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Monica no tenía ni idea de cómo sería la casa donde vivía Ryan Jenner. Sabía que aunque ahora ganara un buen sueldo, si como la mayoría de sus compañeros, todavía estaba devolviendo los préstamos de la facultad de medicina y el doctorado, probablemente viviría en un apartamento pequeño. Descubrió que le apetecía reunirse con sus amigos de Georgetown. Ryan le había enviado un correo electrónico con todos los detalles: una copa de siete a ocho, después cena en ese restaurante tailandés.

El viernes por la tarde, debido a varios pacientes de última hora, no regresó a casa hasta las siete menos cuarto. Disgustada porque llegaría a la fiesta con una hora de retraso como mínimo, se dio una ducha rápida y se puso unos pantalones de seda negros y un jersey de cachemira a juego. Ni demasiado arreglada, ni demasiado informal, pensó. Solo se puso un poco de rímel y brillo en los labios. Había pensado hacerse un moño en el pelo, pero cuando miró el reloj, decidió llevarlo suelto. Si no llego antes de las ocho quizá pensarán que no voy a ir y se irán al restaurante, pensó. Ni siquiera tengo el número de móvil de Ryan para avisarle de que me retraso.

Esa posibilidad hizo que se diera más prisa, si cabe. Puso el collar de perlas negras de su madre y los pendientes en el bolso, y se acordó de comprobar que la puerta de atrás estaba cerrada con llave. Cogió el abrigo, salió como una flecha del apartamento, corrió por el pasillo y llegó disparada a la calle.

—Monica.

Al oír aquella voz familiar se dio la vuelta. Era Scott Alterman.

Estaba de pie en la acera, esperándola, obviamente.

—Hace frío —dijo—. Deja que te ayude a ponerte el abrigo. Estás guapísima, Monica. Más guapa aún de cómo te recordaba.

Cuando intentó cogerle el abrigo, Monica lo apartó.

—Scott, tienes que entender una cosa —dijo con cierto nerviosismo debido a la mezcla de sorpresa y consternación ante su presencia—. No es que hayamos terminado, es que nunca empezamos. Tú me echaste de Boston. No conseguirás echarme de Nueva York.

Se acercó un taxi con la señal de libre encendida, y ella levantó la mano para pararlo sin éxito.

—Yo te llevaré, Monica. Tengo el coche aquí.

—¡Déjame en paz, Scott! —Se giró y bajó la calle corriendo y deseando no haber decidido ponerse tacones en el último momento. Cuando llegó a la Primera Avenida, dio un vistazo atrás por encima del hombro. Él seguía allí, con el cuerpo alto y erguido, iluminado por la luz de la farola, y las manos en los bolsillos de aquel lujoso abrigo, que ella estaba convencida de que estaba hecho a medida.

Monica tardó cinco minutos en encontrar un taxi libre, y a las ocho y veinte llegó frente al ascensor del apartamento de Ryan en la avenida West End. Cuando el conserje le aseguró que Ryan y sus amigos no habían salido todavía, Monica intentó tranquilizarse, pero no conseguía sobreponerse al pavor ante lo que podía esperar ahora que Scott había reaparecido.

Joy, la mujer de Scott, había sido su mejor amiga desde el primer día en que entraron juntas a la guardería. Habían sido como hermanas y haber participado tan a menudo de las actividades familiares de Joy, le había proporcionado a Monica, que era hija única, la sensación de tener una gran familia. Algo que tras la muerte de su madre, cuando ella tenía solo diez años, adquirió mayor importancia todavía.

Joy había sido la que había visitado constantemente al padre de Monica en la residencia de ancianos de Boston. Scott y ella estuvieron presentes cuando murió, mientras yo estaba con los exámenes finales, pensó Monica. Ella y Scott me ayudaron a organizar el funeral. El, como abogado, se ocupó de arreglar los asuntos de mi padre. ¿Por qué demonios se obsesionó conmigo? Joy me culpa a mí, pero yo sé que no le di pie en ningún momento.

Se parece a ese viejo chiste: «Mi mujer se escapó con mi mejor amigo y yo le extraño mucho». Scott destruyó mi amistad con Joy, y yo la extraño muchísimo. ¿Qué puedo hacer si él se ha mudado a Nueva York para estar cerca de mí? ¿Pido una orden de alejamiento, si es necesario?

Monica se dio cuenta de que el ascensor, lento y renqueante, se había detenido en el noveno piso y que la puerta estaba abierta. Consiguió salir antes de que volviera a cerrarse. Es una suerte que no esté bajando otra vez al vestíbulo. Decidió quitarse de la cabeza a Scott y comprobó los números de los apartamentos. Ryan le había dicho que el suyo era el 9E. Por ahí, se dijo, y giró a la izquierda.

La puerta del piso se abrió en el momento en que puso el dedo en el timbre. La sonrisa de bienvenida de Ryan Jenner le levantó el ánimo inmediatamente. Él no la dejó disculparse.

—Mira, me he estado maldiciendo por no haberte pedido el número del móvil. No te preocupes. He llamado al restaurante y hemos retrasado una hora la reserva.

Lo que dijo a continuación quedó silenciado por los entusiásticos gritos de bienvenida de sus compañeros de Georgetown. Al volver a verlos, Monica se dio cuenta de cuánto echaba de menos la camaradería de la que había disfrutado en la facultad. Fueron ocho años de mi vida, pensó mientras abrazaba a sus amigos, y trabajamos mucho durante esa época, pero sin duda fue un período estupendo.

A Natalie Kramer y Genine Westervelt, dos de las presentes, las conocía muy bien. Genine acababa de abrir una consulta privada de cirugía estética en Washington. Natalie era médico del servicio de urgencias. Las conozco mejor que a Ryan, pensó Monica, mientras se instalaba en una butaca con una copa de vino. Él iba tres cursos más adelantado que yo y nunca fuimos a clase juntos. Desde lejos siempre me pareció muy reservado. Incluso ahora, salvo cuando lleva la ropa de quirófano o la chaqueta blanca, siempre que me cruzo con él viste traje y corbata. Esa noche llevaba una camisa de pana y unos vaqueros y estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas y una cerveza en la mano. Parecía totalmente relajado y era obvio que estaba disfrutando.

Monica lo observó con atención. Ryan es especialista en lesiones cerebrales. Me pregunto cuál sería su opinión si viera los TAC de Michael O'Keefe. ¿Debería pedirle que les echara un vistazo antes de esa reunión con el sacerdote, sobre ese supuesto milagro? Puede que lo haga, decidió.

Miró a su alrededor, esperando hacerse una idea sobre Ryan a partir de su espacio vital. Le sorprendió que la sala fuera tan formal. Había sofás tapizados a juego con una tela azul estampada, un aparador antiguo, unas mesas rinconeras con lámparas de cristal trabajado, unas cuantas butacas en azul y crema, y una alfombra antigua azul y granate.

—El apartamento es precioso, Ryan —estaba diciendo Genine—. Mi casa entera cabría en este salón. Y así será hasta que termine de pagar los préstamos universitarios. Pero entonces necesitaré hacerme la cirugía estética a mí misma.

—Y yo ponerme una prótesis en la rodilla —apuntó Ira Easton—. Entre Lynn y yo estamos devolviendo unos préstamos universitarios que solo son comparables a las primas anuales del seguro por mala praxis.

Yo no tengo préstamos universitarios, pensó Monica, aunque tampoco tengo mucho más. Papá estuvo enfermo tanto tiempo que es una suerte que no tenga problemas económicos.

—Para empezar —estaba diciendo Ryan Jenner—, este apartamento no es mío. Es de mi tía y todo lo que contiene, excepto el cepillo de dientes, es suyo. Ella no se mueve de Florida y tarde o temprano lo pondrá a la venta. Pero entre tanto me ha ofrecido vivir aquí si pago los gastos de mantenimiento, así que aquí estoy. Yo también estoy devolviendo los préstamos universitarios.

—Ahora todos nos sentimos mejor —le dijo Seth Green—. Vámonos. Tengo hambre.

Una hora después, ya en el restaurante, la conversación derivó del coste de los seguros por mala praxis, a las dificultades que tenían sus distintos hospitales para ampliar servicios, debido a los problemas para recaudar fondos. Ryan había dispuesto los asientos para poder sentarse al lado de Monica.

—No sé si te has enterado —le dijo en voz baja—, pero el dinero que le habían prometido al Greenwich para el ala de pediatría, puede que no llegue. La Fundación Gannon dice que ha tenido menos ingresos y no tiene intención de cumplir sus compromisos.

—Ryan, necesitamos esa ala —protestó Monica.

—Hoy corría el rumor de que alguien va a reunirse con los Gannon e intentará que cambien de opinión —dijo Ryan—. Tú has sido más persuasiva que nadie sobre las necesidades pediátricas del Greenwich. Deberías asistir.

—Me aseguraré de hacerlo —dijo Monica con convicción—. La cara de ese tipo, Greg Gannon, aparece continuamente en la primera página del dominical del Times, como si fuera un gran filántropo. Mi padre trabajó como asesor en el laboratorio de investigación Gannon de Boston unos años antes de morir. Fueron las patentes de los aparatos ortopédicos lo que generó la fortuna de los Gannon. Papá decía que habían ganado trillones de dólares mientras esas patentes estuvieron vigentes. Ellos prometieron quince millones al hospital. Ahora tienen que pagarlos.