Cuando yo tenía siete años y mi hermano ocho, mis padres se divorciaron y nos trasladamos desde Malibú al valle de San Fernando. Habíamos sido una familia bastante feliz, o así lo creíamos Lance y yo; mi padre ganaba bastante dinero como ejecutivo de publicidad; mejor que mejor para comprarnos los últimos juguetes de alta tecnología, y mi madre había dejado su trabajo de agente inmobiliario para quedarse en casa con nosotros y para satisfacer todos nuestros caprichos, lo que fue su gran error.
Éramos niños malcriados e indisciplinados, acostumbrados a salimos con la nuestra, y cuando mi madre dejó a mi padre, le echamos la culpa del trastorno de nuestras vidas. Echábamos de menos la playa, las puestas de sol y todos nuestros amigos. No pensamos ni por un minuto sobre lo que ella echaba de menos o había dejado, y cuando tuvo que volver a trabajar la jornada completa, no perdimos ni un minuto en hacerle saber qué resentidos estábamos por la nueva forma que habían* tomado nuestras vidas.
Mi madre, Lance y yo tomamos posesión de nuestro nuevo hogar, una casa desastrada de dos habitaciones en una ruinosa subdivisión llamada Hacienda Rancho, un bochornoso día de julio lleno de niebla. Los hombres de la mudanza chorreaban de sudor y el pelo rubio de mi madre estaba rizado por la humedad. Animosamente, ella se movía dentro y fuera de la casa, llevando cajas, repartiendo vasos de té helado, tratando de hablar alegremente a los dos hombres blancos y a los dos negros que estaban malhumorados y silenciosos mientras arrastraban parte de los muebles de mi madre dentro de la casa. ¿Ayudábamos nosotros? Sólo un poco, principalmente para hacer saber a los hombres dónde tenían que ir las cajas en las que ponía «Juguetes». Cuando por fin se marcharon, nuestra comida del microondas se enfrió mientras buscábamos las cajas que ponían «Cocina» para la vajilla de plata.
Yo llevaba entonces gruesas gafas y tenía un remolino de pelo, lo que me convertía en el perfecto pequeño imbécil, y Lance tenía una sonrisa burlona de peleón, pecas y los ojos opacos muy abiertos de un joven criminal. Ya habíamos decidido no dar una oportunidad a ese lugar; había empezado nuestra guerra de guerrillas para hacer saber a nuestra madre qué desgraciados éramos.
—Odio el Valle del Sol —dije—. Hace que me piquen los ojos.
—No hay chicos en el vecindario —se lamentó Lance.
—No puedo respirar —exclamé—. Hay demasiada niebla.
—Sí —me apoyó Lance—. El aire del océano era mejor. Papá dice…
Mi madre interrumpió la letanía.
—Llegaréis a querer este sitio —aseguró—. Lo prometo. Sólo darle un poco de tiempo. Quizá podáis encontrar a alguien que tenga piscina.
—¿En el Valle del Sol? —dijo Lance—. Probablemente nadie de aquí tiene ni siquiera un cubo.
—Hace demasiado calor —continué—. ¿Por qué no tenemos una casa con aire acondicionado? La casa de papá tiene aire acondicionado.
—Esta comida apesta —se quejó Lance—. Papá siempre nos lleva a comer fuera.
Bastaba con esto, como ambos sabíamos. Como muchos adultos, mi madre era susceptible a la culpabilidad, y podíamos casi siempre, como acabábamos de hacer, reducirla a las lágrimas.
Por la mañana empezamos de nuevo. Lance corriendo de habitación en habitación disparando su escopeta automática, que hacía un ruido como el mortecino gemido y el ¡bam! de unos buenos fuegos artificiales. Mi madre recorría la casa buscando su maletín, ignorante de que yo estaba sentado tranquilamente aplicando acuarelas a su funda de charol. Los dibujos animados sonaban por la televisión, tan alto que se podían oír por toda la casa.
—¿Alguno de vosotros ha visto mi cartera? —gritó mi madre. Como de costumbre, la ignoramos—. Tierra a Lance y Dennis —dijo ella. Lance estaba de pie en el sofá, disparándome a mí, añadiendo sus gritos a los ruidos de su pistola—. ¡Estate quieto, Lance! —ordenó mamá, y entonces vio lo que yo estaba haciendo—. ¡Caramba, Dennis! —exclamó y tiró del maletín.
—¿No te gusta? —pregunté.
El timbre de la puerta sonó.
—Debe de ser la canguro —indicó mamá y fue corriendo.
Lance me miró y yo le miré, y sonreímos abiertamente. La verdadera diversión estaba a punto de empezar.
Su nombre era Patti y conducía un Mustang rojo; tenía diecisiete años y llevaba su largo pelo rubio en una cola de caballo que le llegaba más allá de la región lumbar.
—No hagáis enfadar a Patti —advirtió mi madre.
—¡Oh, no se preocupe, señora Paxton! —dijo Patti—. Me llevo realmente bien con los niños.
—Eso está bien, querida —repuso mamá, aliviada de estar lejos de nosotros durante ocho horas—. Llámame si me necesitas.
Patti la necesitó, por supuesto, pero no llamó; de hecho, pasó corriendo delante de nuestra madre, chillando, mientras mamá llegaba por la calle. Sujetaba la despuntada mata de pelo que sobresalía de la goma donde habíamos cortado la cola de caballo. Cuando mi madre abrió la puerta, hicimos un alto, nuestras caras manchadas con pinturas de guerra (sombra de ojos y lápiz de labios), y Lance dejó de azotar a un caballo imaginario con un látigo hecho del pelo de una mujer de rostro pálido que nosotros habíamos secuestrado y torturado.
La señora Abbott fue la siguiente.
—Chicos, recordad nuestro trato —dijo mi madre—. Si dais algún problema a la señora Abbott, no habrá Reino Mágico, ¿entendido? —Sonreímos recatadamente.
La señora Abbott era perfecta: una viuda de unos sesenta años, tenía la cara cuadrada, los ojos fríos, el aspecto de no aceptar tonterías, lo que era una provocación. Era temeraria y rotunda, llevaba una chaqueta de punto con ese calor, una bolsa con labor de punto bajo el brazo y un diminuto perro peludo bajo el otro.
—Debo decirle algo —confió mi madre—. Los chicos de vez en cuando san un poco revoltosos.
—¡Oh, sé todo acerca de los chicos! —dijo la señora Abbott—. Revoltosos lo son en todas partes. El señor Abbott, que Dios tenga en su gloria, era un boxeador amateur y me ensebó unos pocos de sus trucos. De manera que si estos amigos me vienen con tonterías, el señor Weege, aquí presente, y yo les dejaremos sin sentido. ¿No es verdad, señor Weege? —Dio un codazo al perro, que gruñó, como si alguien se hubiera sentado en un almohadón que rebotaba.
Nos portamos bien hasta después de comer. Ella se sentó en una silla haciendo punto, mirando Mientras el mundo gira, cuando Lance cambió el canal para ver los dibujos animados.
—¡Vuélvelo a poner! —ordenó la señora Abbott. Su tono llevó al señor Weege a un estado de semivigilancia, y rechinó ruidosamente.
—Queremos ver los dibujos animados —dijo Lance.
—Yo quiero ver mi serial —repuso la vieja—. Y cuando estoy en vuestra casa yo impongo las reglas. ¿Por qué no vais fuera a tomar el fresco? —Alargué la mano por encima de su labor de punto y acaricié al señor Weege donde creí que debían estar sus ojos—. Es un lindo perrito —dije con voz adorable.
Me la gané al instante.
—¿No es un buen chico? —preguntó.
Lance y yo teníamos una clase de perversa extrasensorial percepción aquellos días.
—Hay un pequeño cachorro en la casa de al lado al que le gustaría el señor Weege —dije—. ¿Podemos llevarlo a jugar con él?
Acabábamos de conocer a Cupcake, un doberman adulto, el día anterior, y tratamos de hacerle entrar en nuestra casa sin ser mordidos. Persiguió a la señora Abbott haciendo eses y el señor Weege estaba tan aterrorizado que emitía un palpable aire de asombro, sin aliento hasta que estuvimos seguros que podíamos ver sus pequeños ojos salientes. Terminó todo con la señora Abbott gritando desde el sofá mientras tratábamos que Cupcake se marchara tirando afuera, por la puerta de atrás, las hamburguesas que mi madre había descongelado para la cena. Después hicimos a la señora Abbott un chocolate laxante para calmar sus destrozados nervios. La ambulancia llegó para llevársela, muy conmocionada y bastante deshidratada, en el momento en que mi madre llegaba a casa del trabajo.
Si hubieran llamado a un psicólogo infantil, hubiera dado vueltas a su lápiz y hablado de familias rotas, inseguridades infantiles, hostilidad reprimida y aburrimiento. Si hubiera sido inteligente también habría hablado, rotundamente, de mezquindad. Lance y yo necesitábamos una dosis de medicina fuerte, de una especial clase de doctor.
Como se podría esperar, la fama de los malvados Paxton se difundió, y la lista de canguros de mi madre creció con posibilidades tachadas. Se volvió astuta en el teléfono, intentando asegurarse una promesa antes de revelar su nombre, o incluso nuestra dirección, tratando de dar un alias. Por regla general, la mención de «señora Paxton» era la causa de que la persona que había sido llamada colgara sin ceremonias.
Acabábamos de tirar el último frágil nervio de mi madre cuando encontró una ayuda en la agencia La Asistenta Feliz, y llamó.
—Hola —dijo—. Necesito una canguro para mis dos hijos. Siete y ocho. —Hizo una pausa—. Señora Paxton —continuó. Y luego con una voz de total incredulidad—: ¿Puede? ¡Es fantástico! Ésta es la dirección…
Estábamos colocando el cubo de agua fría sobre la puerta de nuestra habitación cuando Jennifer Mowbray llegó.
¿Cómo describirla? Una Carmen Miranda de piel negra, una caricatura de una caricatura, un milagro. Era gorda, con un pecho tan grande que parecía una enorme almohada y unas caderas tan anchas que la hacían girar en vez de andar. Llevaba un sombrero de ala ancha de paja y su vestido, aquel primer día, era de algodón ligero, con exuberancia de loros, palmeras y buganvillas. Tenía una sonrisa casi inverosímil y dientes como un cocodrilo, ojos perpetuamente abiertos de par en par en homenaje a las maravillas del mundo, un aro de oro a través del lóbulo derecho de la oreja y cadenas de cuentas baratas alrededor del cuello. Su voz tenía el deje rítmico de Jamaica, los rápidos altos y bajos de la inflexión que hacía su sonido en parte curioso, en parte autoritario. Fumaba un cigarro delgado y oscuro.
La puerta se abrió de par en par ante esa visión, esta víctima perfecta, y ella dijo:
—Hola, señorita. Soy Jennifer. La agensia me envía.
Mi madre estaba tan sorprendida como yo: nadie en el Valle del Sol se parecía a Jennifer; ni tampoco nadie en Malibú. Jennifer parecía sacada de un programa de televisión, o de un libro, completamente de otro mundo.
—¡Oh, estoy encantada de verte, Jennifer! —dijo mi madre, y la hizo pasar.
Lance pasó de puntillas, con un rollo de cuerda en la mano, como un personaje de dibujos animados de la Warner Brothers. Mi madre no se dio cuenta, pero Jennifer sí.
—Mire —mi pobre madre decía—: esos chicos son un poco revoltosos, debo advertírselo. Chicos, venid aquí a conocer a Jennifer.
Pero Jennifer agitó su mano en el aire como si espantara mosquitos.
—¡Oh, sólo son niños! —dijo—. Tienen imaginasión, es todo. Sólo nesesitan ocupar sus cabesotas, es todo lo que nesesitan. Sólo hasen tonterías de niños, señora. Váyase corriendo pal trabajo y yo me encontraré muy bien con los pequeños amiguitos.
No teníamos que ser descubiertos; estábamos escondidos detrás de la puerta de nuestra habitación, mirando a las dos de hurtadillas. Lance había fijado la pieza de madera, la cuerda y el cubo y, cuando Jennifer nos encontrara, su sombrero de paja estaría como después de un temporal de primera hora de la mañana. Mi madre se encogió de hombros y se fue hacia la puerta; esperamos con impaciencia el sonido de Jennifer tarareando en la sala de estar. Y después oímos el fuerte sonido de sus pisadas viniendo hacia nosotros.
Lance no pudo esperar.
—Jennifer —llamó—. Estamos aquí.
Corrimos a la pared opuesta, la mejor para ver el panorama completo, justo cuando Jennifer abría la puerta de golpe y entraba a grandes pasos por la puerta, parándose justamente debajo del cubo de agua. Todo sucedió como un hechizo; la madera resbaló, el cubo se inclinó y el agua se derramó. Pero Jennifer debía de tener otro hechizo porque el agua se heló en el aire, como si el tiempo se hubiera parado en ese pequeño rincón del universo, mientras seguía en todas las otras partes.
—¡Hola, pequeños caballeros! —repuso Jennifer—. Estoy en la cosina si me nesesitáis.
Y se marchó.
Lance y yo corrimos hacia la puerta y miramos con asombro la cascada helada que prontamente se desheló, ahora que Jennifer se había ido, y nos caló hasta los huesos. Oímos su voz rítmica:
—A vosotros, hombresitos, os gusta jugar a jueguitos, ¿verdad? —dijo—. A mí me gustan los juegos. Es bastante difísil pa los niños pequeños engañar a la vieja Jennifer. Las bromas con la vieja Jennifer a veses risan el riso.
Y se rió.
Entró en la habitación mientras nos estábamos cambiando la ropa, y la hicimos ponerse de espaldas hasta que terminamos.
—Vosotros, hombresitos, mejor vigilar los costipaos —dijo—. Dad a Jennifer las ropas húmedas.
—Hablas raro —manifesté mirándola detenidamente.
—Sí —afirmó Lance—. ¿De dónde eres?
—¡Oh! —exclamó ella—. Soy de un sitio lejano, de las islas.
—¿Como Hawai? —preguntó Lance.
—Algo así —contestó ella y tenía la mirada perdida. Estaba de pie y se balanceaba mientras hablaba, como movida por fuerzas que no podíamos ver—. Un sitio espesiá, con magia en los vientos. El buen viento llega a la costa por la mañana, y el mal viento sopla en la oscuridá. Todo el mundo es felís y bailan y cantan, un lugar que os gustaría ver a hombresitos como vosotros.
—No existe un lugar como ése —dijo Lance indignado—. Sólo en los libros.
—Hombresitos como vosotros tienen muchas cosas que aprender sobre el mundo fuera de vuestra puerta trasera. Espesialmente en el Valle del Sol.
Pero yo no estaba muy interesado en geografía por aquel entonces. Estaba más preocupado por devolvérsela a Jennifer.
—Vamos a jugar al escondite —dije.
Y Lance contestó:
—¡Sí!
Era una vieja costumbre nuestra y nos la sabíamos al dedillo.
Jennifer parecía desconcertada.
—No conosco ese juego —indicó.
—Es fácil —dijo Lance—. Tú te escondes y nosotros tratamos de encontrarte. Cerramos los ojos y contamos hasta cincuenta para darte tiempo de alejarte.
—Vosotros, pequeños cocodrilos, ¿no vais a haser alguna broma a la vieja Jennifer? —Expulsó un fino chorro de humo de su cigarro al aire, luego lo apagó en una pequeña caja de plata que había atado a su ánturón.
—¿Estás bromeando? —dije—. Siempre jugamos al escondite con nuestras canguros.
No le dimos la oportunidad de decir una palabra; nos volvimos de espaldas, nos tapamos los ojos y empezamos a contar en voz alta.
Se fue de la habitación de puntillas. Por supuesto, al minuto que se fue nos destapamos los ojos y echamos una mirada para ver dónde estaba, y vimos cómo se metía en el armario del vestíbulo. Continuamos contando en voz alta mientras llevábamos el baúl que guardaba nuestros juguetes fuera de nuestra habitación y lo colocábamos contra la puerta del armario. Después arrugamos algunos periódicos, encendimos el borde de uno con una cerilla y empezamos a avivar el humo bajo la puerta con las manos. El humo era denso y amarillo, y empecé a toser.
—¡Fuego, fuego! —gritábamos los dos, tratando de parecer tan asustados como podíamos mientras nos estábamos riendo.
Nos volvimos para escaparnos, para observar lo que pasaría cuando Jennifer empezara a aporrear la puerta y descubriera que no se movía, pero en vez de la pared del vestíbulo, nos encontramos empujando una puerta mientras el humo llenaba el exiguo recinto donde estábamos. No sé cómo sucedió, pero en vez de Jennifer, nosotros estábamos encerrados en el armario lleno de humo, y tan pronto como comprendimos dónde estábamos, empezamos a gritar en serio.
Pareció eterno, pero probablemente fue cuestión de segundos antes de que la puerta se abriera y saliéramos dando traspiés, tosiendo y llorando al vestíbulo. Jennifer estaba allí, con los brazos cruzados en su pecho mirando divertida, aunque sus ojos brillaban.
—¿Qué estáis hasiendo aquí dentro? —dijo—. Se supone que estáis buscando.
El baúl no se veía por ninguna parte.
Después de comer, nos dijo que durmiéramos la siesta, y juramos venganza. Se sentó en la sala de estar, tarareando una horripilante canción, trabajando distraídamente en un trozo de encaje. Decidimos la táctica del sapo con cuernos que siempre había resultado antes.
Lance sacó nuestros animalitos de sus jaulas y los dejó sueltos por el vestíbulo; como siempre, corrían frenéticamente por el sofá, bajo el cual estaba oscuro y frío.
—¡Cuidado! —gritamos, mientras entrábamos corriendo en la sala de estar—. ¡Sapos con cuernos!
Jennifer paró de tararear, dejó a un lado su encaje y miró mientras los sapos se deslizaban por sus zapatos y bajo el sofá.
—Me párese que dos niños pequeños no deben asustarse por sapos con cuernos —dijo ella—. Dulses bichos pequeños sólo son.
Se puso de rodillas y alargó la mano bajo el sofá, pero lo que sacó era una monstruosa ampliación de lo que habíamos soltado. Diez veces más grande, con una cresta de verdes armamentos a lo largo del lomo, los lagartos parecían venenosos y carnívoros, y sus escurridizas lenguas rojas lanzaban llamas por sus bocas. Chillamos y corrimos a nuestra habitación, mientras Jennifer caminaba hacia nosotros sujetándolos como si nos los ofreciera.
Cerramos la puerta con llave y nos amontonamos sobre la litera superior, y luego observamos con asombro cómo ella abría la puerta y entraba en la habitación, con las manos vacías, pero no menos espantosa que si todavía blandiera los lagartos. Tenía que admitirlo: no podía recordar cuándo lo había pasado tan bien; los adultos estaban más satisfechos cuando se defienden y ganan. Ella examinó la habitación y luego meneó la cabeza como si estuviera preocupada, una reacción que captó mi curiosidad.
—¿Qué sucede? —le pregunté.
—Vosotros, chicos, haséis algunas peligrosas trampas aquí —dijo—. Yo he visto chicos pequeños en las islas actuar de esta manera y nunca cantan ni bailan de nuevo.
¡A veses no se los ve nunca más! No sé, chicos, no quiero asustar a los pequeños caballeros, pero cuando los sapos con cuernos pueden trastornar a vosotros…
—Eso era sólo una broma —contestó Lance, defendiéndose—. No somos personas que se asustan fácilmente. —Jennifer miró fijamente la puerta de nuestro armario, que estaba cerrada—. ¿Qué pasa? —preguntó Lance.
Ella estaba muy tranquila y misteriosa.
—No quiero asustaros chicos, porque pareséis como hombres mayores en cuerpos de niños pequeños. Y no hay rasón alguna en la verde tierra de Dios pa asustarse de nada si tú siempre escoges el camino del bien y la abundansia. De modo que vosotros, pequeños buenos compañeros, sabéis que no tenéis que estar asustados.
Ella hizo una pausa.
—Pero hay un dupi en vuestro armario.
—Mamá no nos deja tener ningún pez —dije.
—Un dupi no es un pez, ¿no sabéis? —continuó ella—. ¡Un dupi es un espíritu!
Lance y yo no9 miramos.
—¿Como un fantasma? —quiso saber Lance.
Jennifer asintió con la cabeza gravemente. Se sentó en la litera inferior, haciendo crujir los muelles de la cama y dando palmaditas a la ropa de la cama a cada lado de ella.
—Venid aquí abajo y sentaros al ladito de Jennifer —prosiguió.
Para mí no sonaba como una invitación. Con cautela hicimos lo que nos decía.
—Allá en las islas, cuando alguien muere y el cuerpo pierde su espíritu, ese espíritu vuela al sielo, o baja al lugar malo. Hay buenos dupis y hay no tan buenos dupis. Pero el dupi malo es un espíritu que no tiene lugar donde ir; no puede ir arriba, no puede ir abajo. Eso hase al dupi malo despresiable y gusta asustar a los niños pequeños. A veses se esconde bajo las camas y a veses se esconde en el armario.
Levanté los pies del suelo y me abracé los tobillos.
—Ese dupi es uno que se esconde y un monstruo —siguió contando Jennifer—. Algunos de ellos son tan malos que un chico puede mirar a uno en un espejo y convertirse en una columna de sal, y todos los pequeños animales lamen hasta que desaparese.
—¡Caramba! —exclamé, cautivado por sus palabras.
Como Lance era un año mayor que yo, me dijo con voz hastiada:
—No hay tal cosa como fantasmas. Y nunca he oído hablar de un dupi.
—Hay muchas cosas que los niños pequeños nunca han oído —repuso Jennifer—. Y los niños pequeños malos son los que gustan más a los dupis. Cuando los niños pequeños no son buenos, los dupis están preparando un sitio para ellos. Eso es porque algunos chicos hasen lo que sus mayores disen. —Estaba dispuesto a jurar vasallaje, pero pude ver que Lance se encontraba molesto—. Mejor me voy a haser algo para señar vuestra mamá.
Cerró la puerta detrás suyo. Miré fijamente el armario.
—No seas tan ingenuo —me reprochó Lance—. No existen los dupis. Sólo está tratando de asustarnos para que nos portemos bien.
—Pero ¿qué pasará si existen? —le pregunté, ante mi primera señal en aceptar todas las posibilidades.
—No seas un crío —continuó Lance, profiriendo el insulto supremo—. No existen los dupis.
—¡Ah, sí, pues demuéstramelo! Abre el armario y enséñamelo.
—No quiero enseñarte nada —vaciló Lance, altivo como una dama ofendida…
—¿Eres un gallina? —dije.
—No soy un gallina.
—Entonces abre el armario.
—Abre tú el armario —adujo.
—Yo ya sé que estoy asustado —reconocí.
—Vamos —dijo—. No podemos dejar que ella nos fastidie. Vamos a jugar a indios y vaqueros.
Así que cogimos la caja de maquillaje de nuestra madre y nos untamos las caras. Mamá había hecho que tirásemos la cola de caballo de Patti, así que usábamos un pedazo de cuerda para tender la ropa como látigo, lo necesitaríamos más tarde para atar a Jennifer. Cogimos nuestra escopeta y dardos, nos pusimos los pantalones de camuflaje; el fuerte olor de plátanos fritos flotaba en el aire. Movía sus hombros mientras estaba de pie allí, tarareando su horripilante canción.
—Vamos —dijo Lance, y fuimos.
Hice el ruido de una ametralladora con mi garganta y Lance profirió una serie de penetrantes gritos de guerra, mientras entrábamos atropelladamente en la cocina, disparando dardos al azar.
Lo que encontramos no era Jennifer; lo que encontramos cambió el curso de nuestras jóvenes vidas. En vez de una dentuda sonriente mujer jamaicana, encontramos a tres guerreros sioux con plumas y pinturas de guerra. Eran delgados y con la piel oscura, pintados con ocre y bermellón, y de los carcajes que colgaban de sus espaldas sacaban flechas con puntas de verdad y empezaron a dispararlas contra nosotros; pasaban silbando y se pegaban con un zas en el yeso, detrás nuestro. Los azotamos con la cuerda, aterrorizados, dejando caer nuestras escopetas de dardos, y corrimos hacia el comedor.
Pero el resto del grupo guerrero había llegado antes que nosotros, y encontramos otra barrera de flechas desde esa dirección. El aire estaba repleto de horripilantes gritos de venganza, y bajo esto, desde algún lugar, venía el monótono redoble de un tambor. Cuatro guerreros indios más se levantaron de su posición oculta detrás del sofá y las puntas de sus flechas estaban en llamas; una pasó como un rayo cerca de mí y prendió las cortinas de la sala de estar.
Lance me agarró y me empujó fuera de mi terrorífico trance; juntos esquivamos y nos abrimos paso a codazos, y nos encontrábamos casi en nuestra habitación cuando la puerta al final del vestíbulo se abrió violentamente, la puerta de la habitación de nuestra madre, y un jefe a horcajadas sobre un pony pinto llegó arrollador hasta nosotros con una lanza en ristre en su brazo. Gritamos y entramos corriendo en nuestra habitación. Las flechas se clavaban en la puerta, que cerramos con llave y, buscando un lugar para escondernos, nos dirigimos al armario.
Lance, el ídolo de mi niñez, se había equivocado, y yo resolví no seguir más su caótico mandato. Abrimos el armario de par en par, sólo para cerrarlo de golpe, chillando. Mi intuición, como debería haber supuesto, tenía razón en todo. Existían los dupis.
Mi madre llegó aquella noche a casa mucho más tarde que lo normal, y, aunque Jennifer tenía que irse a las cinco y media, se quedó con nosotros, incluso nos dio algo para cenar. Cuando mi madre abrió la puerta, se quedó escuchando, pensando que los tres debíamos de estar muertos. Jennifer, sentada en la silla grande, hacía su labor y tarareaba su tonada de las islas que ya no parecía tan horripilante, sino una canción secreta de los iniciados que nos habíamos vuelto mi hermano y yo. Nosotros estábamos tumbados en el suelo a sus pies, dibujando indios y dupis, tarareando con ella.
—¡Hola, mamá! —dijo Lance—. ¿Qué tal el trabajo?
—¿Quién está castigado? —preguntó mi madre.
—Nadie, señorita —contestó Jennifer, poniéndose en pie.
—¿Le han creado algún problema? —quiso saber mi madre.
—¡Oh, no! —mintió Jennifer—. Son buenos caballeritos.
Mi madre estaba sin habla. Jennifer sonreía mientras guardaba su labor, metiendo discretamente los billetes que mi madre le daba en la bolsa junto con los hilos de colores.
—¿Querrás volver mañana, Jennifer? —pregunté.
—Por favor —casi rogó Lance, posiblemente la primera vez que pronunciaba estas palabras sin coacción.
—Pero esto es cosa de la señora —dijo Jennifer—. Vosotros caballeros lo sabéis.
—¿Podría Jennifer volver mañana? —pregunté.
—¿Por favor, mamá? —dijo Lance.
—Claro, por supuesto —respondió mi madre, completamente perpleja.
—¿Y podremos jugar a más juegos? —se interesó Lance.
—Sí —dije yo—. ¿Alguno más de los de imaginación?
Me estremecí recordando cómo me había sentido siendo atado a los postes en la alfombra de la sala de estar, las llamas alzándose alrededor de nosotros, los indios gritando y chillando en círculo.
Jennifer se inclinó y puso una mano en cada uno de nosotros.
—Ahora no nesesitáis a la vieja Jennifer para jugar a la imaginasión. Todas esas cosas están en vuestras cabesotas. —Dio unas palmadas a mi cabeza con su dedo índice—. Vosotros sólo debéis recordar que no nesesitáis molestar ni preocupar y dar dolor de cabeza a la gente mayor. Ahora debéis dar a la vieja Jennifer un beso de despedida.
Besamos sus suaves y calientes mejillas y luego, cogiendo sus manos, la acompañamos hasta la puerta. Mi madre, aturdida, caminó hacia la cocina. Lance la siguió diciendo:
—Adivina qué, mamá.
Yo me quedé detrás, viendo salir a Jennifer. Lo que vi no me sorprendió, aunque Lance, más tarde aquella noche, dijo que no creía una palabra de lo que le contaba. Mi padre y mi madre estaban definitivamente divorciados y nunca tendríamos de nuevo una vida como la de antes. Mi madre trabajaba ahora, jornada completa, de modo que teníamos que aprender a ser más independientes. Pero teníamos una buena cabeza como principio, pensaba. Conocíamos la imaginación.
Contemplé a Jennifer mientras caminaba calle abajo, donde ningún coche esperaba. Pero antes de que alcanzase el círculo del farol más cercano desapareció de la vista, igual que la escarcha desaparece bajo el sol de la mañana. El cielo nocturno estaba salpicado de estrellas y oí el ligero susurro de aquella encantadora canción sin palabras, como si viniera de los cielos.