Es tema de discusión precisar cuándo, por primera vez, las personas nos volvemos cínicas, pero nadie puede discutir que la pérdida de la fe es un serio problema social. Lo saben los políticos elegidos porque, en general, no tenemos fe en el gobierno; muchos de nosotros hemos perdido la fe en los dirigentes de negocios e industrias, en nuestras instituciones de educación y en la policía. Y la pérdida de la fe en la religión organizada ha preocupado a los teólogos durante mucho más tiempo del que algunos desearían reconocer.
Pero quizá ninguna institución ha sufrido tanto en este aspecto como la de un hombre de buena voluntad e iniciativa pacífica, conocido como Santa Claus. Por qué tan poca gente joven todavía cree en él es una pregunta que, afortunadamente, no preocupa al viejo; de hecho, ni siquiera se da cuenta de que existe un problema.
La última Nochebuena, por ejemplo, aunque su mujer trató de advertirle de que nadie en el mundo compartía su sencilla fe en la bondad de la naturaleza humana…
La nieve, llevada por el viento, se apilaba contra la pared y el viejo casi estaba a punto de salir. Como siempre, había detalles de último momento que se debían comprobar, porque se consideraba responsable de nada menos que de la felicidad del mundo, una responsabilidad bastante grande. Su mujer había ensanchado la cintura de sus pantalones y ahora, con ellos puestos, los estaba ajustando de manera que no estuvieran ni demasiado ceñidos ni demasiado holgados, mientras él revisaba su itinerario. Pero el entusiasmo por su trabajo pronto le hizo sonreír ampliamente y frotarse sus gordinflonas manos rojas.
—¡Oh, qué gran noche será ésta! —exclamó el señor Claus.
—No, si no te estás quieto —dijo su mujer, pinchándole con un alfiler. Él gritó y se apartó lo más lejos que pudo dentro de sus brillantes pantalones rojos, pero ella le agarró fuerte—. Algún espectáculo habrá si los pantalones se te caen en medio de un reparto —dijo ella.
—Este traje se supone que no encoge, ¿sabes? —repuso él.
—No encoge, querido. Pero si sigues acercándote a las galletas, tendré que poner una cinta elástica en estos pantalones.
Pero su marido no la escuchaba: mentalmente estaba comprobando los artículos en una lista.
—Steve Heptinstall, Roanoke, Virginia —rememoraba—. ¿He envuelto su guante de catcher?
—Sí, querido —respondió la mujer.
—Claire Rinfret, París, Francia. ¿He…?
—Sí, querido.
—Mis manoplas —recordó el señor Claus.
—Están en la repisa de la chimenea, donde las pusiste ‹-dijo la mujer.
—Por cierto —dijo él—. Mientras estabas fuera dando de comer a los renos, uno de esos duendes llamó, invitándonos a pasar el día de Año Nuevo con ellos.
—¿En Hollywood? —quiso saber la señora Claus—. No, gracias. Demasiados neones. Y si me preguntas por ellos, te diré que sólo son un puñado de traidores.
—Se tienen que ganar la vida, querida. —Se puso el abrigo rápidamente, dio una mirada al espejo de cuerpo entero y no pudo contenerse—. ¡Oh, estoy tan excitado! —dijo—. No puedo esperar a salir y ver todas esas caras sonrientes y felices.
—Acuérdate, querido —continuó la señora Claus—. El mundo ha cambiado durante los últimos cien años. Tú lees los periódicos, ves las noticias de la noche. Hay un mundo moderno y sofisticado fuera de aquí.
—¿Estás diciendo que no siga con esto?
—No —dijo la mujer—. Tú sigue, pero a tu manera. Es sólo que la gente no cree en las cosas igual que antes. Como en las Navidades o Santa Claus. —Casi susurró las últimas palabras.
—¡Tonterías! —exclamó el viejo—. Incluso en los peores tiempos los niños me recuerdan, me esperan, y ¿voy a defraudarles?
—No, querido —dijo la mujer—. No lo harás.
—Quizá algunos no tengan lo que han pedido —admitió el señor Claus—. Pero yo he hecho el trabajo. Yo lo envío. Y con un toque personal, acuérdate. De manera que mi filosofía es…
—Cuanto más cambian las cosas, tanto más se quedan igual —advirtió su mujer.
El señor Claus le guiñó un ojo y rió, y justo entonces, mientras su mujer todavía estaba allí con aguja e hilo, uno de sus botones saltó.
La señora Claus le despidió con un beso, pero él estaba tan preocupado con su próximo viaje, que casi ni le devolvió el beso.
—Ten cuidado con los setecientos cuarenta y siete —le recordó ella—. Y no vayas escabulléndote de los controladores aéreos, como hiciste el año pasado. ¿Tienes la lista? —Él dio una palmada en su bolsillo trasero y asintió con la cabeza—. ¿La has comprobado dos veces?
—No te preocupes —contestó el señor Claus—. Todo está en orden. —Abrió la puerta principal y la nieve golpeó su cara—. Ésta será la mejor Navidad desde mil cuatrocientos noventa y dos.
Caminó hacia la puerta de la valla, hecha con estacas, y dio un fuerte silbido. De un establo vinieron galopando ocho pequeños renos, que arrastraban un gran trineo. La mujer, tiritando en la puerta, agitó la mano.
—Que lo pases estupendamente —gritó.
—Estaré en casa mañana al mediodía —dijo el señor Claus—. ¡Arre, Dasher, Dancer, Donner y Vixenl! —El trineo salió dando bandazos hacia delante en medio de la impetuosa ventisca; las campanillas atadas en las correas de los renos tintineaban alegremente—. ¡Ho ho ho! —gritó el señor Claus a nadie—. ¡Feliz Navidad!
La ciudad de Larchmont está en una división territorial del gobierno local, conocido como el condado de Westchester, que, a su vez, pertenece al estado de Nueva York, en Estados Unidos; pero lo que da a Larchmont y a sus alrededores, como Mamaroneck y Scarsdale, su carácter es la proximidad a esa metrópoli conocida como ciudad de Nueva York, a la que un gran número de habitantes del condado de Westchester viaja cada día para llevar a cabo sus ocupaciones, como médicos, agentes de bolsa, abogados y hombres de negocios. En general, las familias de allí son prósperas y viven en casas amuebladas con lujo, llenas de los más modernos y sofisticados muebles y accesorios, lo mismo que de los tesoros del pasado conocidos localmente como antigüedades. Tener tantos bienes materiales hace que esas gentes, en general, sospechen de los extraños, incluso de los que dicen: «¡Ho ho ho!»
Y al estar en una latitud de aproximadamente 41 grados al norte del ecuador y 73 grados, 50 minutos al oeste de Greenwich, el condado de Westchester, durante los meses de diciembre hasta marzo, tiene una buena cantidad de nieve. El 24 de diciembre de 1985 yacía bajo cuatro pulgadas de nieve en polvo, suficiente para hacer la conducción un poco difícil y para convertir en realidad los sueños de unas Navidades blancas.
En su habitación, Bobby Mynes, de ocho años, sufría de la misma falta de fe que afligía a tantos paisanos suyos. Su madre y su padre le acompañaban; su madre subiendo las sábanas blancas hasta la barbilla, su padre de pie con los brazos cruzados.
—Por supuesto existe Santa Claus —manifestaba la madre.
—Eso no es lo que Jed y Jeff decían —objetó Bobby.
—Jed y Jeff Marshall sólo te están tomando el pelo porque son mayores que tú.
—¿De verdad? —preguntó Bobby.
—De verdad —aseguró su padre.
—Pero Nancy Benedict lo decía también y tiene mi misma edad.
El señor y la señora Mynes se miraron furtivamente; el señor Mynes se encogió de hombros.
—Bien —dijo la madre—. Me imagino que los chicos Marshall deben de haber hablado con ella también.
—Sí —dijo Bobby, dándose la vuelta. No parecía convencido.
—Debes estar alerta esta noche, Bobby —le previno su padre—. Nunca se sabe a quién se puede ver en Nochebuena.
Los padres le dieron las buenas noches, deseándole una feliz Navidad, y cerraron la puerta detrás de ellos. En cuanto se marcharon, Bobby se inclinó y rescató una oscura pistola de juguete que había escondido debajo de la cama, la cargó y disparó contra un póster de Clint Eastwood como Harry el Sucio que colgaba del techo inclinado de su dormitorio. El dardo dio en el cuadrado mentón de Clint y se quedó clavado. Es frustrante dudar a los ocho años.
Estaba durmiendo cuando el trineo aterrizó suavemente en el tejado, cuando el fuerte clip-clop de las botas se oyó a través de las tablillas de la chimenea. El señor Claus miró abajo hacia la negra oscuridad, pero, mientras bajaba la cara, su nariz restregó la delgada rejilla de metal que los Mynes habían instalado para impedir las chispas y cenizas fugitivas. Trató de tirar para soltarla, pero había sido argamasada y además, aunque el señor Claus no lo sabía, le salvó de la humillación de haberse quedado metido en esta chimenea en particular.
Tiró un enorme saco de juguetes a la blanda nieve y después se deslizó hacia abajo por un tubo de desagüe, pasando justo por la ventana de Bobby. Pero él chico no se despertó. ¿Quién sabe qué ocurría bajo esos párpados cerrados? ¿Visiones de dulces? Con más probabilidad robots y transformadores.
El señor Claus estaba ahora enfrentado con una situación que se estaba volviendo cada vez más familiar para él. Como un vulgar ladrón buscó una ventana y, contento de encontrar una, subió y metió dentro su saco de juguetes y después levantó su torpe masa sobre el alféizar. Se quedó de pie y escuchó, pero ni una criatura viviente se movía, ni siquiera un jerbo cavaba debajo de la viruta de madera en la jaula en la cocina.
Sin embargo, una criatura electrónica se estaba moviendo, guiñando su único ojo. El condado de Westchester, como se ha dicho antes, estaba preparado para rehuir los hurtos. Así, sus habitantes habían invertido en los más avanzados dispositivos de seguridad, otra empresa capitalista nacida de la ola de incredulidad cuya prima hermana era la paranoia.
El señor y la señora Mynes estaban en su habitación envolviendo regalos cuando el señor Claus tropezó con el ojo eléctrico; el panel de alarma contra ladrones lanzó destellos y su fuerte pitido sonó. Segundos más tarde, el teléfono de los Mynes repiqueteó.
—Segur-Tec —dijo una voz como de robot—. ¿Me puede dar su clave para prevenir la entrada de intrusos?
—Cinco siete dos tres —contestó el señor Mynes—. Llame a la policía.
Colgó, alargó la mano hacia el panel de alarma y apretó el botón rojo.
El señor Claus, un espíritu confiado, nunca supo quién le pegó. Mientras estaba de rodillas poniendo regalos bajo el árbol, los focos le iluminaron y desde los altavoces estéreos una aguda voz automatizada gritó:
—¡Ayuda, llamad a la policía, ayuda, ayuda! ¡Entrada ilegal! ¡Policía, ayuda!
El señor Claus se puso en pie, desconcertado. Deslumbrado y desorientado por las luces, agarró su saco y fue dando tropezones hacia lo que creyó que era la puerta principal; pero tropezó con la habitación de Bobby Mynes. El chico se sentó rígido en la cama, apuntó con la pistola de dardos y disparó, golpeando directamente al señor Claus en la frente.
Mirando fijamente al niño, el traidor, el hombre retrocedió directamente a los brazos del señor Mynes, que le esperaba.
—Aléjese de mi hijo —gritó el hombre, alimentado por las historias de la televisión de niños violentados y raptados.
El señor Mynes trató de tirar al hombre al suelo, pero no pudo rodear con sus brazos la barriga del señor Claus.
—Ten paciencia —protestó el señor Claus—. Hay para todos.
Se soltó, como un armatoste, y se movió hacia la parte delantera de la casa, donde abrió de golpe la puerta en una repentina explosión de deslumbrantes focos. Una autoritaria voz, dijo:
—¡Alto, quédese congelado!
Hacía frío, pero el señor Claus, después de todo, venía del polo Norte. Y no tenía intención alguna de hacer tal cosa.
Era el sheriff Horacio Smivey, de la policía de Larchmont, y estaba imitando a un policía de la tele, al policía Andrew Renko.
—¡Suelta el saco y levanta esas manoplas! —le conminó.
Bobby Mynes, en bata y zapatillas y acompañado por sus muy turbados padres, echo a correr en medio de las luces y la nieve recién caída. El señor Claus se volvió hacia el niño que tan recientemente le había asaltado y le perdonó; se había asustado, el pequeño pícaro. ¿Quién no lo hubiera hecho con esa loca voz gritando «¡Ayuda!» desde la sala de estar? Sonrió, sus mejillas rojas como manzanas pulidas, su larga barba blanca como la nieve que caía y sus ojos brillaban mientras guiñaba un ojo a Bobby. Con irnos segundos más, su barriga podía haber temblado como un tazón lleno de gelatina. Y en ese momento, como en Peter Pan de Disney, cuando Peter pide ayuda para reanimar a Campanilla, Bobby Mynes creyó.
Esposaron al señor Claus y le empujaron hacia una gran camioneta.
—Mamá —dijo Bobby—. Es él. Es mejor que le suelten.
—Hace frío aquí afuera —repuso la señora Mynes—. Entremos.
La policía abrió las puertas de la camioneta y tres hombres flacos, apestando a whisky barato, todos vestidos con extravagantes trajes rojos adornados con falsas pieles blancas, con barbas artificiales de algodón y garbosos gorros rojos, abrieron sus brazos al señor Claus.
—Ven adentro —gritó uno—. Cuantos más mejor. ¡Qué gran traje!
Mientras iban hacia la cárcel, Bobby Mynes trataba de explicar a sus padres que ellos, como todos los sensatos adultos del mundo, no escuchaban mucho a los niños.
Wetherby, veintitrés años y nuevo en la policía de Larchmont, conducía, mientras Smivey, Dios bendiga su cínica alma, estaba sentado con la escopeta y refunfuñando, como siempre, sobre su trabajo, excesivo y mal pagado. Los tres hombres vestidos para parecerse al señor Claus se habían dormido; sólo el señor Claus permanecía preocupado sobre este nuevo método de transporte. Se sujetaba a la reja de tela metálica que le separaba de Wetherby y Smivey, tratando de mantener la verticalidad mientras la camioneta saltaba sobre las calles nevadas.
—¿Cuántas casas has visitado esta noche, amigo? —preguntó Smivey.
—Alrededor de cuarenta millones hasta ahora —contestó el señor Claus—. Millón más o menos. —Smivey puso los ojos en blanco y sonrió a Wetherby—. Así que se pueden imaginar —continuó el señor Claus—. Tengo todavía una larga noche por delante. Apenas he empezado. ¿Tenemos que ir muy lejos?
—¿Con prisas por ser encerrado? —preguntó Smivey.
—En realidad —dijo el señor Claus—, tengo una lista prácticamente inagotable, y agradecería poder volver a mi trineo lo más rápido posible. La población aumenta. La señora Claus puede soltar una pulgada o dos de esta chaqueta cada año, pero no puede poner cinta elástica en los pantalones del mundo. ¡Ho ho ho!
Smivey se volvió enfadado.
—No más risas —gruñó, como si fuera una nueva orden en Larchmont—. Nada divertido pasa nunca en este coche a menos que yo lo diga, ¿de acuerdo, Wetherby?
—Sí, señor —respondió Wetherby, aunque su tono no era muy entusiasta.
—Sí, señor, sheriff Smivey —dijo Smivey y Wetherby le obedeció.
—¿Smivey? —manifestó el señor Claus—. ¿No será por casualidad Horacio, hijo de Leonardo Smivey?
—¿Cómo sabes esto, abuelo?
—En realidad —explicó el señor Claus, consultando su lista—, vuestra casa iba a ser la próxima.
Tratando de levantar los ánimos en la camioneta (y tratando de fastidiar a Smivey, la verdad sea dicha), Wetherby empezó a cantar un villancico, y Claus se le unió.
—Basta ya y gira a la izquierda —gruñó Smivey—. Odio estas canciones y odio estos adornos…
—Oiga —le interrumpió el señor Claus—: parece que no tiene usted ningún espíritu navideño.
—¿Por qué habría de tenerlo? —inquirió Smivey—. Es sólo otro día, uno de los trescientos sesenta y cinco. Mi espíritu está al mismo nivel, con robos a mano armada, vagabundos y conductores borrachos, todos los síntomas del espíritu de fiestas.
—Parece bastante horrible —añadió el señor Claus.
—No sabe ni la mitad —dijo Smivey.
Bobby Mynes disparaba dardos a Clint Eastwood.
—Bobby Mynes, escúchame —decía su madre.
—Estás equivocada —contestó Bobby.
—Cada Navidad —siguió la madre— unos pocos viejos muy malos tratan de…
—Era Santa Claus —repuso Bobby.
—… robar a aquellas personas que son más ricas que ellos.
—No estaba robando. Estaba dando. Y tú y papá le habéis hecho arrestar como si fuera un terrorista o algo así.
La madre levantó la cabeza como si oyera algo a lo lejos.
—Escucha —continuó.
—Tenemos un gran problema —dijo Bobby—. Ponerle en libertad ahora.
Habría estado a sus anchas durante los años sesenta.
—¿No son campanillas de trineo lo que oigo? —quiso saber la señora Mynes. Bobby gimió—. Rápido, vete a la cama. Santa Claus está llegando.
—Pero ya ha estado aquí.
—Ahora estate bien callado —ordenó la madre—. Y si tienes suerte, le podrás ver.
La madre se fue de puntillas, una caricatura del silencio. Mientras la luz del dormitorio se apagaba, las cortinas que había detrás de la cabeza de Bobby estaban llenas de las siluetas de ocho pequeños renos.
En la comisaría, al señor Claus le estaban haciendo las fotografías, de cara, perfil izquierdo, perfil derecho. Wetherby terminó de tomar las huellas dactilares de los tres Santa Claus borrachos.
—Es para clamar al cielo —dijo el sheriff Smivey—. ¿Qué está durando tanto? No tengo toda la noche.
—¿Habla en serio de fichar a estos pobres tipos en Nochebuena, señor? —preguntó Wetherby.
—Puedes apostar a que sí.
—Pero son sólo unos tipos inofensivos que estaban solos y bebieron unas copas de más.
—Fíchalos —gruñó Smivey—. ¡El siguiente!
El siguiente era el señor Claus. Se levantó con toda la dignidad que pudo reunir y se acercó al policía Wetherby, que le indicó:
—Dedo índice, mano derecha, por favor.
El señor Claus presentó su mano a Wetherby, como él deseaba.
—Me gustaría hablar un momento con usted, Horacio —dijo—. Sobre su espíritu navideño.
—Guárdeselo para el juez —barbotó Smivey.
—Pulgar derecho, por favor.
—¿Pasará la Nochebuena con su familia, Horacio? —preguntó el señor Claus.
—El sheriff no está casado —explicó Wetherby, tomando la mano izquierda del señor Claus.
—¿Y qué tal con algunos amigos? —insistió el señor Claus.
—No tiene ninguno —repuso Wetherby entre dientes—. Creció en un orfanato.
—¿Escribiendo mi biografía? —bramó Smivey.
—No, señor.
—¿Hay algo más que quiera decir?
—No, señor.
—Bien —dijo Smivey—. Siga ese camino —señaló agarrando al señor Claus y conduciéndole por la habitación. Wetherby cogió la hoja en la que había presionado los dedos manchados de tinta del hombre. Los pequeños cuadrados designados a cada huella estaban en blanco. Levantó la ficha a la luz, pero no apareció marca alguna—. ¿Qué está pasando aquí? —se extrañó.
Vestido con su equipo de Joe comando y llevando una escopeta de dardos, Bobby Mynes se deslizaba desde la ventana de su habitación a un montón de nieve. Algo de nieve se metió en sus botas, pero no había que desanimarse por unas pocas molestias; tenía una misión que cumplir.
—Vamos, amigos —dijo—. Eso es, por este camino.
Los renos le obedecieron. Sus guarniciones de campanas empezaron a tintinear mientras adquirían velocidad y Bobby podía oír los delicados golpecitos de sus diminutas patas mientras él subía en el trineo y los nueve se fueron hacia la cárcel de la ciudad.
—¿Quiénes son esos pobres tipos, sheriff Smivey? —preguntó el señor Claus con verdadera preocupación, señalando a los hombres vestidos con ropas que querían parecerse a las suyas y que ahora yacían en varios estados de desaliño en tres colchones.
—Ése es un borracho y alborotador de la taberna de Wayfarer —explicó Smivey—. Y ese otro se desmayó en el hospital antes de que pudiera llevar los regalos a la sala de los niños. Y ese miserable desgraciado fue sorprendido robando adornos del gran almacén donde estaba trabajando la semana pasada.
El señor Claus movió la cabeza verdaderamente perturbado.
—Por regla general, la primera vez que un niño cree en algo más que en su propia madre o padre es cuando cuenta el verdadero deseo de su corazón a uno de estos extraños barbudos rellenos. Es gracioso que estos hombres que se visten como Santa Claus normalmente no tienen hijos suyos. Y la tristeza de la Navidad casi desaparece un año más al ser enviados a este desgraciado lugar. La gente cree en ellos, Horacio.
—Tienes razón, veterano —repuso Smivey.
—¿Te he defraudado alguna vez, sheriff?
Smivey miró al señor Claus y pensó en el tiempo en que había creído; le hizo sentirse incluso peor.
—Tú fuiste precisamente la primera de muchas decepciones.
Con su voz más amable el señor Claus inquirió:
—¿Te importaría contármelo?
—Yo era sólo un crío —empezó Smivey— cuando escribí una carta a Santa Claus; nueve páginas a un solo espacio, diciéndole que había sido lo más bueno posible. Me había cepillado cada diente, hecho todos los deberes y todo lo que le pedía era una escopeta de rayos verdes de Buck Rogers.
Smivey abrió de par en par la puerta de la celda hacia la cual había estado conduciendo al viejo.
—¿Y no te la trajo? —quiso saber Santa Claus.
Sonrió a Horacio Smivey y algo viejo y oxidado se encendió de repente en el pecho de Smivey.
—A veces incluso Santa Claus comete errores —dijo el viejo.
El corazón de Smivey estaba latiendo a ritmo acelerado y sus manos manejaban torpemente la cerradura. Pero su buen sentido logró lo mejor de él; sus ojos se estrecharon y su corazón aminoró la velocidad.
—No —prosiguió—. No, es una locura. No puede ser. ¿Me oye? Usted no puede ser. Entre aquí.
Cerró de un portazo la puerta de metal y se dirigió con arrogancia desde el vestíbulo hacia la oficina principal. Tristemente, el señor Claus le vio marchar.
—Justo lo que este triste viejo mundo necesita —dijo—: una Navidad sin Santa Claus.
Si ha seguido de cerca esta historia, recordará que hay un personaje del que no hemos oído hablar desde hace rato. Sus pequeñas manos aparecieron de repente asiendo los barrotes de la ventana que separaban a Santa Claus del mundo exterior. El señor Claus no le vio al principio, pues había caído en un estado de desaliento del cual no pudo despojarse, ya que dos de los falsos Santa Claus estaban apoyados en él, roncando.
—Santa Claus soy yo, Bobby Mynes —susurró el chico—. Voy a sacarte.
Ató la punta de una cuerda muy gruesa a la ventana de la cárcel y la otra punta a la parte de atrás del trineo. Clint Eastwood se lo había enseñado.
Mientras tanto, Horacio Smivey y Wetherby estaban ocupados en un altercado referente a las huellas dactilares desaparecidas.
—¿Estás seguro que se las tomaste a ese tipo? —preguntó Smivey.
—Afirmativo, señor —respondió Wetherby.
—Ya he tenido bastante de este viejo —repuso Smivey—. Vamos.
Llegaron a la puerta de la celda justo cuando Bobby introducía dos dedos en su boca y silbaba. Automáticamente, los renos dieron una sacudida y empujaron hacia delante; la cuerda se puso más y más tensa y, bajo la presión y fuerza de los renos, la ventana empezó a soltarse. Sucedió lentamente al principio, como un dique que empieza a romperse con una sola grieta, pero después toda la pared se abrió con violencia, con los ladrillos volando en todas direcciones. Los cuatro Santa Claus corrieron a través del agujero de la pared, los tres falsos dispersándose. El señor Claus corrió hacia el trineo. Smivey se quedó de pie furioso y asombrado, mientras el trineo con Bobby Mynes y el viejo en el asiento del conductor empezaba a ganar velocidad, arrastrando una ventana con barrotes por la calle principal.
El trineo pasaba por delante de los coches aparcados y de las tiendas cerradas, traqueteando y sonando, hasta que Bobby fue capaz de desatar la cuerda; afortunadamente no había tráfico, debido a la nieve, a la fecha y al hecho de que eran las dos de la madrugada. Era magnífico conducir así, hasta que oyeron el coche de policía. Detrás de ellos, con la sirena sonando, luces rojas destellando, patinando y gruñendo, venía Horacio Smivey.
Los renos cogieron velocidad, pero lo mismo hizo Smivey.
—¡Rápido! —gritó Bobby—. Nos está ganando terreno.
Santa Claus restalló el látigo y encaminó el trineo hacia un parque de la ciudad, cubierto de nieve. Sin dejarse intimidar en su deseo de atrapar a este tipo, a este falso, a este supremo estafador que, por un momento en el calabozo, casi le hizo creer, a Smivey le patinó una rueda y, coleando en dos esquinas, dio un viraje en la entrada opuesta del parque. El trineo estaba cruzando un prado y Smivey dejó el macadán y aceleró directamente hacia el viejo y el niño.
—¡Agárrate, Bobby! —gritó Santa Claus.
Porque, justo cuando parecía que el coche patrulla les cortaba el paso, el primer par de renos se dirigió hacia el aire, como si sus patas saltaran una suave pendiente invisible, y los otros los siguieron elegantemente en fila; el trineo, cargado con regalos para todo el mundo, se abalanzó sobre la cabeza de Horacio Smivey, dejando, en su cara una expresión de asombro y una rociada de nieve de los patines del trineo. Había sido incapaz de admitirlo cuando estaban en la cárcel, pero por un momento tuvo la sensación de que era Santa Claus, cuando no vio las huellas digitales en la ficha…
Aquí había una prueba irrefutable. Se quedó mirando al cielo negro sin estrellas mientras el trineo se volvía más y más pequeño; oyó el casi imperceptible «¡Ho ho ho!» del hombre que había arrestado y luego vio algo cayendo a la tierra.
Cayó a sus pies en el suelo; lo cogió con mucho cuidado, con tanta delicadeza como si fuera una bomba. Pero era un regalo, envuelto en papel de una clase que no había visto desde que era un crío. Dentro había una pistola de rayos verdes de Buck Rogers, de la clase que se vendían en 1933, una antigüedad.
A Smivey se le hizo un nudo en la garganta y lágrimas corrieron por sus mejillas, así que cuando miró de nuevo al cielo lo vio lleno de estrellas y cuatro trineos desapareciendo hacia el sur, hacia Manhattan. Y ese viejo y oxidado motor llamado fe empezó a empujar los pistones de su corazón otra vez.
La historia de la fe que vuelve a un adolescente y a un soltero de mediana edad puede no resolver los problemas de nuestros días, pero es un principio. Los políticos y los educadores, los oficiales que aplican la ley y los eclesiásticos simplemente tendrán que trabajar para imitar el ánimo y el desinterés del señor Claus, que resultan reconfortantes, ¿no creen?
Cómo Bobby Mynes llegó a su casa aquella noche, y lo que sus padres le dijeron —ellos no creyeron en el rescate de Santa Claus, pero, después de todo, eran adultos, cínicos, paranoicos, los poseedores de un sistema Segur-Tec—, bien, esto es otra historia.