El lunes por la mañana, Olivia Morrow estaba sentada en silencio, al otro lado del escritorio de su viejo amigo Clay Hadley, asimilando la sentencia de muerte que él acababa de pronunciar.
Evitó por un momento la expresión compasiva que vio en los ojos de él, y miró a través de la ventana de su despacho, situado en el piso veinticuatro de la calle Setenta y dos Oeste de Manhattan. A lo lejos vio un helicóptero que recorría lentamente el cielo del East River en esa fría mañana de octubre.
Mi recorrido se está acabando, pensó, y entonces se dio cuenta de que Clay estaba esperando una respuesta por su parte.
—Dos semanas —dijo.
No era una pregunta. Echó un vistazo al reloj antiguo de la librería que había detrás de la mesa de Clay. Eran las nueve y diez. El primer día de esas dos semanas. Al menos estamos a primera hora de la mañana, pensó, contenta de haber pedido la cita temprano.
Él le estaba contestando.
—Tres como máximo. Lo siento, Olivia. Yo confiaba…
—No lo sientas —lo interrumpió ella con brusquedad—. Tengo ochenta y dos años. Aunque mi generación vive mucho más que las anteriores, últimamente mis amigos han ido cayendo como moscas. Nuestro problema es que nos preocupa vivir demasiado tiempo y acabar en una residencia, o convertirnos en una carga terrible para todo el mundo. Saber que me queda muy poco tiempo, pero que seguiré siendo capaz de pensar con lucidez, y de moverme sin ayuda hasta el momento final, es un regalo inconmensurable. —Se le quebró la voz.
Clay Hadley entornó los ojos. Comprendía la expresión de angustia que había borrado la serenidad de la cara de Olivia. Y antes de que ella hablara, supo lo que iba a decir.
—Clay, solo lo sabemos tú y yo.
Él asintió.
—¿Tenemos derecho a seguir ocultando la verdad? —preguntó Olivia, mirándolo fijamente—. Mi madre pensaba que sí. Tenía intención de llevárselo a la tumba, pero en el último momento, cuando solo estábamos presentes tú y yo, se sintió obligada a contárnoslo. Para ella se convirtió en una cuestión de conciencia. Y con todo el inmenso bien que Catherine hizo durante su vida de religiosa, insinuar que muchos años atrás, justo antes de entrar en el convento, podía haber tenido una relación consentida con un amante, habría comprometido su reputación para siempre.
Hadley estudió el rostro de Olivia. Ni siquiera los signos habituales de la edad, las arrugas alrededor de la boca y los ojos, el ligero temblor del cuello, la forma como se inclinaba para captar todo lo que él decía, desmerecían el delicado trazo de sus facciones. El padre de Clay había sido el cardiólogo de su madre, y él le había relevado cuando su padre se jubiló. En ese momento, con más de cincuenta años, no era capaz de recordar una época en que la familia Morrow no hubiera formado parte de su vida. De niño se sentía intimidado por Olivia. Ya entonces se percataba de que ella siempre se vestía con elegancia. Más tarde cayó en la cuenta de que en aquella época ella trabajaba aún de vendedora en B. Altman, los famosos grandes almacenes de la Quinta Avenida, y que aquel estilo lo conseguía comprándose la ropa en las gangas de final de temporada. No se casó nunca y hacía unos años se había jubilado de su puesto de directiva y miembro de la junta de Altman.
Él había coincidido con su prima mayor Catherine solo en un par de ocasiones, y cuando ella era ya una leyenda: la religiosa que había puesto en marcha siete hospitales para niños discapacitados, centros dedicados a la investigación de métodos para curar o aliviar el sufrimiento de sus mentes o sus cuerpos dañados.
—¿Sabes que hay mucha gente que considera un milagro la curación de un niño con cáncer cerebral, y que lo atribuyen a la intervención de Catherine? —Preguntó Olivia—. Están evaluando su canonización.
Clay Hadley notó que se le secaba la boca.
—No, no sabía nada.
No era católico y apenas entendió que eso significaba que la Iglesia podía acabar nombrando santa a Catherine, y merecedora de la veneración de los fieles.
—Naturalmente eso significará que el tema de que diera a luz se investigará, circularán rumores maliciosos, y es muy probable que ello elimine la posibilidad de canonizarla —añadió Olivia, irritada.
—Olivia, había un motivo por el cual ni la hermana Catherine ni tu madre revelaron nunca el nombre del padre de su hijo.
—Catherine no. Pero mi madre sí.
Olivia apoyó las manos en los brazos de la butaca, y Clay interpretó que estaba a punto de levantarse. Se puso de pie y rodeó su escritorio a paso ligero, para ser un hombre tan corpulento. Sabía que algunos de sus pacientes lo llamaban «Clay, el cardiólogo panchón». Él les aconsejaba a todos con buen humor y una chispa de ironía en los ojos: «Olvidaos de mí y aseguraos de perder peso. Yo engordo un par de kilos solo con mirar la foto de un helado. Es una cruz que tengo». Era una representación que realizaba a la perfección. En aquel momento cogió las manos de Olivia y la besó con delicadeza.
Ella, al notar en las mejillas el roce de su barba corta y canosa, se echó para atrás involuntariamente y luego, para disimular su reacción, le devolvió el beso.
—Clay, mi situación personal quedará entre nosotros. Yo misma se la comunicaré muy pronto a las pocas personas a quienes pueda importar. —Se quedó callada y luego añadió con su tono irónico—: De hecho, es obvio que más vale que se lo comunique muy pronto. A lo mejor es una suerte que ya no me quede ningún pariente.
Entonces, al darse cuenta de que lo que acababa de decir no era cierto, se detuvo.
En su lecho de muerte, su madre le había contado que cuando Catherine supo que estaba embarazada se fue un año a Irlanda, donde había dado a luz a un hijo. Al niño lo habían adoptado los Farrell, una pareja estadounidense de Boston, que fue seleccionada por la madre superiora de la orden religiosa en la que ingresó Catherine. Ellos le habían puesto Edward, y lo habían criado en Boston.
Yo estuve pendiente de sus vidas desde entonces, pensó Olivia. Edward no se casó hasta los cuarenta y dos años. Su mujer murió hace mucho tiempo, y él falleció hace cinco años. Su hija Monica tiene ahora treinta y un años, y trabaja como pediatra en el hospital Greenwich Village. Catherine era mi prima hermana. Su nieta también es prima mía. Es mi único pariente, y no sabe que existo.
Entonces, mientras liberaba sus manos de las de Clay, dijo:
—Dedicando su vida a ocuparse de recién nacidos y niños pequeños, Monica ha acabado pareciéndose mucho a su abuela. ¿Te das cuenta de lo que significaría para ella todo este dinero?
—¿Es que tú no crees en la redención, Olivia? Recuerda a qué se dedicó el padre de su hijo durante el resto de su vida. Piensa en las muertes que evitó. ¿Y qué me dices de la familia de su hermano? Son filántropos eminentes. Piensa en lo que supondrá para ellos si esto se sabe.
—Estoy pensando en eso, y eso es lo que tengo que sopesar. Monica es la heredera legítima de los beneficios derivados de esas patentes. Alexander Gannon era su abuelo, y en su testamento dejó todo lo que poseía a sus descendientes si los tenía, y solo en caso contrario, a su hermano. Ya te llamaré, Clay.
El doctor Clay Hadley esperó a cerrar la puerta de su despacho privado, luego levantó el auricular y marcó un número de teléfono que conocían muy pocas personas. Cuando le contestó una voz familiar no perdió el tiempo en preliminares.
—Es exactamente lo que me temía. Conozco a Olivia; hablará.
—No podemos permitirlo —dijo en tono resuelto la persona que había al otro lado de la línea—. Debes asegurarte de impedirlo. ¿Por qué no le das algo? Dado su estado de salud, a nadie le extrañaría que muriera.
—Lo creas o no, matar a alguien no es tan fácil. Supón que ella se las arregla para entregar la prueba antes de que yo pueda detenerla…
—En ese caso nos aseguraremos por partida doble. Es triste decirlo, pero hoy en día que una mujer joven y atractiva sufra una agresión mortal en Manhattan, no es algo extraordinario. Me ocuparé de ello inmediatamente.