Arnold Skamp, echado en su litera, escribía una carta a su casa.
«Querida familia —empezaba—. Espero que estéis bien. Estamos a punto de entrar en acción por vez primera…»
Debajo de él, los otros miembros de su escuadrón estaban jugando al póquer, todos excepto el Irlandés, que estaba sentado limpiando su automática, inconsciente de la oscilación del barco transporte y las débiles explosiones del distante fuego del mortero a través de las aguas del Mediterráneo. Lejos de todos ellos, el Irlandés parecía verdaderamente despreocupado sobre el mañana, cuando desembarcarían en la playa de Porto Nuovo para apoyar el movimiento de las tropas norteamericanas que barrían la fina bota de Italia. En cuanto a él mismo, Arnold Skamp, se sentía sencillamente muerto de miedo.
Los cinco que estaban sentados alrededor de la improvisada mesa de juego hacían más ruido que de costumbre, intentando esconder su inquietud bajo una charla picante llena de bravatas.
«Estoy con un grupo de compañeros estupendos —escribió Arnold Skamp—. Y tengo muchos amigos, a los cuales visitaré uno a uno cuando esto termine».
Como él, aún no tenían veinte años, reclutas novatos, nuevos en acciones de guerra. Ira, el comerciante, era un fullero sabelotodo.
«Ira y un alto tipo enjuto al que llamamos Stick son de Nueva York y me han prometido enseñarme la ciudad cuando volvamos a casa. Ira me enseñará a ser un jugador de póquer también». Stick era en realidad tan flaco que parecía un canutillo de pana.
Tan alto como Stick, Tiny pesaba el doble; era de Georgia, un verdadero blanco del sur y mezquino.
«Tiene un corazón de piedra por fuera, pero es un buen caballero del sur en el fondo —escribió Arnold—. Creo que tengo madera para ser un buen soldado».
Casey, que usualmente se acostaba en el camastro de debajo del de Arnold, era el más amable de todos ellos; era de Fort Wayne, Indiana. Tenía la cara redonda y usaba gafas de concha.
«Tengo que decir que Casey es mi mejor amigo —escribió Arnold—. Es realmente inteligente y podemos hablar de todo. Cuida de mí, es la clase de hermano mayor que nunca tuve».
Y Evergreen era de Los Ángeles; sabía todo sobre Sidney Bechet, Fats Waller y Count Basie, gente de la que Arnold nunca había oído hablar. Siempre estaban juntos; se llamaban a sí mismos el Club y, aunque habían escogido a Arnold como víctima propiciatoria, Arnold pensaba que, cuando la ofensiva llegara, avanzaría si ellos estaban cerca de él. Deseaba ardientemente ser uno de ellos y decidió que, antes que la guerra acabase, lo sería.
Pero Arnold Skamp estaba acostumbrado a ser un intruso. Hijo único, nacido prematuramente y expuesto al garrotillo, había sido protegido y mimado, y había crecido como un jovenzuelo débil con gafas. Sus brazos y piernas parecían haber crecido demasiado y sin gracia alguna. Tropezaba, dejaba caer las cosas, se daba golpes con las paredes y con la gente. Creció aceptando la torpeza como su condición normal, pidiendo disculpas por ella y tomando con resignación las pullas y mofas de aquellos dotados de gracia física, atractivo o dominio de sí mismos. Los envidiaba, pero sobre todo los admiraba; era el enano de la carnada que deseaba más que nada ser uno de la pandilla.
Era di día de Acción de Gracias y allá, en su casa, en El Dorado, Kansas, sus padres estarían sentados cenando con sus tíos, tías y los primos, que le habían condenado al ostracismo y, aunque estaba aterrorizado de ir a combatir, secretamente estaba contento de estar aquí, lejos de la granja, del maíz y de los cerdos. Suspiró mientras el barco se balanceaba y enviaba el lápiz en su mano de blancos nudillos deslizando hacia el margen; sólo deseaba que uno de ellos le pidiera que jugara.
—De acuerdo, caballeros —estaba diciendo Ira, con una exagerada voz de croupier—. Póquer de cinco cartas.
Repartió las cartas con un rápido movimiento en círculo y los otros las cogieron.
—¡Bien, chicos! —exclamó Tiny—. Preparaos a perder los calzoncillos. El Señor proveerá.
—¡Jesús, Tiny! —dijo Ira—. No nos des esa mierda del sur.
—¿Qué quiere decir mierda del sur? —se picó Tiny, echándose hacia atrás de la mesa.
—¡Cálmate, soldado! —exclamó Ira—. Regla número uno: no dejar nunca a un chico de ciudad que se ponga nervioso jugar a las cartas.
—Regla número dos —contestó Tiny—. No eches mierda con la pala a un tipo dos veces mayor que tú.
Se instaló atrás, refunfuñando, mientras Ira sonreía para salvar las apariencias y sacaba un cigarro que hubiera hecho ruborizar a Edward G. Robinson. Quitó la envoltura y Stick lo encendió con un mechero.
—¡Vamos, Ira! —intervino Evergreen—. Ya hay bastante mal olor aquí.
—Tú no eres precisamente el soldado agua de rosas.
—Competiré contigo en la elección de Mister Aroma cualquier día —contestó Evergreen.
—¡Por Dios! —casi gritó Casey—. ¿Podemos jugar a cartas?
A lo lejos, Arnold oía el sonido de las explosiones, ahora más fuerte; el viento había cambiado o los transportes estaban reposando inesperadamente cerca de tierra. Los otros permanecían en silencio, escuchando también, olvidando las bromas de momento. Él los observaba y luego miró furtivamente al Irlandés, que seguía limpiando en silencio. Iba a ser terrible por la mañana; uno de ellos podía ser herido o incluso morir.
—¡Vamos! —murmuró Ira—. ¿Quién corta?
Stick miraba fijamente sus manos. Buscó su cartera y, mientras sacaba un billete, una foto de una chica de menos de veinte años cayó en la mesa.
—Abriré con un dólar —indicó.
—No voy —repuso Evergreen.
—Yo tampoco —señaló Ira, tirando sus cartas boca abajo.
Tiny y Casey echaron las suyas también.
—No podéis abandonar, compañeros —advirtió Stick.
—Parece como si ya lo hubiéramos hecho —dijo mientras recogía las cartas y empezaba a barajarlas.
Tiny cogió la foto que Stick había dejado caer.
—Echad una mirada a la preciosidad de Stick.
—¡Dame eso! —vociferó Stick, pero Tiny era demasiado rápido y la foto fue de mano en mano mientras los compañeros levantaban las cejas, sonreían y silbaban.
—¿Esto venía con la cartera? —preguntó Evergreen.
—¡Eres un hijo de puta! —le espetó Stick, guardando la foto.
Jugaron un rato sin orden ni concierto, la mayoría de ellos con caras amenazadoras, como si el jugar cautelosos aquella noche podría ayudarlos mañana. Arnold miraba, luego escribía, después volvía a mirar. Aunque Ira tenía la boca más grande, parecía el menos apto para tirarse un farol. Casey jugaba al póquer de una manera honesta, calculando las posibilidades, casi nunca arriesgando. Tiny no era demasiado brillante y tenía el temperamento más mediocre. El Irlandés continuaba limpiando y limpiando la automática.
—¡Eh, Arnold! —dijo Tiny, concentrado en sus cartas—. Dame una taza de ese fango, ¿quieres?
Contento finalmente de ser incluido, Arnold bajó de un salto, chocando con la parte de atrás de la silla de Stick, mientras el barco se balanceaba.
—Lo siento —murmuró Arnold.
—Ten cuidado, Arnold —protestó Stick.
Tan rápido como pudo, Arnold llenó una abollada lata con café, la trajo y la puso cerca de Tiny. Puso las manos en el respaldo de la silla de Tiny y vio por encima de su hombro que tenía dos reyes y tres nueves.
—¡Estupendo! —exclamó—. ¡Vaya mano!
—No voy —dijo Evergreen, tirando las cartas sobre la mesa. Ira, Stick y Casey echaron sus cartas también.
—Pequeño gusano mocoso —barbotó Tiny—. Vete lejos de mi.
Ira había recogido las cartas y las barajaba de nuevo.
—¡Eh, Arnie! —dijo—. ¿Sabes jugar al cincuenta y dos pickup?
—Vamos —asintió Casey—. Basta ya. Es el día de Acción de Gracias.
—Me pone los nervios de punta —repuso Tiny.
—Dejad al chico en paz —aconsejó el Irlandés. Todos se volvieron a mirarle. Era la primera vez que hablaba desde habían empezado a jugar a cartas. Su mano se movía sobre la culata del fusil como si estuviera encantada. Se encogió de hombros y dijo—: Un arma limpia es un arma efectiva.
Después de un rato se aburrieron del juego y se echaron en las literas en silencio, excepto Tiny, que silbaba, hasta que el Irlandés le dijo que se callara de una maldita vez. Arnold miraba fijamente al techo y trataba de imaginar el día siguiente. Cerró los ojos con fuerza para tener las imágenes más claras, pero la única playa que se podía imaginar era la rocosa costa de Elk City Lake, en Kansas; las únicas muertes que podía ver eran las de los pollos y cerdos que sus padres causaban. Trató de verse a sí mismo luchando a través de la fría agua azul, llegando corriendo a la playa, mientras las balas escupían arena a su alrededor, pero ni una sola imagen se transformaba en su cabeza.
A las diez y media Evergreen indicó:
—Vamos, chico. Comamos. Tengo el pavo.
Todos se volvieron a mirar, mientras lanzaba en la mesa una lata verde caqui de víveres. Arnold estaba soñando despierto con Kansas y creyó al principio que un pavo real se había materializado. Estaba más confundido cuando Ira dijo:
—Aquí está la salsa de arándano. —Y tiró otra lata de víveres sobre la mesa.
—Galletas hechas en casa y salsa de salchichas —manifestó Tiny.
—Mazorcas de maíz —dijo Stick.
—Batatas azucaradas con pequeñas melcochas derretidas —ofreció Casey.
El Irlandés tiró dos latas y dijo:
—Pastel de carne picada y pastel de calabaza.
Arnold quería unirse a ellos, pero no estaba seguro de cómo hacerlo.
—Traigo el café —dijo.
Todos le miraron como si hubiera cerrado de un portazo la puerta entre ellos y la cena.
—¡Oh, Arnold, por Dios! —gritó Evergreen—. ¿Por qué simplemente no te vas a la mierda?
Era cerca de medianoche, casi la hora de apagar las luces. Evergreen estaba escribiendo en un libro encuadernado de piel; Casey estaba leyendo una copia de Liberty. Ira bacía un solitario.
—¡Eh, Evergreen! —preguntó Stick—. ¿Qué estás escribiendo? ¿Quizá una novela?
—Lo único que ha escrito alguna vez es el menú del restaurante de su padre —bromeó Ira.
—Por lo menos sé escribir —repuso Evergreen.
—No hace falta mucho cerebro para escribir —contestó Ira, guardando las cartas—. Hace falta cerebro para hacer dinero. A ver: ¿quién quiere postre? —Sacó una bolsa de plástico con tabletas de chocolate.
—¿Cuál es el precio? —inquirió Evergreen.
—Crees que los precios bajan. Cincuenta centavos —respondió Ira.
—¿Por una malísima tableta de chocolate de cinco centavos? —prosiguió Evergreen.
—No tienes por qué comprarla.
—¡Demonios! —exclamó Evergreen—. Dame una.
—Yo también quiero una —intervino Arnold.
Sacó unas cuantas monedas del bolsillo, que cayeron y se desparramaron por el suelo, mientras trataba de entregarlas.
—Lo siento —dijo Ira—. Está todo vendido.
Después vendió una a Casey. Arnold se echó en la litera, se encontraba mal. No le importaba que le tomaran el pelo, incluso sentía que se lo merecía a veces, pero cuando ellos le mentían o hacían chistes sobre él, se sentía tan triste como en El Dorado cuando los crios en la clase de sanidad ponían papel matamoscas dentro de las mangas de su chaqueta. Simplemente no encajaba ni en El Dorado ni aquí; estaba empezando realmente a compadecerse de sí mismo cuando la mano de Casey apareció desde la litera de abajo, sosteniendo media tableta de chocolate. Justo entonces algo hizo explosión no lejos del barco y todos se quedaron inmóviles, esperando lo que vendría después.
Arnold podía oír su propia respiración discordante compitiendo con las de los otros cuando Tiny estalló. Tomó el chocolate y lo mantuvo apretado.
—No puedo esperar a ponerles la mano encima a esos malditos bastardos alemanes —dijo Tiny—. Enviaremos a los alemanes al infierno y volveremos.
—Lo harás, Tiny —dijo Ira, pero sus palabras sonaron cansadas en el silencio del cuarto de literas.
—Yo también mataré a un nazi —aseguró Arnold, tratando de mantener su voz firme.
Stick rió.
—¿Es verdad eso? —preguntó Tiny—. ¿Tú vas a matar a un nazi?
—Sí —afirmó Arnold—. Seguro que sí.
—Basta, Arnold —dijo Casey—. Déjale.
Todos le dejaron hasta que la voz de Stick, tranquila y vacilante, llegó a Arnold donde estaba acostado, con el gusto de chocolate en la boca.
—Ira —casi susurró Stick—. ¿Has visto alguna vez…, has visto alguna vez morir a alguien?
—A mi viejo —contestó Ira. Padecía tuberculosis.
Solía tener esas largas toses vibrantes. Una noche mi hermana pequeña y yo estábamos con el viejo, acabábamos de tomar un helado o algo así. —Hizo una pausa y sacó un cigarrillo—. De cualquier modo, papá empezó con uno de sus accesos, ¿sabes?, tosiendo. Creí que se había atragantado con los pistachos del helado o lo que fuera, hasta que vi la sangre en su barbilla. Así que me precipité sobre él y lo cogí en mis brazos y traté de meter aire en su boca. —Sopló el humo hacia el techo en un largo chorro contemplativo—. Pero era demasiado tarde. Ahora cada vez que pienso en el viejo saboreo ese oxidado sabor rojo.
Arnold miró hacia abajo, a ellos dos. Ira se estaba incorporando, ambas manos colgando entre sus rodillas, mientras miraba al suelo entre el humo condensado. Luego Arnold asomó la cabeza sobre el borde de la litera y miró abajo a Casey, que apareció al revés.
—Gracias por el chocolate —susurró.
Casey estaba leyendo, echó una mirada a Arnold, asintió con la cabeza y luego volvió a su revista. Cuando vio que Arnold no se iba, dijo:
—De acuerdo. Eres bien venido. —Pero Arnold tenía algo que preguntar y continuó revoloteando hasta que Casey preguntó—: ¿Qué quieres, Arnold?
Era difícil decirlo, pero Arnold quería admitirlo al final:
—Yo… yo desearía realmente ser como vosotros, compañeros —dijo.
Casey pareció horrorizado por la confesión.
—¿Qué demonios se supone que esto quiere decir? —preguntó.
—Casey —dijo Arnold—. Tengo miedo. Me horroriza pensar en mañana. Me gustaría ser valiente como el resto de vosotros, chicos.
—¿Crees que no tenemos miedo? —inquirió Casey débilmente—. ¿No ves bien? Todos los de aquí tenemos algo que perder. Nunca vi un grupo de chicos más asustados.
Esto le pareció absurdo a Arnold.
—¡Tú no! —objetó—. Ni el Irlandés. Y seguro que Tiny tampoco.
—Probablemente Tiny más que ninguno —murmuró Casey—. Tiene una mujer de diecisiete años y un crío de tres semanas. ¿Crees que no piensa cada minuto en otra cosa que no sean ellos? —Alargó el brazo y dio un puñetazo en la parte inferior de la litera de Arnold—. Duérmete ahora —le dijo—. Te necesitaremos mañana.
Ira se puso en pie y agitó las manos pidiendo silencio.
—De acuerdo, caballeros —comenzó—. Es la hora de la atracción de magia del tío Ira. Las figuras de las cartas traen suerte. Vamos a ver qué figura le toca a cada uno. ¿Quién quiere repartir la suerte? —Movió los dedos como si se estuviera preparando para abrir una cerradura y después barajó las cartas, como un experto. Sacó la primera de la parte de arriba y enseñó la reina de corazones—. Bien —continuó—. Figura afortunada para mí. ¿Quién más quiere la suerte?
Tiró una carta a Stick.
—Figura afortunada —gritó Stick, enseñando la jota de diamantes.
—Yo también —dijo Evergreen—. Jota de picas.
—¡Lo tengo! —gritó Casey, enseñando el rey de trébol.
—¡Rey de picas! —exclamó Tiny—. Figura afortunada como la mía.
El Irlandés sonrió y enseñó la jota de corazones.
—¿Y yo qué? —vaciló Arnold.
—¡Oh! —dijo Tiny maliciosamente—. ¿Nos olvidamos del viejo Arnie? —Saltó sobre la litera de Arnold y gritó—: Lección de vuelo.
Y en unos segundos se le unieron Ira, Stick y Evergreen; cada uno de ellos cogió un extremo de la manta de Arnold y le levantaron fuera de la cama. Los cuatro lo lanzaron al aire. Sus brazos se agitaron mientras salía de la manta y flotaba durante un deprimente momento como si estuviera en el limbo; después cayó y golpeó en la dura cama elástica de lana y miró a las cuatro maniacas caras gritando. La habitación giró y él era lanzado al aire de nuevo. La puerta se abrió de golpe y le dejaron caer bruscamente; él y la manta golpearon el suelo.
—Terminad este alboroto —ordenó el sargento—. Chicos, tenéis un gran día mañana en la playa y quiero que vuestros ojos estén brillantes y listos. Ahora apagad las luces. —Apagó la luz de un golpe y dio un portazo.
En la oscuridad, Arnold agarró la manta y subió de nuevo a su litera, avergonzado, como si él hubiera sido la causa del jaleo en vez de la víctima. Se acostó mientras el barco se balanceaba, resuelto a demostrarles a todos ellos al día siguiente que era un valiente. Mataría a un nazi. Mañana por la noche le aceptarían sin reservas; no más chistes, no más ser el hazmerreír. Mañana sería un héroe. Se lo demostraría.
Al amanecer atacaron. Miles de hombres salieron de los barcos de transporte y abordaron los botes de desembarco. Mientras se preparaban para el asalto, los barcos de guerra en el mar Tirreno bombardearon la costa con artillería, tratando de debilitar la playa italiana, de hacer retroceder a los alemanes lo suficiente para dar un apoyo a las tropas. El cielo gris estaba rayado con fuego.
—¡Todos a los botes! —anunció el altavoz del comandante, y los botes, cargados de hombres asustados y decididos, empezaron a cruzar el último trecho de mar hasta la costa.
El Club se apiñaba, temblando, mientras se movían a través del chapoteo. Arnold se sentía triste, tenía frío, estaba horrorizado; su resolución de la noche anterior le parecían vanas palabras. Miró a los otros y se preguntó cómo se sentirían. Un hombre llamado Granville estaba al timón; había pasado por esto antes y parecía un modelo de tranquilidad.
—¡Los mentones altos, compañeros! —gritaba por encima del estrépito—. ¡Casi hemos llegado!
—¡Vamos, jefe! —gritó Tiny—. Acelere la marcha.
Granville se dio la vuelta y miró fijamente a Tiny.
—Calma, soldado. Tendrás tu oportunidad de ganar la guerra. —Miró al sargento y dijo—: Parece como si tuvieras un duro montón de patanes.
El sargento se encogió de hombros, encendió un cigarrillo y tiró la cerilla al encrespado mar.
Incluso antes de que Arnold estuviera seguro, supo lo que estaba pasando, oyó un gran zumbido; el sargento gritó:
—¡Al suelo!
Y una enorme ola de agua subió rápidamente a lo largo del bote, mientras el aire explotaba y el barco era golpeado rudamente de lado por el golpe. Arnold gritó y cayó de cara en el barro y el agua de la cubierta. Los demás bajaron gateando, quejándose y maldiciendo. Granville se rió y el sargento dio una larga chupada a su cigarrillo.
—¿Te sobra algún soldado? —preguntó Granville al sargento—. Ahí lo tenéis, fanfarrones. Bienvenidos a la segunda guerra mundial.
Todos estaban de nuevo de pie, mirando a la costa que se acercaba rápidamente. Delante de ellos ya había hombres saliendo de los botes, luchando a través de los restos de agua mientras rachas de pequeñas balas salían alrededor de ellos. Arnold podía ver soldados corriendo hacia adelante a través de la playa; algunos se paraban de golpe, se tambaleaban hacia atrás como si chocaran con un campo impenetrable y caían. Sintió a alguien a su lado; era Casey, que le alargaba su carta de la suerte.
—¡Son todos vuestros, chicos gloriosos! —gritó Granville—. ¡A por ellos!
La primera ráfaga de balas cayó alrededor de ellos con grandes zumbidos, seguida de pequeñas trombas de agua.
—¡Cierren y carguen!
El bote llegó tan cerca de la costa como pudo y los hombres saltaron desde la cubierta con el agua hasta las caderas.
La primera sensación de Arnold fue la frialdad y espesor del agua; se revolvió hacia delante como si fuera a través de arena, sosteniendo el fusil ante él. A su alrededor el agua estaba viva, con la picante rociada de fuego de artillería, y sintió un repentino dolor agudo en el pecho como si hubiese sido apuñalado con un punzón para romper el hielo. Gruñó sorprendido y siguió a pesar del dolor. Su cuerpo dejó de correr; desde algún lugar un mensaje había sido enviado para que sus piernas dejaran de moverse y empezó a caer hacia delante, como si algún bromista hubiera atado los cordones de sus zapatos.
Y luego sintió una ligereza como nunca había experimentado antes. Estaba bañado de un resplandor, como si su corazón hubiera empezado a difundir plata a través de sus venas. En el bolsillo de su chaqueta, el rey de trébol resplandecía como el sol quemando a través de la niebla y, por primera vez en su vida, conoció el descenso de la gracia. Tuvo un intenso placer en cómo se sentía su cuerpo, mientras se movía en perfecta sincronía con las olas, la arena, el fuego de artillería y los morteros. Estaba insensible en su nueva fuerza, su nueva musculatura perfeccionada, su alegre y flotante decisión.
El agua había perdido su espesor; no le cubría los tobillos, y entonces estaba en la playa. A su lado, Casey corría, la cara pálida de miedo; los otros miembros del Club andaban con dificultad a su alrededor. Arnold miraba con sorpresa sus torpes regateos, sus caras horrorizadas, mientras las balas caían con sordo ruido a su alrededor, esparciendo arena por sus piernas. No tenía miedo y sabía que estaba a salvo. Ante él, cuerpos de hombres que no conocía caían sobre sus rodillas como si rezasen; embistió a través del humo y el fuego, esquivando las balas, las explosiones, la matanza, como si corriera a través de un chaparrón sin que ni una gota de agua le tocase.
—¡Cuerpo a tierra! —gritaba el sargento—. ¡Reptando!
Los miembros del Club empezaron a arrastrarse hacia delante con los codos y rodillas, todos excepto Arnold, que continuó corriendo, sin ningún esfuerzo, sin cansarse. Ante él se extendía el escenario y vio con extraordinaria claridad lo que había que hacer. En una colina que dominaba la playa, los alemanes habían construido un refugio, un fortín con una abertura rectangular por la cual una ametralladora y un fusil automático disparaban sobre las cabezas de los norteamericanos. Alguien tenía que destruir la fortaleza si querían sobrevivir al asalto y, aunque parecía inexpugnable, Arnold sabía que él sería capaz de llegar allí.
El Club llegó a un barranco; el fuego alemán del fortín cosía la arena unas pulgadas sobre sus cabezas. El sargento cogió la radio que llevaba el Irlandés y trató de llamar a uno de los barcos de guerra norteamericanos, pidiendo ayuda. Pero la radio no funcionaba. Mientras Arnold estaba de pie en la falda del barranco mirándolos, sintió un gran cariño y compasión. Estaba claro que no entendían, había que tener miedo ni pedir más refuerzos.
—¡Adelante, comando! —urgió el sargento—, acorralados en la base del fortín. Requiero inmediata artillería adicional. —No hubo respuesta—. De acuerdo, chicos. Vamos a ver qué podemos hacer. ¡Fusiles preparados! —Se levantó agitando los brazos y gritó—: ¡Con más brío!
Saltó al borde del barranco e inmediatamente la ametralladora disparó, rozándole; se cayó hacia atrás y se quedó cara arriba mientras la sangre manchaba su chaqueta.
—¡Dios mío! —exclamó Stick—. Han dado al sargento.
—¡Basta ya! —chilló Ira—. Quedaos ahí abajo. Pensaremos lo que hemos de hacer.
Una explosión cercana los duchó a todos con tierra y fuego antiaéreo. Aturdido y un poco loco, Evergreen mantuvo el cuerpo del sargento sentado.
—Todo va bien, sargento —dijo.
¿No lo entendían?, pensó Arnold. ¿No sabían que todo lo que tenían que hacer era quedarse ahí tumbados y esperarle? Quería hablarles, tranquilizarlos, pero sabía que no le escucharían. Con su fusil a punto y el paquete de granadas asegurado alrededor de su hombro, empezó el ascenso a la colina.
Oyó que gritaban su nombre mientras corría; oyó el asombro y la tensión en sus voces. A su alrededor, las balas caían en la arena y gemían; pero él era rápido como el viento y se sentía frío y protegido, como si el aire se moviera entre sus huesos. Se precipitaba y regateaba, trepaba y trepaba hasta que estuvo debajo del saliente del fortín, justo debajo de la ranura oscura de la cual salía el fuego.
Se quitó el paquete de granadas, dio un tirón a la clavija y con calma contó hasta ocho. Debajo de él podía oír su nombre, que era cantado, que era silbado. En el último momento se levantó y tiró el paquete de granadas en la boca del fortín y saltó fuera, colina abajo.
Pero antes de que explotara, uno de los alemanes lo lanzó fuera. Y entonces, como si tuviera todo el tiempo del mundo, Arnold corrió donde estaba el paquete de granadas, lo cogió y, sin esfuerzo, con un movimiento de suprema gracia, lanzó las granadas otra vez por la ranura.
Cuando el fortín estalló, Arnold estaba de pie y miraba mientras volaban por el aire tablas ardiendo, soldados enemigos gritando, sacos de arena y un equipo de radio. Debajo de él, lejos, como si él estuviera en el lugar aventajado del halcón, los miembros del Club estaban de pie y le aclamaban. Ahora estaban saltando el borde del barranco; se lanzaban hacia delante, disparando sus armas, sin miedo. Aunque sabía que ellos no podían verle ahora, a través del espeso humo, les hizo señas con la mano de que siguieran; aunque ellos no le podían oír, los llamó a cada uno por su nombre. Y entonces se desvaneció en el aire, su elemento natural, donde el vuelo en todo su perfecto poder y gracia era suyo.
Granville le había sacado una bala del hombro y trató de empujar el cuerpo del chico a tierra después de que la primera ráfaga de fuego enemigo le hubiera matado. Había tres agujeros limpios en su pecho, como si la caja torácica hubiera sido penetrada con un punzón del hielo. «¡Pobre chico!», pensó Granville. Probablemente ni siquiera sabría qué le había golpeado. El pobre muchacho ni siquiera había pisado la playa, había desembarcado cara abajo en la espuma de Porto Nuovo. Granville se había quedado abajo hasta que alguien, de algún modo, había alcanzado el fortín y la pelea se había trasladado más allá, tierra adentro, y la playa estaba tranquila de nuevo.
Examinó los bolsillos del soldado para poner sus efectos personales en una pequeña bolsa. Encontró un naipe y lo que parecía una carta a su casa.
«Querida familia —empezaba la carta—. Espero que estéis bien. Estamos a punto de entrar en acción por vez primera. Estoy muerto de miedo. Pero estoy con un grupo de compañeros estupendos. Y tengo muchos amigos, a los cuales visitaré uno a uno cuando esto termine. Sé que os gustarán tanto como a mí. Son buenos hombres y mejores soldados que lo que yo nunca podría ser…»
Granville miró arriba para ver las caras llenas de barro de los hombres que había, conducido a tierra esa mañana.
—¡Eh! —gritó uno de ellos—. ¿Veis al héroe? ¿Veis a ese maldito pequeño compañero?
No supo lo que querían decir; movió la cabeza. En su mano derecha sostenía la carta del soldado muerto; en la izquierda, el rey de trébol.