Una copa más

Puedo contar un cuento increíble sobre el mejor de ellos, pero puedo jurar por todo lo sagrado que esto sucedió; es la pura verdad, de la primera a la última palabra, así que Dios me ayude. Corría 1934, en el sur del Bronx, y el invierno era terrible en Nueva York. Los tiempos eran malos, la gran depresión. Yo era afortunado por tener un trabajo, aunque fuera de barman en Maroni’s. Mucha gente no tenía tanta suerte.

Tony, el propietario, no era un mal tipo, sólo estaba preocupado por poder subsistir. Ese lugar había sido un despacho de bebidas clandestinas sólo un par de meses antes, y aunque vender bebidas alcohólicas ahora era legal, Maroni’s era todavía un lugar sórdido. La mayor parte del tiempo yo lavaba vasos, barría el suelo, decía a los asiduos que no había más crédito y gritaba a la gente vestida de rojo del Ejército de Salvación.

Él, ¿quién podía censurarle?, venía cada tarde para librarse del frío. Había escogido la pequeña esquina barrida de nieve, justo al lado de la puerta del bar, y oíamos el monótono sonido de su campana como el toque de muertos, sin cesar.

¿Quién podía censurar a quién? Ninguno de nosotros tenía un céntimo: Daniel McLaren, que trabajaba de vendedor en unos tiempos en que nadie compraba; Francis Pearse, un empresario de pompas fúnebres con muchos cadáveres y sin nadie que le pagara por su arreglo apropiado. Y yo, que trabajaba en parte por las propinas, aunque no eran lo que se podría llamar abundantes. Tony estaba tan preocupado que empezaba a marcar con tiza las botellas y a compararlas con los recibos del día. Empezó a mirar cada bebida que yo servía y yo era un primo con un corazón de oro. Era duro para un hombre.

Era un viernes por la tarde, a fines de diciembre, la peor época del año, cuando todo empezó. El trabajo de la semana se había terminado, con nada menos que dos largos días por delante para pensar cómo la Navidad estaba justo a la vuelta de la esquina y nosotros sin dinero en los bolsillos. Francis estaba sentado en la barra, con las manos cruzadas; Dan no había llegado todavía; Mike Malloy, un viejo borracho de sesenta y muchos años, estaba roncando, boca abajo, en un charco de cerveza. Levantó la cabeza, rió como sólo una persona completamente borracha puede reír y se desplomó con un ruido sordo.

El ruido que hizo llamó la atención de Maroni.

—Pregunta al caballero si quiere una copa —dijo; resoplé y no me reí.

Fue entonces cuando se abrió la puerta y el tipo del Ejército de Salvación entró. Antes de que pudiera decir una palabra, le espeté:

—Ya damos a la oficina.

—¿No quieren ayudar a los que están peor que ustedes mismos? —inquirió.

—Seguro —repuso Tony—. Siéntese y caliéntese. Luego venga a comprobar este inventario. Todas las bebidas gratis que estos tipos me han estafado; no hay nadie que esté peor que yo.

Al cabo de un rato oí la lúgubre campana tocando fuera de nuevo.

Tony volvió a su trabajo, examinando el whisky de centeno, y Francis me miró de una manera suplicante. Como dije, yo era un tipo blando. Pero también tenía ganas de divertirme. Tan tranquilo como pude, serví un trago de whisky y lo dejé en la barra, solo. Cuando Francis alargó la mano para cogerlo, yo lo aparté y le exigí:

—Veinticinco centavos.

Él retiró la mano y me miró como si yo fuera un perro que le acabara de morder.

—De acuerdo —masculló, dando palmadas a su traje, bolsillo por bolsillo.

McLaren llegó justo entonces, se quitó él abrigo y pidió una bebida.

—Gracias, Joe —dijo.

Pero yo se la alejé de él también. Era como un juego de feria, sólo que mejor; mi mano era más rápida que las suyas.

—Veinticinco centavos —le exigí también a él.

Mientras tanto, Francis se estaba palpando arriba y abajo como si fuera un poli cacheándose a sí mismo. Después se encogió de hombros y dijo, oigan esto:

—¡Ah, buen barman! Dejadle beber y olvidad su pobreza, y recuerda sólo su miseria. —Esto hizo que hasta Malloy abriera los ojos—. Proverbios treinta y uno, versículo séptimo —recitó Francis.

Realmente era un buen católico.

Dan tenía también un aspecto miserable, más de lo normal. Hurgaba en sus bolsillos buscando un cigarrillo y vi que sus manos temblaban.

—¿Cómo crees que se siente uno al ir a casa con tres críos y una mujer y sin dinero en la cartera? —entonces señaló hacia mí— no sabes nada de esto.

Era verdad: yo no estaba casado.

—Ver esos jóvenes ojos brillantes empezando a marchitarse de desesperación… —dijo—. Navidad a la vuelta de la esquina y no les puedo ofrecer nada; ni siquiera veinticinco centavos para ver una película. Todo lo que puedo hacer es sonreír y animar sus esperanzas. —Estaba empezando a molestarme; mis mejillas se estaban tensando como cuando me emocionaba—. Por favor, dame esa copa, Joe. Me ayuda a mentir. Es todo lo que tengo en este momento.

Podía sentir que Tony me miraba, pero empujé la copa a McLaren de cualquier manera.

—Quítalo de mi sueldo —casi le grité por encima de mi hombro.

Incluso Malloy estaba impresionado con esto, lo suficiente como para salir de su estupor y golpear sobre un taburete del bar, que cayó al suelo con estrépito. Así era él.

Pero ¿ves lo que consigues cuando eres amable? En seguida Francis empezó:

—Yo entierro a todos los rufianes baratos y rateros del Bronx, y cuando voy a cobrar, hay una viuda desvalida ofreciéndome su cuerpo patético o algún enfermo gamberro callejero quiere atracarme. Me deben mucho, fuera de la caridad de mi propio corazón, déjeme decírselo.

Desde el suelo apareció Mike Malloy. Tenía un don para las poesías que se aprendía de memoria; incluso cuando estaba casi inconsciente podía hacer que pareciesen bonitas:

Preocuparse por el terrible sino de la vida

o lamentarse por lo que es,

sólo traerá desesperación y odio

porque la muerte está donde vive la justicia.

Eructó, dio una sacudida hacia delante y puso ambas manos en la barra. Con una risa borracha preguntó:

—¿Cuál es el camino, querido, para ir al retrete?

—¿No lo sabes todavía? —gruñó Maroni—. Mereces mearte en los pantalones.

Malloy titubeó.

—En mejores tiempos, te invitaría a una copa, Francis —declaró Maroni—. Eras un buen cliente. —Suspiró profundamente, quizá queriendo decir: «¿Sabes? Un poco de dinero no nos haría daño a ninguno de nosotros. Pero no conozco a nadie estos días que lo tenga fácil».

Desde el retrete la voz de Malloy se alzó sombríamente, una canción de borracho.

—Hice un funeral el otro día —explicó Francis—. Ese tipo llamado Al Compinari. Su esposa le dejó vivir con Toots O’Connor. Después ella averiguó que tenía un contrato con su marido. Estaban todavía legalmente casados, ¿saben? ¿Así qué hizo ella? Se hizo un seguro de vida fuerte y cuatro días más tarde se convirtió en una rica viuda afligida cuando Compinari fue atropellado accidentalmente por un camión.

Del retrete llegaba el ruido de una puerta golpeando y a Malloy tosiendo con sus pulmones tuberculosos.

Era una buena historia; todos estábamos escuchando. Dan dijo:

—Parece una buena manera de ganar irnos pocos dólares. El tipo tenía que morir de todas maneras.

—¡Ella podría habérselo dicho! —explotó Francis—. Él podría no haberla palmado.

Maroni, más realista, intervino:

—Seguro que ella está ahora mucho mejor.

—Ni siquiera le compró una caja decente. Simple pino, sin tapicería, la más barata. Lo sé —indicó Francis, golpeándose el pecho.

—No veo nada malo en aprovecharse de una pequeña información confidencial —dije—. Ninguna razón de emplear las ganancias inútilmente.

Francis me miró como si fuera una serpiente; Dan aprobó con la cabeza, pero era el único al que le daba bebidas gratis.

Así que Malloy volvió, zigzagueando, tosiendo y cantando una canción que no había oído antes.

He visto el funeral de mis esperanzas

enterradas una a una;

ni una lágrima se derramó, ni una palabra se dijo.

La solemne tarea estaba hecha.

—Cállate, Malloy —dijo Tony. Como si fuera una señal, Malloy eructó y cayó al suelo. Tony sacudió la cabeza, en verdad afligido—. La mayoría de los vagabundos que andan rondando por aquí se van a morir. Malloy está tratando de beber hasta morir desde hace años. Probablemente lo logrará también, en especial con este tiempo.

Siempre profesional, Francis miró a Malloy como si estuviera a punto para embalsamarle.

—Pero no cuentes con él para tener dinero con que pagar el funeral —le echó en cara Francis—. Será como todos los otros.

—Esto es verdad —terció Maroni—. Su mujer está muerta, no tiene amigos. No encontrarás a nadie que se preocupe lo suficiente por él como para pagar el funeral.

Francis recitó:

—«Una vida inútil es una muerte temprana». Goethe.

El muy presumido.

—La única manera de pagar el funeral del pobre borracho —sugirió Tony, tamborileando los dedos en la barra y mirando a Malloy— sería un seguro de vida.

Primero nos miramos unos a otros.

Después miramos a Malloy en el suelo. Durante un momento parecía que dejaba de respirar, pero luego pudimos ver algunos pelos de su bigote moviéndose, y su barriga subiendo y bajando un poco. Todos nosotros estábamos llenos de alegría, déjenme explicarlo: todos pensábamos en Malloy de pronto con nuevo afecto.

Estaba fregando vasos aquella noche cuando Dan llegó, satisfecho de sí mismo, como si sólo él fuera afortunado. Malloy estaba sin conocimiento en la barra y Francis miraba fijamente el papel de empapelar, lejos, en alguna parte de la tierra de los borrachos.

Como si fuera el dueño del lugar, Dan se sirvió una copa, pero Tony, que entraba por la parte de atrás, no dijo una palabra, porque ahora todo había cambiado. Malloy volvió a la vida al oír el sonido del licor siendo vertido y dijo con una pronunciación incomprensible:

—Amable señog. ¿Quiegue compagtir un poco de líquido mágico con un pobre viejo que ya no estagá mucho tiempo en este mundo?

O alguna tontería parecida.

—Claro, por supuesto, señor Malloy —dijo Dan generosamente, salpicando alguna ginebra barata en un vaso.

Después sacó algo del bolsillo de su chaqueta; el crujido del pergamino de tamaño legal sacó al viejo Francis de su trance.

—¿Cómo puede ser? —dije yo.

—Malos tiempos, hermano —se lamentó Dan—. Puedes tener mucho por un poco. —Se volvió a Malloy, que miraba fijamente el remolino de ginebra y hielo como si agarrase un clavo ardiendo—. ¿Señor Malloy? —dijo Dan, tan humilde y respetuoso como pudo—. Tengo aquí para el alcalde una solicitud de protesta por las abominables condiciones que han de soportar los pobres niños huérfanos en las fábricas donde los explotan en Nueva York. Estaría muy agradecido si la firma y me ayuda a dejar que nuestras voces se oigan.

Malloy le miró cuidadosamente, como tratando de apuntar con la culata de una pistola.

—¡Oh, los pobres picaros! Señog McLaren, estaguía org… gug… orgulloso, si sólo me señala dónde. No puedo ver muy bien, usted me entiende.

—Firme aquí —indicó Dan, dando a Malloy una pluma y señalándole la línea de puntos donde decía «Asegurado». El viejo garabateó su nombre y Dan de repente sacó el formulario de debajo de él y lo agitó en el aire, para que la tinta se secara—. Gracias, señor Malloy; los huérfanos le dan las gracias.

—Egues bien venido, buen hombre —dijo Malloy—. ¿Puedo proponeg un brindis para celebraglo?

—Por supuesto —dijo Dan. Esta vez llenó el vaso tres cuartas partes—. Por los huérfanos —brindó.

Malloy levantó el vaso con las dos manos y bebió con avidez de un trago; luego cayó hacia atrás, como un árbol derribado.

Al momento que golpeó el suelo, Tony dijo:

—¿Lo conseguiste? ¿Lograste que lo firmara?

Con ostentación, Dan nos mostró la póliza; había la firma del pobre Malloy, como firmó su propia sentencia de muerte.

—¡Lo conseguiste! —gritó Francis.

—¡Chisss! —dijo Tony—. Despertarás a Malloy.

—No creo que tengamos que preocuparnos de eso —manifesté yo—. El tipo, después de todo, sólo había bebido una quinta parte de ginebra, poco más o menos.

—Está firmada, sellada y entregada —declaró Dan—. Considerando el cometido, nuestro agente de seguros muy prudentemente aplazó el examen médico. En el momento de la temprana defunción del señor Michael Clancy Malloy, todos nosotros seremos hombres ricos.

—¿Cuándo crees que será? —preguntó Francis.

—No soy médico —dijo Maroni—. Pero no puede durar mucho más tiempo. La idea de su hígado es suficiente para hacerte morir.

—Ha estado tratando de beber hasta morir desde que yo empecé —dije yo—. Y considerando nuestros recursos —aquí señalé a todas las botellas de Maroni brillando a la luz desde el espejo—, podríamos ayudar a nuestro amigo.

Después Dan, deportivo como era él, sugirió un brindis por Malloy y todos bebimos a su salud de una extraña manera.

La tercera semana de enero Tony estaba desesperado. Habíamos dicho a Malloy que tenía una cuenta y él la estaba llenando. Había cajas vacías de ginebra, de vodka, de whisky y de vino. Aunque dijimos a Tony que todos le reembolsaríamos por su ayuda con la bebida, en el fondo era el único con pérdidas.

Habíamos pasado mucho tiempo bebiendo con Malloy y todos nos sentíamos peor por esto. Dan tenía venas reventadas en sus mejillas y nariz, Francis había hecho tres funerales mientras estaba completamente borracho. Ahora Dan estaba inconsciente en la barra y Malloy volvía a por más, educado como el día que nació.

—Señog Maroni, señog —dijo—. ¿Podría un pobre hombre, como yo mismo, tomag otro trago?

Podía ver que Tony estaba a punto de estrangular al individuo mientras yo decía:

—Ciertamente, señor Malloy.

Ahora he visto borrachínes y he visto burdeles, pero nunca he visto nada parecido a Malloy. Ese hombre podía beber una caja de bebida alcohólica y todavía arrastrarse a la puerta. Vacié todavía una botella más en su vaso sin fondo.

—¡Dios te bendiga, Joe! —me dijo—. Afuera hace un frío teguible esta noche y un hombre necesita un poco de fogtalecimiento sólo de pensarlo. —Levantó el vaso hacia mí y preguntó—: ¿Pondrá esto en mi cuenta?

Lo tragó de un golpe, sonrió felizmente y se cayó de espaldas desde el taburete.

—Se me lo va a beber todo —gruñó Tony Maroni—. No lo puedo creer.

Entonces llegó Francis, negro como un cuervo de un funeral. Cuando vio a Malloy tumbado, su cara se iluminó, se precipitó sobre él y pegó su oreja en el pecho del borracho. Después se levantó y aseveró:

—No está muerto. —Eran las palabras más tristes que nunca pronunció.

—No —dijo Tony—. Pero nosotros estamos casi completamente destrozados. En las tres pasadas semanas se ha bebido veintisiete botellas de whisky de centeno, catorce botellas de vodka y cinco de whisky escocés. Cada vez que se desvanece estoy seguro que está muerto, pero él simplemente se levanta, pide disculpas y dice que está sediento.

—Ha de morirse pronto —aseguró Francis—. Necesito el dinero.

—¿ necesitas el dinero? Todos estaremos fuera en la nieve con el señor Malloy dentro de muy poco —dijo Tony.

—Quizá deberíamos darle sólo cerveza —aconsejó Francis—. Mi padre, Dios le tenga en su gloria, solía decirme que si das cerveza a un irlandés durante un mes, es hombre muerto. Un irlandés está forrado de cobre y la cerveza lo corroe. El whisky limpia el cobre y es su salvación.

—Tú sabrás —dije yo—. Pero no podemos esperar otro mes.

—¿Qué pasaría si corroyésemos sus conductos un poco? —preguntó Tony, verdaderamente tranquilo—. Quizá hemos sido demasiado amables con el señor Malloy. Quizá algo un poco más fuerte le aceleraría el camino.

—¿Cómo qué? —quise saber.

—Algún alcohol de madera —dejó ir Tony.

—Pero eso podría matarle —murmuró Francis, todo hipócrita.

—Francis —protesté yo.

Mientras tanto Tony iba al cuarto trasero.

—Pero… ¿eso no es… asesinato? —balbució Francis, realmente inocente.

—Por supuesto que no, Francis —dije, sirviéndole un trago, obsequio de la casa—. Mírale: ¿tú crees que notará alguna diferencia si está bebiendo alcohol de quemar o Jameson? —El buen empresario de pompas fúnebres empezó a mirar con resignación nuestros funestos métodos—. Además —continué—. Esto acelerará las cosas. ¿Entiendes? El dinero…

Francis miró a Malloy y recitó:

—«No está muerto, sino muñéndose, lo que es horrible». Fielding, mil setecientos cincuenta y uno.

Yo estaba a punto de dar un puñetazo a ese asno presumido cuando Tony volvió con el ceño fruncido.

—Sólo encuentro queroseno —dijo.

Francis se volvió pálido como una seta venenosa e incluso yo estaba estupefacto.

—Vamos a ponerlo dentro de esta botella —indicó Tony, inclinando la lata roja—. Lo pondremos en un poco de whisky —lo hice— para quitarle fuerza. —Le puso un tapón y lo agitó—. ¡El especial Malloy! —dijo.

Al oír su nombre, los músculos de Malloy empezaron a crisparse. Podía decir que estaría de pie y en la barra dentro de un minuto. Se incorporó, se frotó los ojos y dio un traspié.

Desperté a Dan, que sabía que no querría perderse esto. Tony llevaba un vaso grande hasta arriba con verdadera ceremonia.

—Gracias —dijo Dan, alargando la mano para coger el vaso—. ¡Qué bien me vendrá una copa!

La tenía casi en los labios cuando Tony gritó:

—¡No! —Y la apartó de él, salpicando la chaqueta de Dan.

—¿Qué clase de matarratas es esto? —dijo Dan—. Huele como quero…

—Esto es una bebida para el señor Malloy —interrumpí yo, y mi voz era realmente firme.

—Señor Malloy —empezó Tony, el espíritu del buen humor—. ¿Un pequeño refresco después de su siesta?

—¡Qué amable! —bisbiseó Malloy—. Estos caballegos son muy amables. —Levantó la copa para un brindis—. ¿No quieguen acompañagme?

Tony, Francis y yo dijimos un Nooooo como si nunca tomáramos eso, pero Dan, que todavía estaba mareado, se avino:

—Yo tomaré una copa.

—¡Oh no, Daniel! —dijo Tony, verdaderamente paternal—. Sabes lo que la parienta piensa de las bebidas fuertes en el aliento.

Dan miró a Tony como si estuviera a punto de perder los estribos, cogió la botella del Especial Malloy y se sirvió un trago.

Yo me quedé pasmado, pero Francis pensó más rápido y declaró:

—Yo tomaré una también. —Y se lanzó sobre la barra, tirando la botella y derramando la copa de Dan por el suelo.

—¡Idiota! —gritó Dan—. Mira lo que has hecho.

—No tiene importancia —dije yo—. Lo limpiaré en seguida. Señor Malloy, puede seguir sin nosotros.

Dan empezó a actuar como un sabueso, arrugando la nariz y olfateando.

—No les impogta si bebo, caballegos —continuó Malloy—. ¡A su salud!

Déjenme decirlo, Francis, Tony y yo estábamos pendientes de cada sorbo. Pero el viejo borracho sólo devolvió el vaso, chasqueó los labios y gruñó:

—Esto es el tónico.

—¿Otro, señor Malloy? —insistí yo, dispuesto.

—Le estaguía muy agradecido —dijo él. Detrás de la barra estaba sirviendo directamente de la lata—. ¡Apurar las copas! —indiqué, poniendo el vaso delante de Malloy.

—Esto es queroseno —insistió Dan finalmente, sumando dos y dos.

Malloy se tragó la segunda copa y sus ojos se cruzaron, su cara se volvió verde pálido, y se echó hacia atrás en el taburete como buscando algo donde apoyarse. Luego dijo:

—Absolutamente delicioso. —Y chasqueó los labios.

—Dale otra copa al señor Malloy —dijo Dan, metido en el espíritu de las cosas.

—Sí —afirmó Francis.

Yo ya estaba sirviendo. Esta vez la cara de Malloy se volvió blanca y sus labios dibujaron una mueca; sus ojos abiertos brillaban y parecían rojos como el fuego, como si el queroseno hubiera encendido algo dentro de él. Se levantó, se balanceó, se cogió el estómago y dijo:

—Estoy… un poco… magueado.

—Siento oír esto, señor Malloy —le dije—. Quizá un paseo rápido por el aire de la noche le aliviará.

—¿Sabes el frío que hace fuera? —notó Francis. Después recordó y declaró—: Frío suficiente para hacer circular la sangre.

—Sí —dijo Tony, como un doctor en medicina—. Un paseo por el aire nocturno puede ser la solución.

Malloy trató de hablar, pero no pudo; su lengua chasqueó un poco, pero sólo emitió ruidos sofocados. Dan le abotonó el abrigo, le puso los guantes y le cogió de un brazo. Tony dio la vuelta corriendo y le cogió del otro. Francis y yo nos pusimos los abrigos y nos unimos a ellos.

No fuimos muy lejos con Malloy —hacía demasiado frío y el viento rugía como un alma en pena—: sólo lo suficientemente lejos de Maroni’s para encontrar un hermoso montón de nieve bien grande. Desabrochamos la camisa de Malloy y la parte superior de sus pantalones para que tuvieran todo el provecho del aire nocturno, y le tumbamos suavemente sobre su espalda. Estaba nevando con tal intensidad que pronto tendría una fina escarcha blanca encima suyo.

—Apenas parece verdad, dejándole aquí así —dijo el viejo Francis, tristemente.

—Tienes razón —murmuré, y empecé a echar con la pala nieve sobre la barriga hinchada de Malloy.

—¿Qué estás haciendo? —gruñó Francis.

—¿Qué te parece que estoy haciendo? —dije yo.

—Joe tiene razón —intervino Dan—. Sería un pecado no hacerle el final lo más rápido posible.

Él y Tony se me unieron, y muy pronto Malloy parecía un montón de nieve. Francis retrocedió y citó al poeta de Avon o alguien así: «Dulce es la muerte que pone final al dolor».

—Vámonos de aquí —sugirió Tony— antes de que nos muramos congelados.

Cinco horas más tarde estábamos de vuelta en Maroni’s, cada uno pensando qué íbamos a hacer, y esperando tener pronto el dinero. Pero nos sentíamos preocupados. La radio dijo que estábamos a catorce bajo cero, sin duda era la peor tormenta del año, y se esperaban veintidós pulgadas de nieve.

—No podrán encontrarle hasta la primavera —murmuré taciturnamente—. Será un largo invierno.

—No podemos esperar tanto —urgió Francis—. Quizá deberíamos desenterrarle.

—No podemos arriesgarnos —dijo Dan—. Nos pueden ver.

—¿De qué hemos de tener miedo? —señaló Tony—. Es sólo un pobre tipo sin casa ni hogar. Le dimos un par de copas, se fue de aquí y no tenía a donde ir.

—Pero le dimos un par de copas de queroseno —nos recordó Dan—. Y yo soy el beneficiario.

Tenía miedo, estaba claro, pero de repente todo lo que pude ver era a él largándose con el botín. Miré a Tony y a Francis y los vi pensando lo mismo.

—Quizá deberíamos instalarnos juntos durante un tiempo —insinué.

—Considerando tu admiración por el sol de Florida —dijo Tony.

—Y tu bien conocido amor por los viajes en tren —terció Francis.

—Lo guardaremos en mi caja fuerte —sugirió Tony.

—De ningún modo —dije yo. Porque tampoco confiaba en él.

—Yo lo guardaré —indicó Francis—. ¿Dónde está? —Se dirigió hacia Dan, que le empujó abruptamente.

—¡Quita las manos! —vociferó Tony.

Muy pronto estábamos por el suelo los cuatro, rodando, gritando, dando patadas, mordiendo y dando puñetazos cuando la puerta se abrió y un terrible viento frío barrió una ráfaga de nieve por el suelo. Eran las tres de la madrugada y todos levantamos la mirada, sorprendidos.

—Hace frío, una noche fría fuega de aquí, amigos míos —balbució Malloy. Estaba de pie en la puerta cubierto de nieve, como un fantasma—. Estoy helado hasta la medula de los huesos. —Se fue directamente a la barra y se asió fuertemente con las manos—. ¿Un poco del viejo líquido mágico paga calentagme?

Estoy un poco avergonzado de lo que sucedió después de esto. Le dimos anticongelante y una copita de trementina. Le dimos ginebra y tónica con un chorro de lejía. Hicimos crêpes Suzette con gasolina blanca. Le hicimos comer bocadillos de sardinas atados con tachuelas de moqueta y carne magra en conserva con una mostaza especial de veneno para ratas. Cada una de estas delicias le hacía retroceder un poco; sus ojos rodaban en su cabeza, se tambaleó, osciló y se derrumbó en el suelo. Le rodeamos verdaderamente solícitos y le tomamos el pulso, pero incluso cuando no lo pudimos encontrar, y aquí aplaudimos, gritamos, nos abrazamos y bailamos, Malloy sólo estaba gruñendo, se dio la vuelta y se rascó el trasero.

Lo peor fue cuando Dan McLaren se volvió un poco loco y trató de cortar a Malloy a trozos con una hacha. Lo cogí en medio de un golpe, probablemente la cosa más valiente que nunca hice.

—Quieto —dije—. Cuenta hasta diez. —Estaba gruñendo como un perro rabioso—. ¡Tú eres su beneficiario, por el amor de Cristo! —grité—. No puedes asesinarle.

—Está a punto de morir —indicó Dan—. Está a punto de morir.

—Morirá —aseguró Tony, realmente tranquilizador—. No te preocupes: ¡morirá!

Finalmente decidimos que se necesitaban medidas drásticas. Fuimos en un taxi por la calle 149 hacia el río Harlem. Era la segunda semana de febrero, las cuatro de la madrugada, y todas las personas sensatas de la ciudad estaban a salvo y calientes en la cama. Habíamos dado a Malloy un vaso lleno de desinfectante y estaba muerto de pie. Con todas esas piedras en los bolsillos y unos calentadores de plomo en las piernas, era un pesado bastardo y nosotros más o menos teníamos que arrastrarle.

Hicimos un esfuerzo hasta el centro del puente y nos quedamos allí mirando hacia abajo. Témpanos de hielo atascaban el río que apenas fluía debajo de nosotros. Gimo se pueden imaginar, teníamos prisa porque estábamos a tres bajo cero y nos encontrábamos complicados en un serio crimen. Los puntales y soportes del puente estaban negros de suciedad y sólo los más débiles destellos de luz venían del hielo.

—Parece suficientemente profundo aquí —señaló Tony, y todos nos detuvimos en seco.

—Vamos a hacerlo rápido y acabar de una vez —apremió Francis.

—De acuerdo —dije yo—. ¿Estáis todos a punto? Cuando diga tres. Uno…, dos…

Le levantamos y le tiramos a las tres, pero por alguna razón Dan resbaló en el hielo y perdimos el equilibrio. La pierna de Malloy golpeó una de las vigas y rebotó. Todos nos caímos, excepto Dan, que casi cruzó al otro lado, se agarró en el último momento con las manos y colgaba patéticamente, pidiendo ayuda a gritos. Di un codazo a Malloy, empujándolo hacia el borde, mientras Tony subía a Dan y le ponía a salvo. Justo entonces los ojos de Malloy se abrieron y dijo, realmente débil:

—¿Dónde estoy?

—¡Dios mío! —dije a Francis—. ¿Has traído la sartén? Escucha: golpéale en la cabeza, ¿quieres?

Así que Francis empezó a oscilar, haciendo ruido, asestando golpes alrededor en la oscuridad. Ahora Dan estaba de pie con nosotros, pero lloriqueando como un niño pequeño. Él, Tony y yo agarramos a Malloy por debajo de los sobacos y le levantamos. Francis le estaba aporreando, había sangre en la frente de Malloy, pude verlo incluso con aquella poca luz.

—Para —susurré—. Ayúdanos a tirarlo.

Así que Francis dejó caer la sartén y asió los pies de Malloy, sus zapatos se cayeron y justo mientras el cuerpo de Malloy desaparecía de nuestra vista, vi por última vez sus pies, callosos, feos y negros como pezuñas por la congelación. Nos quedamos allí en la oscuridad, respirando a fondo. Tardó mucho tiempo, pero finalmente oímos un chapoteo, lejos, no tan grande como esperábamos que un cuerpo haría.

Después, ¿quieren saberlo?, Francis se derrumbó y empezó a lamentarse:

—¡Soy un asesino, soy un asesino!

—¡Cállate, maricón! —le insté—. O te echamos a ti también. Vámonos —ordené a los otros.

Fue entonces cuando vi al poli. Había estado allí mirándonos, Dios sabe cuánto tiempo.

—Fue idea suya —gritó Francis, señalando a Tony. Corrimos como locos, pero yo fui el único que logró escapar.

Volví a mi habitación, por supuesto, y la vacié en minutos, con los dólares que había ahorrado. Crucé Harlem y luego me dirigí hacia la Estación Central. Tomé el primer tren hacia Filadelfia, donde me escondí en un hotelucho durante un par de días y leí los diarios de Nueva York.

Francis, Tony y Dan fueron acusados de asesinato, y yo era un hombre buscado. Ellos tres lo dijeron todo, mi foto estaba en primera página.

Me corté el pelo muy corto, como un presidiario, y me puse un bigote postizo. Llevaba sombrero y gafas oscuras. ¡Oh, los periódicos no hablaban de otra cosa! Cómo habíamos asesinado a aquel pobre vagabundo inocente a sangre fría, cómo lo planeamos todo. «Sindicato asesino», decían los titulares. No sabían ni la mitad de todo. ¿Malloy? ¿Inocente? Además, nunca encontraron el cuerpo.

Me fui a Chicago y me cambié el nombre. Encontré un trabajo sirviendo en la barra en un lugar llamado O’Farrow’s en la parte sur, tosco pero no podía ser melindroso. Seguí el juicio lo mejor que pude. En agosto, el estado de Nueva York electrocutó a mis viejos amigos, a los tres, bajo el testimonio del poli. El hecho de que Dan tuviera la póliza en el bolsillo cuando fueron arrestados no le ayudó mucho.

Así que de nuevo es diciembre, ¿saben?; cerca de un año desde que todo sucedió. Las cosas no van mejor en Chicago de lo que iban en Nueva York, y el señor O’Farrow se queja y gruñe más que hacía el viejo Tony.

—No valgo más que una moneda falsa de cinco centavos —dice—. Nadie tiene dinero para una copa, aunque una copa es lo que anhelan.

Me gustaría decirle que se calle, me está poniendo nervioso, pero es el jefe. Estoy ocupado lavando vasos y digo:

—Sólo déles tiempo, señor O’Farrow. La tasca se animará, ya lo verá.

La puerta se abre y ese tipo con el traje del Ejército de Salvación entra; ya había estado antes, y me pone los pelos de punta.

—¡Váyase! —le ordeno—. Asusta a los clientes.

—Un níquel en mi palma —dice— asegura un níquel menos de dolor para los desgraciados de este mundo. —No digo nada—. Es seguro —arguye levantando la voz—. Un níquel menos de la propia destilación de Satanás para deformar el juicio de buenos hombres como usted.

—Vete —le conmino—. Te has equivocado de tipo.

Mueve la cabeza, verdaderamente apenado, y se da la vuelta para salir. Pero otro hombre entra en ese momento, cubierto, con un remolino de nieve a su alrededor. Se sienta en la barra, se quita el sombrero y solicita:

—¡Ah, amable señog! Daguía un poco de ese licor mágico a un pobre viejo que no estagá mucho tiempo en este mundo.

Había fuego rojo en sus ojos, fuego del infierno, se lo aseguro; tenía una cicatriz en la frente. Hubiera conocido esa cara en cualquier parte, puedo apostar que podría. Que me condene si no era el mismo diablo, Michael Clancy Malloy.