesto, la próxima vez que se vieran cara a cara se aseguraría de llevar una grabadora.
El lunes por la mañana a las once en punto, Sammy se presentó en el vestíbulo del edificio de Park Avenue donde estaba el despacho de Douglas Langdon. Cuando llamaron de seguridad a la secretaria de Langdon, Beatrice Tillman, para confirmar que tenía una cita ella afirmó tajante:
—No tengo anotada ninguna entrevista con el señor Barber.
Cuando el tipo del mostrador se lo dijo a Sammy, él ya esperaba esa respuesta.
—Ella no sabe que el doctor me llamó durante el fin de semana y me dijo que viniera. Esperaré hasta que esté libre.
Se dio cuenta de que el empleado de seguridad lo miraba con desconfianza. Aunque llevaba una chaqueta y unos pantalones nuevos y su única corbata, sabía muy bien que no tenía aspecto de alguien que podía desperdiciar miles de dólares en un psiquiatra.
El vigilante le dio el mensaje a Tillman, esperó, luego colgó el teléfono y buscó un pase. Garabateó el nombre de Langdon y el número del despacho, y se lo entregó a Sammy.
—El doctor no llegará hasta dentro de unos quince minutos, pero puede subir y esperarlo arriba.
—Gracias. —Sammy cogió el pase y se dirigió tranquilamente hacia la zona de los ascensores, donde otro guarda le hizo pasar por el torniquete. Vaya un sistema de segundad de juguete, pensó con desdén.
Pero bonitas oficinas, se dijo cuando entró en el despacho 1202. No muy grandes, pero bonitas. Estaba claro que la secretaria del psiquiatra no estaba muy convencida de su historia, pero le pidió que se sentara en la recepción, cerca de su mesa. Sammy se aseguró de colocarse de modo que Langdon no lo viera cuando abriera la puerta.
Diez minutos después entró el doctor. Sammy lo vio dirigirse a saludar a su secretaria, que lo interrumpió y en una voz tan baja que Sammy no pudo oírla, le dijo algo. Langdon se dio la vuelta y Sammy rió para sí al ver la mirada de pánico total que apareció en su cara.
Se puso de pie.
—Buenos días, doctor. Es muy amable por su parte que me reciba sin que le haya avisado antes, y se lo agradezco. Ya sabe que a veces se me nubla un poco la mente.
—Pasa, Sammy —dijo Langdon con brusquedad.
Barber le hizo una señal cordial a Beatrice Tillman, cuya expresión era la viva imagen de la curiosidad, y siguió al doctor por el pasillo hasta su despacho privado, según dedujo. Estaba alfombrado de color carmesí, con las paredes cubiertas de librerías de caoba. Una preciosa mesa con el tablero forrado de piel dominaba la estancia. Detrás había una amplia butaca giratoria de cuero. Frente a la mesa había dos sillas tapizadas a juego, en rojo y crema.
—¿No hay sofá? —preguntó Sammy, con gesto de sorpresa. Langdon estaba cerrando la puerta.
—Tú no necesitas sofá, Sammy —le replicó—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Sin que lo invitaran, Sammy rodeó la mesa hasta la silla giratoria y se sentó en ella.
—Doug, yo te hice una oferta y tú aún no me has contestado. No me gusta que me falten al respeto.
—Tú aceptaste veinticinco mil dólares, y luego subiste a cien mil —le recordó Langdon, alterado.
—Calculo que veinticinco mil por matar a la doctora Monica Farrell no es mucho —apuntó Sammy—. No es una interna cualquiera de la que nadie ha oído hablar. Es, cómo lo dirías tú… ¿distinguida?
—Tú aceptaste ese precio —dijo Langdon, y en aquel momento Sammy captó en la voz del médico el pánico que confiaba haber provocado.
—Pero tú no volviste a ponerte en contacto conmigo —le recordó Sammy—. Y por eso el precio ha vuelto a subir. Ahora es un millón, por adelantado.
—Estás loco —musitó Langdon.
—Para nada. La otra noche te grabé y estoy grabándote ahora. —Se abrió la chaqueta y le enseñó el cable que había conectado a su teléfono móvil. Con un gesto pausado y teatral se abrochó la chaqueta y se levantó—. Si esto llega a juicio, lo que tú o quien sea sepáis de mí, no servirá de mucho. Los polis retirarán los cargos al minuto a cambio de esta cinta y la del otro día. Ahora escúchame atentamente. Quiero un millón de dólares, y después haré el trabajo. He planeado cómo hacerlo pasar por un robo que acabó mal. Así que tú consigue el dinero y podrás dormir por la noche. Tendrás que ser lo bastante listo como para enterarte cuándo está hecho el trabajo, y yo no les enviaré ninguna cinta a los polis.
Se levantó, rozó a Langdon al pasar, y cogió el pomo de la puerta.
—Tenlo para el viernes —dijo—, o iré personalmente a la policía. —Abrió—. Gracias, doctor —dijo en un tono que esperaba que oyera la secretaria—. Me ha ayudado mucho. Como dice usted, no puedo culpar a mi vieja de todos mis problemas. Ella se desvivió por mí.