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El lunes por la noche, después de recibir la llamada de Scott Alterman, Monica apenas había dormido. El martes por la noche pasó lo mismo. Lo primero que había pensado al despertarse a las seis de la mañana del miércoles fue otra vez en él. No lo dice en serio, se dijo, tal como había intentado convencerse a sí misma durante todo el día anterior. Tiene que ser un farol. Él no dejaría su despacho en Boston para trasladarse aquí.

¿O sí? Es un abogado brillante. Solo tiene cuarenta años y ha defendido con éxito a altos cargos políticos de todo el país y es famoso a nivel nacional. Por eso precisamente. Con esa reputación puede ir a cualquier parte. ¿Por qué no a Nueva York?

Pero aunque se mudara, la verdad es que no me ha molestado demasiado en los cuatro años que llevo aquí, aparte de llamadas ocasionales y las flores que me ha enviado al apartamento un par de veces, pensó. Intentó tranquilizarse con esa reflexión mientras se ponía un suéter granate, unos pantalones a juego y unos pendientes de perlas. No debería llevarlos, pensó. Los niños siempre me los cogen. Mientras se tomaba los cereales y el café, empezó a preocuparse otra vez por Sally Carter. Debería haberle dado el alta ayer y no lo hice. A menos que esta noche haya tenido fiebre tendré que dejar que se vaya hoy.

A las ocho y cuarto ya estaba en el hospital para la ronda de visitas de la mañana. Se detuvo en el mostrador de las enfermeras para hablar con Rita Greenberg.

—La temperatura de Sally sigue siendo normal y últimamente ha comido bastante bien. ¿Quiere firmar los papeles del alta, doctora? —preguntó Rita.

—Antes de hacerlo quiero hablar con la madre en persona —dijo Monica—. Hoy tengo un horario muy apretado en la consulta. Por favor llame a la señora Carter, y dígale que he de verla antes de darle el alta a Sally. Volveré a mediodía.

Afligida, Monica entró en el cubículo donde estaba la cuna de Sally. La niña estaba durmiendo de lado con las manos debajo de la mejilla. Sus rizos castaños le enmarcaban la frente y se enredaban tras las orejas. No se movió cuando las expertas manos de Monica le tocaron la espalda, intentando detectar una vibración o un jadeo, pero no notó nada.

Monica se dio cuenta de que ansiaba coger a Sally y despertarla en sus brazos. En lugar de eso, se dio la vuelta con brusquedad, salió del cubículo, y empezó a hacer el resto de la ronda. Todos sus pacientes infantiles estaban recuperándose. No como Carlos García, que pasó tanto tiempo en una situación crítica. No como Michael O'Keefe, que debería haber muerto hace tres años.

En el pasillo de los ascensores se encontró con Ryan Jenner, que se acercaba en dirección contraria. Esa mañana llevaba una chaqueta blanca.

—¿Hoy no hay operaciones, doctor? —le preguntó al pasar.

Había supuesto que le contestaría, sin volverse, por encima del hombro, algo informal del tipo «hoy no», pero él se detuvo y respondió.

—Y sin rastro de tormenta en el horizonte. Monica, unos amigos de Georgetown van a venir a pasar el fin de semana. El viernes por la noche tomaremos una copa en mi casa, e iremos a cenar a un tailandés. Hay un par de ellas, Genine Westervelt y Natalie Kramer, que me dijeron que esperaban que vinieras. ¿Qué te parece?

Sobresaltada por esa invitación repentina e inesperada, Monica respondió titubeando:

—Bueno…

Entonces, al darse cuenta de que la estaba invitando a ver a antiguas compañeras de estudios y no a una cita, dijo:

—Me encantaría volver a ver a Genine y a Natalie.

—Bien. Te mandaré un correo electrónico.

Jenner se alejó por el pasillo a paso ligero. Cuando Monica continuó hacia el ascensor, volvió la cabeza impulsivamente para ver como él se alejaba, y se avergonzó al descubrir que estaba mirándola.

Ambos se saludaron con una tímida inclinación de cabeza, mientras se apresuraban a reemprender la marcha en direcciones opuestas.

A las doce en punto del mediodía, Monica estaba otra vez en el hospital esperando a Renée Carter, que llegó a las doce y media, ajena, aparentemente, al hecho de que había hecho esperar a la doctora. Llevaba un traje verde oliva y una chaquetita ajustada, que evidentemente costaban un dineral. Un jersey negro de cuello alto, medias negras y unos zapatos negros con unos tacones increíbles, que le daban el aspecto de una modelo dispuesta a salir a la pasarela. El pelo caoba corto, recogido detrás de las orejas, moldeaba su bonito rostro que aparecía realzado por un maquillaje aplicado con destreza. No va a irse a casa a cuidar de Sally, pensó Monica. Probablemente ha quedado a comer con alguien. Me pregunto cuánto tiempo pasa con esa pobre niña.

Fue la anciana canguro quien trajo a Sally a urgencias la semana anterior. Renée había llegado una hora después vestida con un traje de noche, explicando con actitud defensiva que la niña estaba bien cuando se había despedido de ella antes de salir, y que no se había fijado en que llevaba el móvil apagado.

En ese momento Monica se daba cuenta de que incluso con el maquillaje, aquella noche Carter parecía mayor de lo que aparentaba. Treinta y cinco como mínimo, pensó.

Carter iba acompañada de una chica de unos veinte años, que se presentó con cierto nerviosismo como Kristina Johnson, la nueva niñera de Sally.

Carter no intentó disculparse por llegar tarde. Tampoco, observó Monica, preocupada, hizo ningún intento por coger a Sally.

—Despedí a la otra niñera —explicó con una voz un tanto gangosa—. No me dijo que Sally se había pasado el día tosiendo. Pero sé que Kristina no cometerá ese tipo de errores. Está muy bien recomendada.

Se dirigió a Kristina.

—¿Por qué no vistes a Sally mientras yo hablo con la doctora?

Sally empezó a gimotear cuando Monica, seguida de Renée Carter, salió del cubículo. Monica no se volvió a mirarla. En lugar de eso, apesadumbrada ante la perspectiva de que a Sally se la llevara esta madre al parecer indiferente, advirtió con firmeza a Carter que estuviera pendiente de las alergias de Sally.

—¿Tiene usted alguna mascota, señora Carter? —preguntó.

Después de dudar un momento, Renée Carter dijo en tono tranquilizador:

—No, no tengo tiempo para tenerlas, doctora.

Después, con evidente impaciencia, escuchó las explicaciones de Monica sobre la importancia de controlar cualquier síntoma de asma en Sally.

—Lo entiendo perfectamente, doctora, y quiero que sea usted la pediatra de la niña —dijo con prisas, cuando Monica le preguntó si quería consultarle algo. Luego llamó al interior del cubículo—: Kristina, ¿estás lista ya? Llego tarde.

Se volvió hacia Monica.

—Tengo un coche esperando fuera, doctora —explicó—. Dejaré a Sally y a Kristina en mi apartamento. —Al ver la cara de Monica, añadió—: Naturalmente antes de irme me aseguraré de que la niña se quede tranquila.

—Estoy convencida de ello. Yo telefonearé esta noche para ver cómo se encuentra Sally. Estará usted en casa, ¿verdad? —preguntó Monica sin preocuparse por el gélido tono de censura de su voz. Consultó el historial—. Este teléfono suyo es correcto, ¿verdad?

Renée asintió impaciente cuando Monica leyó el número en voz alta, luego se dio la vuelta y regresó a toda prisa a la habitación de la niña.

—¡Kristina, date prisa, por favor, no tengo todo el día! —espetó.