Harry Ballentine cogió el asa de cuero falso de su maletín con mano firme, mientras seguía al guardia de la prisión por delante de las celdas de los asesinos. Aunque su traje rayado de tres piezas era de un almacén barato, no de los hermanos Brooks, aunque su reloj era un Swatch, no un Cartier, aunque su corbata no era de seda, sino de poliéster, era joven y prometedor, y su guardarropa y equipo pronto le seguirían.
Andaba con la determinación y las espaldas cuadradas que el joven Clark Kent hubiera tenido si hubiera decidido ser un abogado en vez de un periodista. Tras sus gafas algo pedantes, los ojos de Harry estaban muy abiertos a su fe en la verdad, la justicia y en el hecho de que ambas se podían conseguir descubrir de entre el revoltijo de mentiras e injusticia que da a la vida moderna su peculiar estructura picante.
Había sido el primero en el corazón de sus padres, el primero en su clase de estudiante no licenciado, el primero de su clase en la escuela de derecho Probidad, y ahora era el último de la fila, el auxiliar, en la firma de Brack & Worth, abogados. Sólo tenía veintitrés años; todavía no le habían informado de sus notas en d examen de abogacía.
El guardia abrió la puerta de la celda, dejó a Harry dentro y cerró con llave detrás de él. Por un momento, el corazón de Harry palpitó, sólo por un momento, porque el hombre a quien se enfrentaba, aunque parecía bastante inofensivo, con su expresión de lástima de sí mismo, su calva con brillo y sus ojos marrones llorosos, había matado a tiros a tres abogados.
—¿Quién es usted? —preguntó con desconfianza Murray Bernstein. Parecía que le habían visto con un traje de tela de colchón.
Harry abrió su maletín y se sentó; tendió a Bernstein una tarjeta.
—Harry Ballentine, de Brack & Worth —dijo—. Siento que mi nombre esté escrito en lápiz.
—Pero yo he llamado a Worth —protestó Bernstein—. El año pasado hice este simple y pequeño testamento y me atendió Worth. Ahora, cuando realmente necesito ayuda, me envían a alguien que apenas llega a los veinte años de edad.
Un poco desairado, Harry se recostó en la silla y se ajustó las gafas; sabía que parecía joven, muy pulido, como un diligente jefe de patrulla de exploradores, pero tenía su orgullo.
—Con todo el debido respeto, señor Bernstein, desde que usted admitió haber matado a tres abogados en tres ocasiones, el señor Worth creyó que sería necesario enviar a alguien a quien la firma no le importara perder.
Murray movió su cabeza calva.
—Ajá —murmuró.
—No es que no esté entusiasmado —le tranquilizó Harry—. Es un fascinante primer caso.
—Ajá, otra vez —dijo Murray.
—De modo que ahora es el momento en que usted, el acusado, me diga lo que piensa sobre todo lo relativo a las circunstancias que rodearon al supuesto incidente o, en su caso incidentes, por las que a usted, el acusado, se le imputa el crimen.
—¿Qué? —preguntó Bernstein, entreabriendo los ojos—. Pude haber tenido que matar a los otros abogados, pero por lo menos los entendía.
—Dígame con sus propias palabras lo que sucedió.
—Ése es el único problema —manifestó Bernstein con asombro—. No me acuerdo. Un día todo iba bien; los crios se estaban peleando, la mujer me estaba volviendo loco. La vida era estupenda. Éramos una familia simpática y unida. —Sacó su cartera del bolsillo y enseñó a Harry una foto instantánea—. Está tomada hace una semana.
Obviamente se habían metido en una de esas cabinas de cuatro por un dólar que encuentras en los centros comerciales; el pelo de la señora Bernstein estaba teñido y llevaba pendientes que colgaban. Los crios, un chico y una chica, habían escogido claramente a Daniel el Travieso como su héroe. Bernstein se parecía a Bernstein, excepto que tenía la cabeza llena de un pelo marrón muy bien cortado y perfectamente peinado.
—¿Dijo hace una semana? —preguntó Harry.
—Sí —dijo Bernstein—. Bueno: una semana y un día. Nos la hicimos la tarde que compré la peluca, ¿sabe? Todos éramos felices, nadie mataba a nadie. Parezco diez años más joven.
—¿Y después?
—Y después no lo sé. Toda la semana es una gran mancha amarilla. Me fui a dormir como un contable y me desperté como el asesino del zodiaco. No lo sé. Siempre había sido un tipo muy tranquilo; lo más violento que hice alguna vez fue poner peces en el depósito de gas del director.
—¿Sabe algo, señor Bernstein? —dijo Harry Ballentine, levantándose—. Le creo. Y voy a defenderle con lo mejor de mi talento. Voy a trabajar día y noche para usted, incluso después de que mi madre diga: «Harry, apaga la luz: estás matando a tu padre».
—¿Cuántos ajás hasta ahora? —preguntó Murray Bernstein.
—Tres —dijo Harry—. ¿Por qué?
A causa de que no bebía café o fumaba cigarrillos (era un abogado, después de todo, no un investigador privado) tenía que tomar pastillas para mantenerse despierto. Beth Hollander, su ayudante, había cubierto su inmaculada mesa de despacho con los envases de forespán destinados a mantener caliente la comida rápida. Pero no había tomado nada; nunca se había sentido menos hambriento. Tan absorto estaba en el caso del señor Bernstein que sólo advertía las palabras que salían de los labios extraordinariamente sensuales de Beth Hollander, ni los mismos labios, ni la manera en que ella cruzaba y volvía a cruzar sus bien proporcionadas piernas, ni el suave susurro de sus medias de nylon, ni la forma en que le miraba, como si ninguna píldora del mundo pudiera refrenar el hambre de ella. Eran las tres de la madrugada. Se estaba cansando de ser sensual.
Harry estaba de pie e iba y venía por la habitación.
—Vuelva a leer lo que dijo la mujer de Murray.
Beth Hollander suspiró.
—Primero confirma que su marido es una persona sin carácter —dijo ella mirando a Harry como si estuviera hablando de él. Y luego citó—: «Murray era un buen chico hasta que compró esa peluca en Pelo Actual. Luego cambió».
—Siga.
—«No fue al trabajo al día siguiente, no podía separarse del espejo. Se quedó admirando lo guapo que estaba. Me susurró en francés, cosa que no hacía desde que estábamos en la universidad: el sexo es estupendo. Fue entonces cuando estuve segura de que algo iba mal».
—¿Estaba tomando alguna medicación? —se preguntó Harry, rascándose la cabeza—. ¿Podía estar siendo dirigido por extrañas ondas de radio a través de sus tramas? ¿Tenía un hermano gemelo? ¿Tenía problemas con la digestión? Tiene que haber algo. —Movió la cabeza y se paseó por la habitación. Luego miró el reloj—. Señorita Hollander, debería irse a casa —dijo, amablemente, mirándola por fin.
—Señor Bailentine —dijo ella—. Harry. —Era hora de mandar a paseo la prudencia, ¡caramba!, era casi la hora de desayunar. Hizo una pausa, dejó la declaración jurada que había estado leyendo, y se movió en el sofá; se levantó, puso la mano en la cadera derecha, alzó la barbilla e hizo un puchero—. Aquí estamos, los únicos en todo el edificio. Hemos pasado casi una noche entera juntos. ¿Ha pensado alguna vez en mí como una mujer?
—Señorita Hollander —dijo Harry, con los ojos ardiendo con resolución—. No puedo pensar en usted como en una mujer mientras que cada criminal tras los barrotes es una mujer. Quiero decir mientras cada barrote tiene una mujer, mientras cada mujer detrás de los barrotes… —Se hundió en una silla—. Estoy agotado —concluyó.
—¡Oh, de acuerdo! —dijo ella—. Quizá en otro momento.
Miró mientras ella pasaba andando delante de él hasta la oficina exterior, y se agachó a coger el diario de la tarde anterior que el chico había deslizado bajo la puerta de la oficina.
Dio un grito.
Harry se precipitó a su lado y cogió el diario. «Otros dos abogados muertos; asesino cogido», leyó en los titulares, justo al lado de una foto de un hombre calvo, de apariencia dócil, llamado Floyd King. Perplejo y escandalizado, Harry dio la vuelta y volvió a su oficina, seguido por Beth Hollander, que obviamente estaba en un estado de bastante excitación. Escudriñó el articulo, leyendo fragmentos en voz alta:
—El jefe de policía Martin Hanson dice: «Si estos asesinatos no paran, habrá serios disgustos».
Tiró el diario al suelo con rabia y lo pisoteó.
—Cinco abogados muertos… Floyd King… Murray Bernstein… infierno que pagar… abogados… asesinos calvos…
Se paró mientras las claves empezaban a cobrar forma; en su mente vio algo como un erizo muerto.
—¡Pelucas infernales! —gritó—. ¿Entiende? ¡Una peluca psicópata! Señorita Hollander, ¿qué diría si le dijera que soy un genio?
Harry tomó dos Dexatrim más, bebió un vaso de zumo de naranja, y hacia las nueve había logrado acordar un encuentro con su cliente y Floyd King. Se quedó mirando las pruebas de su teoría mientras ambos hombres se sentaban en un banco, la luz de una bombilla que colgaba reflejándose en sus cabezas calvas.
Inclinándose, como había visto que Perry Masón hacía muchas veces, preguntó:
—¿Por qué lo hizo, Floyd?
—No lo sé, señor Ballentine —se sinceró Floyd King. Era un hombre patético y gordinflón con dedos como pequeñas salchichas—. No haría daño ni a una mosca. No, espere un momento, eso no es verdad. —El corazón de Harry siempre se alegraba por una estricta consideración de la verdad—. Me deshice de una de esas pegajosas moscas que dan vueltas el pasado verano…
—Así, ¿qué le hizo dar él gran salto de cazar moscas a ventilar los sesos de los abogados? —preguntó Harry, ahora cercándole—. Sólo dígame todo lo que sucedió.
—Me levanté —contó Floyd—. Comí mi trigo hinchado. Me puse la peluca.
—De acuerdo —dijo Harry—. Se puso la peluca. Hábleme de la peluca.
Todo tiene sentido, pensó Harry, en su camino a la habitación de objetos personales de la prisión. Ambos hombres habían sido calvos durante años y se habían resignado a su calvicie. Ambos se habían parado en seco en la acera delante de Pelo Actual al ver una peluca que parecía atraerlos. La que ambos habían visto era una cabeza con pelo tan bien proporcionada, tan perfectamente compuesto, tan real que hizo que cada uno de ellos entrara en la tienda y sacara la cartera. Ambos habían experimentado una psicòtica transformación del carácter después de ponerla en sus cabezas. Ambos lo volverían a hacer por los sentimientos de placer y poder que la peluca había despertado. No era una peluca corriente.
El guardia se estaba cansando de Harry: lo podía ver por la manera que el hombre arrastraba los pies y reía burlonamente.
—Buen hombre —dijo Harry—. ¿Podría darse prisa? Es un asunto de vida o muerte.
El guardia bajó la caja de los bienes de Floyd King y se la dio a Harry, que comprobó el contenido de la lista.
—¿Esto es todo? —preguntó.
—Esto es todo lo que hay —aseguró el guardia.
—¿Está seguro?
—De acuerdo, de acuerdo —indicó el guardia, sacando de su bolsillo un billete de cinco dólares—. Lo he cogido prestado de ese tipo. Crucifíqueme.
—Aquí dice que hay una peluca en esta caja —señaló Harry, enseñando la lista al hombre.
—Me está tomando el pelo postizo —dijo el hombre.
Harry encontró dentro un sobre de papel, rasgado y sacó un solo pelo marrón.
—Tráigame las cosas de Murray Bernstein —exigió.
Tampoco había peluca alguna. Un sobre de papel rasgado con un solo pelo marrón. Harry levantó los dos pelos y los miró de lado. No era un experto, pero podía reconocer dos pelos idénticos.
Incluso mientras ellos estaban allí, la peluca intentaba otra emocionante escapatoria. Después de su encarcelamiento en un sobre de papel, después de la masacre de Bernstein, había tratado de rasgarlo para librarse y deslizarse hasta el hormigón del vestíbulo, permaneciendo claramente a los pies del guardia, quedando como una gran bola de pelusa marrón, como crin de un antiguo fleco de colchón, incluso como la carne del cocido.
Ahora se movía a trompicones como una oruga, levantando el trasero, estirando su parte delantera hacia delante, dejando su parte natural sin tocar. Pronto empezó a jadear en cortas boqueadas como un roedor y tuvo que parar para recobrar el aliento; de esta manera solía pasear, la peluca estaba horriblemente deformada. Se agachó en un rincón, tan discretamente como le fue posible, evitando un par de grandes zapatos, abrillantados con saliva, que pasaron corriendo.
De esta manera hizo su camino hacia la puerta de la prisión. Como antes, el guardia que vigilaba los monitores para alguna señal de fuga estaba comiendo y no vio la bola de pelo mientras corría a través de una de las pantallas de televisión; justo fuera de eso estaban las barras sobre las que el letrero decía «Abandonad la esperanza todos los que entréis aquí». Mirando a la derecha, luego a la izquierda, la peluca acumuló valor y resbaló por las barras. Inmediatamente el sistema de alarma de la prisión sonó y el pelo de la peluca se erizó. Una voz eléctrica empezó a repetir:
—No hay oportunidad de escapar. Renuncie y todavía puede tener privilegios conyugales.
La peluca se mantuvo muy inmóvil, y después empezó a moverse tan rápidamente como pudo, como un plumero enloquecido, saliendo disparada y deslizándose entre el golpeteo de pies que la alarma había puesto en movimiento. Finalmente supo que la humillación era su única oportunidad. Encontró un par de zapatos cuyo propietario estaba relativamente inmóvil y empezó a gimotear y a restregarse contra los tobillos del guardia.
Había poca luz y el guardia estaba distraído por el alboroto. Despistadamente, se agachó y dio unas palmaditas a la peluca.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó—. Vamos, sigue. Márchate.
Con el zapato dio un golpe a la peluca, abrió una última puerta de madera que daba al patio de la cárcel, y la empujó fuera.
«Libre por fin —pensó la peluca—. ¡Je, je, je!»
El jefe de policía Martin Hanson se lo estaba pasando muy bien; había soñado alguna vez con ser un actor que contaba chistes, pero apenas nadie se había reído de él todavía y trataba de ser un compañero ingenioso.
—¿Espera que crea que una peluca es la responsable de esos asesinatos? —dijo a Harry Bailentine—. ¿Y quién fue el responsable de la matanza del día de San Valentín, un sujetador relleno? ¿Charlie Manson es en realidad una faja disfrazada?
—Lo lamentará —dijo Harry—. Si ese pelo vuelve a matar…
—Parece que tenemos quebraderos de cabeza, ¿entiende? Estamos a la cabeza de las desgracias —declaró Hanson y se partía de risa. Miró al lugarteniente Jason Childress, un tipo avergonzado, para ver si se estaba riendo—. Esto es bonísimo —dijo—. No me había divertido tanto desde que Jason se cogió el pene con la cremallera.
Jason no se reía. Tampoco Harry.
—Entonces, supongo que no puede ayudarme a capturarla, ¿verdad? —preguntó Harry.
—No —dijo Hanson—. Pero le ayudaré a peinarla. ¿Cree usted que ésta es una condición permanente?
—Jefe —dijo Harry.
—Le digo lo que haré —aseveró Hanson—. Le presto algunos de mis hombres más altamente entrenados y déles órdenes de sacar una red para el pelo.
—¡Adelante y ría, jefe! —dijo Harry—. Pero mientras hablamos, una peluca asesina está acechando las calles de esta ciudad.
—Es una historia que pone los pelos de punta, señor Ballentine. ¡Espeluznante!
—No me cree —dijo Harry a Beth Hollander—. ¿Ha tenido más suerte?
—He hablado con el propietario de Pelo Actual —explicó Beth Hollander—. Que recuerda muy bien. El pelo era francés; pertenecía a una pobre mujer de Niza que fue acusada de asesinato. Era pobre y tuvo que vender su pelo para pagar al abogado, un estafador que cobró «tarifas razonables». El tipo no hizo nada para ayudarla. El día de la ejecución, un hombre confesó.
—¿Quiere decir que ella era inocente? —inquirió Harry—. ¿Que fue culpa del abogado?
—Esa peluca está vengándose —dedujo Beth Hollander.
—Pero esos abogados no la traicionaron —dijo Harry—. Esto no es Francia; es América.
—No dejó herederos —continuó Beth Hollander.
La peluca fue moviéndose a sacudidas por la acera delante de Pelo Actual, esperando que la tienda abriera. Vio a un jovial hombre calvo de mejillas sonrosadas andando arriba y abajo del escaparate principal, con la clara intención de comprar. Por un momento pensó en llamarle «Monsieur» o de otra manera para llamar su atención, pero después se dio cuenta de que no deseaba estar en la cabeza de alguien que había encontrado una peluca en el arroyo. Luego vio los zapatos de Mitchell Crouse, el hirsuto director de Pelo Actual. Estaba silbando y agitando las llaves en el bolsillo.
La peluca vio cómo el futuro cliente se marchaba, queriendo evidentemente aparentar indiferencia. Crouse abrió la puerta y la peluca, sin perder un momento, se metió dentro. Mientras subía arrastrándose al mostrador, tirando una peluca sintética de la primera cabeza del escaparate, y se arreglaba ella misma de una manera atractiva, el hombre calvo entró en la tienda.
En un segundo, Mitchell Crouse estaba con él.
—¿Puedo ayudarle? —le preguntó.
—En realidad, sólo he venido a mirar —dijo el hombre.
—No hay obligación de comprar —repuso Crouse melosamente—. De hecho, incluso la puede alquilar, si simplemente desea volver a experimentar la sensación de tener pelo durante un tiempo. Ahora, ¿por qué no se sienta aquí y vemos qué podemos hacer por usted? —La peluca miraba mientras Crouse recorría con sus dedos la coronilla del hombre—. Tiene una hermosa superficie aquí para futuro pelo.
El hombre se levantó.
—La idea de pegamento en la cabeza me repugna —declaró.
—¿Señor…, eh? —dijo Crouse.
—Monroe —contestó el hombre—. Cliff Monroe.
—Señor Monroe —empezó Crouse—, eso es lo que todo el mundo teme al principio. Pero no se siente nada de nada, es como una segunda piel. Ahora vamos a ver si podemos hacerle parecer veinte años más joven. —Se volvió hacia el escaparate.
La peluca se preparó, levantándose ligeramente de la cabeza de muestra hacia los dedos de Crouse. Pero el sinvergüenza cogió otra, hecha de Pelo Milagroso, y la puso como una corona en la testa de Cliff Monroe.
—Fabuloso —arrulló—. Una adaptación perfecta. Esta pieza parece haber sido hecha para su cabeza. El parecido con Tyrone Power es asombroso.
Monroe hizo algunas muecas y se hundió en la silla. Con indecisión alargó la mano hacia la peluca, después dejó caer la mano.
—Yo no… ¿Es pelo de verdad?
—Una réplica exacta. Es más real que el verdadero. Hecho del mismo material que las piezas del transbordador espacial.
—Preferiría tener pelo de verdad —indicó Monroe.
—Creo que acabo de vender la última. No. Espere un momento —dudó Crouse. Se volvió hacia el escaparate y vio la peluca que ahora enviaba ondas de encanto francés en dirección de Monroe—. ¿De dónde sales? —le preguntó.
—¿Qué? —inquirió Monroe.
—No, nada —repuso Crouse, tranquilizadoramente—. Después de todo, tengo algo en pelo verdadero. De Francia. El país del amour.
Colocó la peluca en la cabeza de Cliff Monroe y ésta empezó a trabajar.
Acarició con suavidad el cuello cabelludo de Monroe y sutilmente cambió sus contornos. Ante sus propios ojos, Cliff Monroe se convirtió en un hombre guapo. Se sentó con una expresión de profunda emoción en su cara. Esta vez sus manos tocaron su nuevo cuero cabelludo con reverencia.
—No lo puedo creer —exclamó—. Me quedo con ésta.
«¡Ah! —pensó la peluca—. Es hora de acabar con la abogacía».
Harry Ballentine daba bandazos a través de las calles en su Volkswagen escarabajo del 67; sabía que no había tiempo que perder. Si Bernstein y King habían comprado la misma peluca en Pelo Actual, entonces de alguna manera la peluca asesina regresaría allí. Chirrió al pararse al lado de la tienda, saltó del coche y entró corriendo, con los ojos extraviados y respirando con dificultad. El hombre que estaba detrás del mostrador levantó las manos y dijo:
—¡No dispare! Sólo hay veinte dólares en la caja.
—Estoy buscando una peluca —explicó Harry.
El hombre bajó las manos y miró con desdén el cuero cabelludo del intruso.
—¿Puedo ver por qué? Esa que lleva usted…
Harry sacó un sobre de papel y alargó a Crouse dos hilos de pelo.
—¿Significa algo para usted esto?
La cara de Crouse se relajó mientras cogía lo que Harry le ofrecía.
—Me parecen familiares —dijo Crouse.
—¿Tiene alguna peluca hecha de algo igual a esto?
—Espere un momento —repuso Crouse—. Espere sólo un momento. En realidad acabo de vender…
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Harry—. No hay tiempo que perder. ¿Sabe el nombre del comprador? ¿Lo sabe? Bien. Localícele, vaya a su casa, a su lugar de trabajo. No hay tiempo que perder. Yo trataré de investigar la próxima víctima.
—¿Qué está usted diciendo? —inquirió Crouse—. Yo sólo le vendí la pieza. Nunca hago pruebas complementarias. De todas maneras, tengo que ir a una exposición esta mañana. Lo último en la moda para el cuero cabelludo.
—Escúcheme —le explicó Harry—. Mientras esta peluca vaya por nuestras calles, ningún abogado está a salvo. Todo nuestro sistema legal depende de la detención de una peluca retorcida por el rencor. Si vuelve a matar, caerá sobre su cabeza.
—¿Quiere un vaso de agua? —balbució Crouse.
La peluca en cuestión estaba camino de la oficina de David Zahl, abogado. Era el último abogado vivo de la ciudad que anunciaba «tarifas razonables». Después de él no había límite; la peluca no podía irse hasta que cada abogado cruzado, rayado, hablando con segundas en el área metropolitana estuviera muerto.
Cliff Monroe, con una pistola en el bolsillo y el asesinato en su mente, abrió la puerta de la oficina de Zahl. Detrás de una mesa barata de oficina, vistiendo un sencillo traje, estaba sentado Zahl en persona; hablaba con un hombre de mediana edad algo sobrado de peso.
—Sí —decía el señor Zahl—. Es su testamento. Puede dejar lo que quiera a los peces de colores del mundo.
—¿Es usted Zahl? —preguntó Cliff Monroe—. ¿Afirma tener tarifas razonables?
—¿Quién es usted? —preguntó Zahl, repentinamente nervioso—. ¿Es del departamento de Mejores Negocios?
—Soy un asesino —declaró Cliff Monroe.
—Lo siento —repuso Zahl—. No quiero más clientes.
—Debo irme —se acordó el hombre que estaba con Zahl—. No tengo planeado usar mi testamento hoy.
—No se muevan —indicó Monroe, sacando la pistola del bolsillo y agitándola entre Zahl y el otro hombre. El sonido de unas pisadas corriendo le distrajo por un momento; estaba aún más distraído cuando la puerta se abrió de golpe y un Harry Ballentine con la cara enrojecida y jadeando entró dando traspiés. Monroe se dio la vuelta y apuntó a Harry—. ¿Quién es usted? —gruñó.
—Suelte eso, señor —le explicó Harry—. Yo no tengo pelos en la lengua. Sólo quiero…
Señaló la cabeza de Monroe, donde la peluca había resbalado hacia atrás y cayose al suelo.
—¿Cómo nos encontró? —gritó la peluca.
—Simplemente —dijo Harry—, me esforcé en pensar como una peluca francesa. Es algo que nos enseñaron en clase de agravios.
—¿Usted es abogado? —preguntó Monroe, brillándole los ojos.
Harry dio un paso atrás.
—En realidad no —respondió—. No, en absoluto.
—De acuerdo —apremió Monroe—. ¿Cuál de ustedes quiere morir primero?
—Yo puedo esperar —añadió Zahl—. Dejemos que sea él el primero.
—Entonces es usted —señaló Monroe, apuntando con la pistola a Harry.
Harry tenía que pensar rápidamente, pero ya lo había hecho antes. Le indicó una mancha en la desteñida alfombra.
—¡Mire! —gritó.
Cuando todos miraban, cogió una lámpara y trató de hacer pedazos la peluca, pero ésta se deslizó antes de que pudiera aplastarla. Todo lo que alcanzó fue a Cliff Monroe, que inmediatamente se desplomó en el suelo.
Más tarde, cuando contaba la historia, hacía una pausa aquí y, con pesar, incluía su único y más grande error en todo el caso; cuando irrumpió en la oficina de Zahl había olvidado cerrar la puerta. En la confusión que siguió a la lámpara, la peluca, en plena fuga, había salido de la oficina, bajado al vestíbulo y metido en un ascensor antes de que Harry hubiera reaccionado.
Las puertas del ascensor se cerraron sobre su mano, que retiró con un grito de dolor. Luego miró los números subiendo hasta que se pararon en el salón de baile; subió corriendo los tres tramos de escaleras, ahora jadeando del todo.
Cuando abrió de un empujón las puertas dobles del salón de baile, se encontró con una exposición de moda. En una pista, un maestro de ceremonias estaba rodeado de modelos. Uno sostenía una tabla de surf y doblaba los pectorales; otro iba vestido como un mercenario y esgrimía una ametralladora. Cerca de él había un playboy en pijama de seda y un leñador, un tipo forzudo con una gran barba, con una chaqueta escocesa roja y blanca y un hacha.
Cerca del maestro de ceremonias había un cartel brillante que ponía «Pelucas Alfredo».
—Vamos a lanzarlas al mercado y a extenderlas por todo el mundo. —El maestro de ceremonias gritaba a las modelos dando vueltas y vueltas, moviendo sus cabezas a izquierda y derecha—. No importa cuál sea vuestra clientela. Alfredo tiene una peluca adecuada para ti. Una peluca con estilo, con algo especial, con aire, con savoir faire, con suavidad.
Harry se apoyó en la pared; su corazón latía violentamente. La habitación estaba llena de hombres, algunos con pelo, otros sin él. Uno con una cabeza de asesino. Los camareros pasaban entre ellos llevando bandejas de plata con tapaderas, instalando un bufet en la parte más alejada de la habitación.
—La calva está pasada de moda —gritaba el maestro de ceremonias—. Mejora, América, con una peluca de Alfredo. Puedes, ducharte, nadar o pilotar un avión con una peluca de Alfredo. Hecha del más fino y resistente al fuego politrel —decía, quitando con rapidez la peluca al leñador—. Tan real que Dios desearía haberlo hecho. Aquí, por ejemplo, el Tuf E Nuf, para aquellos que tratan sus cabellos con aspereza. Perfumado con cedro, este producto es tan fuerte que sacaría al Queen Elizabeth 2 de su dique seco. Intenta quitarla, Woody.
Se la devolvió al leñador, que intentó inmediatamente rasgarla con sus manos.
Harry Ballentine tenía que empezar por algún sitio, así que intentó coger el pelo del hombre más cerca de él. Se desprendió con facilidad, y Harry lo mordió, le dio una paliza sin suerte; pero no era la que buscaba. Yacía allí en el suelo patéticamente, sin nada de vida en ella. Su sobresaltado propietario se volvió mientras Harry se dirigía al siguiente. Desafortunadamente, el pelo de este hombre crecía normalmente en su cabeza. Cuando él se volvió, su cara estaba pálida de rabia, y Harry se agachó mientras un puño golpeaba por encima de su cabeza y chocaba con la mandíbula de un tercer hombre.
La pelea se extendió por todo el salón. Harry se dio cuenta dé que el sitio más seguro para estar era en el suelo, mientras los puños volaban por encima de él. Anduvo a cuatro patas, esperando que la violencia dejara libre la maldita peluca y cayera en sus manos, que la esperaban; tenía un cortaplumas, un manojo de llaves, los dientes.
—¡Ayuda, asesino, policía! —entonó el maestro de ceremonias mecánicamente sobre el sistema de megafonía.
Las pelucas volaban como trozos de papel en un día de viento. Harry las cogía una tras otra, primero dándoles navajazos, después mordiéndolas fuertemente. Todo lo que obtuvo por sus molestias fue una bocanada de aire.
Luego, de repente se encontró frente a un zapato con cordones gruesos y ojetes de metal de un par de flamantes botas de trabajo plantados en ángulo recto ante él. Levantó la vista lentamente, a lo largo de dos piernas vestidas de marrón, hasta una chaqueta escocesa roja y blanca, una espesa barba, una boca sonriendo de una manera extraña, un par de ojos relucientes y, colocada en lo más alto, como el nido de un terrible pájaro…
Harry gritó mientras el leñador le cogía y le levantaba:
—¡Un abogado! —chilló el leñador—. ¡Árbol va!
Harry se agitó y pataleó, tratando de agarrarse a la parte más alta de la cabeza del hombre, peto sus brazos no eran tan largos como los del leñador y continuó golpeando el aire. Sintió que los brazos del hombre se echaban hacia atrás para el lanzamiento, y fue bajado sólo un poco, lo suficiente para asegurar su presa. Quitó la peluca de la cabeza calva del enorme hombre y de inmediato, desconcertado y turbado, el hombre dejó caer a Harry.
Pero ¿había perdido sus fuerzas Harry? Cayó al suelo con un ruido sordo que retumbó y él y la peluca dieron vueltas y vueltas, él tratando de estrangular aquella pequeña cosa peluda y la peluca haciendo lo que podía por meterse en la boca de Harry y asfixiarlo hasta morir. Daban vueltas entre las piernas de los hombres que caían sobre ellos como árboles talados. Finalmente Harry y la peluca rodaron hasta una de las mesas del bufet. Harry alargó la mano, cogió una tapadera caliente de plata pesada y la cerró de golpe, atrapando a la peluca, que aporreó la parte interior de la tapadera hasta que, exhausta, finalmente se quedó quieta.
—¡Te cacé! —susurró Harry Ballentine—. Llamen a la policía.
Después de que la entrevista en las noticias y la reunión personal con el alcalde, después de que el panegírico de los compañeros y socios cesaron de fluir, Harry llevó a Beth a la cárcel a ver la peluca, ahora presa en una caja transparente. Estuvieron mirándola hasta que Harry dijo:
—¿Sabe, señorita Hollander? De una manera disparatada siento compasión por algo encarcelado sin beneficio o representación.
Después, finalmente, la besó.
El jefe de policía, con una disculpa en los labios, manifestó:
—Bien, señor Ballentine: supongo que debería haberle creído. Usted es un buen hombre y merece esta victoria. El que ríe el último ríe dos veces. ¡Je je je!
Harry Ballentine dijo:
—Nunca me reiré, jefe, hasta que encuentren una palabra menos embarazosa para el sistema penal.
Aquí termina la historia, más o menos. Excepto que a última hora de la noche, un policía calvo, llamado oficial Schmidt, que estaba de guardia, y la peluca, con su más agradable encanto francés…
Donde hay peluca hay camino.