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Está en pie de guerra, pensó Esther Chambers, cuando el miércoles después de comer, Greg Gannon entró dando zancadas en su oficina sin saludarla. ¿Qué ha pasado desde esta mañana? Lo vio entrar en su despacho privado y coger el archivo que ella le había preparado. Al cabo de un momento lo tenía al lado de la mesa.

—No he tenido tiempo de repasar todo esto —le soltó—. ¿Estás segura de que está todo bien?

Ella tuvo ganas de replicarle: «Dígame una sola vez en treinta y cinco años que no haya estado todo bien». En lugar de eso, se mordió el labio y contestó discreta:

—Lo he comprobado dos veces, señor Gannon.

Cada vez más dolida, lo vio dirigirse con decisión hacia la puerta doble de vidrio y enfilar el pasillo que llevaba a la sala de juntas de la Fundación Gannon.

Está preocupado, pensó Esther. ¿De qué tiene que preocuparse? Sus fondos están teniendo un rendimiento excelente, y sin embargo casi siempre está de un humor de perros. Estoy harta, pensó con desaliento, cada vez está peor. Con una punzada de rabia recordó que Greg había anunciado que iba a trasladar las oficinas de la firma de inversiones y de la fundación a unos locales fastuosos de Park Avenue, cuando acababan de enterrar a su padre. También fue entonces cuando le dijo que para guardar las apariencias, sería mejor que le llamara siempre señor Gannon y no Greg.

Ahora ocupaban unos locales aún más lujosos del Time Warner Center, en Columbus Circle.

—Papá era el héroe del hombre de la calle, pero yo no quiero que mis clientes sigan siendo el carnicero, el panadero, y el carpintero —había dicho con sorna.

No es que al final no tuviera razón en ir tras los clientes importantes, pensó Esther, pero tampoco tenía por qué ser tan despectivo con su padre. Puede que ahora sea un gran triunfador, pero no estoy tan segura de que con todas esas mansiones que comparte con esa mujer florero con la que se ha casado, haya conseguido comprar la felicidad. Juro que las primeras palabras que me dirigió esa mujer fueron: «Yo quiero». Sus hijos ni siquiera le hablan después de cómo trató a su madre y ahora mismo, su hermano y él deben de estar discutiendo en la reunión de la junta.

—Estoy harta de los dos.

Esther no se dio cuenta de que había hablado en voz alta. Miró a su alrededor enseguida, pero naturalmente en su despacho no había nadie. A pesar de todo notó que se le ruborizaban las mejillas. Uno de estos días diré lo que pienso y eso no sería inteligente, se conminó. ¿Por qué sigo aquí? Puedo permitirme jubilarme, y cuando venda el apartamento me compraré una casa en Vermont, en lugar de alquilarla solo dos semanas en verano. A los chicos les encanta el esquí y el snowboard, y Manchester es una ciudad preciosa con muy buenas pistas de esquí cerca…

Al pensar en los nietos adolescentes de su hermana, a quienes quería como si fueran suyos, relajó inconscientemente los labios y esbozó una sonrisa. Este es el mejor momento, pensó mientras daba la vuelta a la silla para ponerse frente al ordenador. Y sonrió aún más cuando abrió una carpeta nueva, la llamó «Adiós a los Gannon», y empezó a teclear: «Querido señor Gannon, después de treinta y cinco años, creo que ha llegado el momento…».

El párrafo final decía: «Si lo desea estaré encantada de examinar a mis posibles sustituías durante un mes, a menos, naturalmente, que prefiera usted que me marche antes».

Esther firmó la carta, y con la sensación de haberse quitado un peso de encima, la metió en un sobre y a las cinco en punto la dejó en el escritorio de Greg Gannon.

Sabía que quizá él pasaría a revisar sus mensajes después de la reunión de la junta, y quería darle la oportunidad de digerir el hecho de su renuncia durante la noche. No le gustan los cambios a menos que sea él quien los decide, pensó, y no quiero que me convenza o me acose para que me quede más de un mes.

La recepcionista estaba al teléfono. Esther se despidió con un gesto y bajó en ascensor a la planta baja, intentando decidir si debía aprovechar para comprar en el supermercado gourmet del piso de abajo. No necesito nada para esta noche, decidió. Me iré directa a casa.

Subió por Broadway hasta su apartamento, en el edificio de enfrente del Lincoln Center, disfrutando tranquilamente del frío y de las ráfagas del viento. Puede que para ciertas personas vivir en Vermont todo el año sea excesivo, pero a mí me gusta que haga frío, pensó. Extrañaré el bullicio de la ciudad, pero así son las cosas.

Al llegar al edificio de su apartamento, se detuvo en el mostrador a recoger el correo.

—Hay dos caballeros que la están esperando, señora Chambers —le dijo el conserje.

Perpleja, Esther miró hacia las butacas que había en el vestíbulo. Un hombre de pelo negro, vestido con pulcritud, se le acercó. Habló en voz baja para que el conserje no lo oyera.

—Señora Chambers —dijo—, soy Thomas Desmond de la Comisión de Cambio y Bolsa. Mi compañero y yo desearíamos hablar un momento con usted —dijo, mientras le entregaba su tarjeta—. Si fuera posible, preferiríamos hablar en su apartamento, donde no nos pueda oír nadie.