15

A las seis de la madrugada del lunes, Rosalie García se envolvió con el albornoz, y despertó a su adormilado marido.

—Tony, el niño tiene fiebre. Le he contagiado el resfriado.

Tony se esforzó en abrir los ojos. La noche anterior había llevado a una pareja a una boda en Connecticut, y luego estuvo esperándolos para llevarlos a casa, lo cual significaba que había dormido tres horas. Pero en cuanto digirió lo que Rosalie le estaba diciendo, se levantó al instante. Apartó el cobertor y corrió al otro cuartito de su apartamento sin ascensor de la calle Cuatro Este. Carlos medio dormido, inquieto, con la cara ardiendo y sin hacer caso del biberón, daba vueltas en la cuna. Con mucho cuidado, Tony tocó con la mano la frente de su hijo, y confirmó que estaba demasiado caliente.

Se incorporó y se volvió hacia su mujer, comprendiendo el pánico que vio en sus ojos.

—Mira, Rosie —le dijo con dulzura—, el niño ya no tiene leucemia. Recuérdalo. Le daremos una aspirina y a las ocho en punto llamaremos a la doctora Farrell. Si ella decide visitarlo, yo lo llevaré enseguida. Tú no puedes ir con ese resfriado.

—Tony, yo quiero que ella lo examine. A lo mejor solo es un resfriado, pero…

—Cariño, ella nos dijo que debíamos acordarnos de tratarlo como a cualquier niño que se hace un chichón en la cabeza, se resfría o tiene dolor de oído, porque ahora es un niño normal y sano. Su sistema inmunológico está perfecto.

Pero mientras iba hablando, Tony sabía que ni Rosalie ni él se quedarían tranquilos hasta que la doctora Monica Farrell hubiera visitado a Carlos.

A las siete en punto telefoneó y localizó a Nan que acababa de entrar en el despacho. Ella le dijo que llevara a Carlos a las once, porque a esa hora la doctora ya habría vuelto del hospital.

A las diez y media, Tony abrigó a Carlos con una chaqueta gruesa y una gorra, y lo puso en la sillita. Lo tapó con unas mantas y después colocó la cubierta de plástico que le protegía del viento. Y con grandes zancadas, empezó a recorrer las diez manzanas que lo separaban de la consulta de Monica. Había rechazado la posibilidad de ir en taxi.

—Rosie —había dicho—, si voy andando llegaré antes, y con este tráfico el viaje de ida y vuelta puede costarme unos treinta dólares. Además a Carlos le gusta que lo paseen en la sillita, y seguro que se duerme.

Cuando veinte minutos después llegó al despacho de Monica, esta se estaba quitando el abrigo. Echó un vistazo a la mirada asustada de Tony, y rápidamente desabrochó el protector de plástico y, como Tony había hecho antes, tocó la frente de Carlos García.

—Tiene fiebre, Tony, pero no mucha —dijo para calmarlo—, y deja que te tranquilice incluso antes de quitarle el gorrito. Alma preparará a Carlos para que yo lo examine, pero mi diagnóstico en este momento es que solo necesita una aspirina y quizá un antibiótico. —Sonrió—. Así que deja de mirarme así y procura no tener un ataque de corazón aquí mismo. Yo soy pediatra, no cardióloga.

Tony le devolvió la sonrisa y parpadeó para borrar las lágrimas que humedecían sus ojos.

—Es que… ya sabe, doctora.

Monica lo miró y de pronto se sintió mucho mayor que el joven padre. No tiene ni veinticinco años, pensó. Él también parece un crío y Rosalie lo mismo, y ambos acaban de pasar un par de años infernales. Le puso una mano en el hombro.

—Lo sé —dijo con afecto.

Media hora después Carlos volvía a estar vestido para salir y sentado en su sillita. Tony tenía unas muestras de un antibiótico y la receta para una dosis de tres días en el bolsillo.

—Y recuerda —le advirtió Monica cuando lo acompañó a la puerta de salida—, casi puedo prometerte que dentro de un par de días te tendrá corriendo de aquí para allá, pero si le sube la fiebre quiero que me llames al móvil, sea la hora que sea.

—Lo haré, doctora, y gracias otra vez. No sé cómo decirle…

—Pues no lo digas. Tampoco tengo tiempo para oírlo. —Monica hizo un gesto con la cabeza en dirección a la sala de espera donde ahora esperaban cuatro pequeños pacientes, entre los cuales había un par de gemelos berreando.

Tony se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.

—Ah, solo una cosa rápida, doctora. La semana pasada llevé el coche de una señora mayor muy agradable. Yo le enseñé la fotografía de Carlos y cuando le conté cómo se había ocupado usted de él, ella me dijo que conocía a su abuela.

—¡Que conocía a mi abuela! —Monica lo miró atónita—. ¿Y dijo algo sobre ella?

—No. Solo que la conocía. —Tony abrió la puerta—. La estoy retrasando. Gracias otra vez.

Y se fue. Monica estuvo tentada de correr tras él, pero se contuvo. Puedo llamarlo más tarde, pensó. ¿Es posible que esa señora haya conocido a mi abuela paterna? Papá no tenía ni idea de quién era su madre biológica. Lo adoptó una pareja de unos cuarenta años. Ambos murieron hace tiempo, igual que los padres de mamá. Papá y mamá tendrían más de setenta años ahora, y si sus padres vivieran serían centenarios. Esa señora también debe de ser muy mayor si conoció a mis abuelos adoptivos. Debe estar confundida.

Pero durante el resto de aquel ajetreado día, Monica tuvo la persistente sensación de que debía telefonear a Tony y preguntarle el nombre de la mujer que decía conocer a su abuela.